La crisis peruana
LA DECLARACIÓN del estado de emergencia que acaba de hacer Alan García, y que debe prolongarse en principio durante dos meses, es una indicación de las dificultades extraordinariamente complejas con las que se enfrenta, a los siete meses de su acceso a la magistratura suprema, el primer presidente de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) en la historia de Perú. Un presidente animado de una voluntad reformadora que obtuvo en las urnas una victoria aplastante y ante el cual se retiró incluso la candidatura de la Izquierda Unida. Aunque el motivo directo que exigió decretar el estado de emergencia, con toque de queda durante las horas de la noche y con la entrega al Ejército de funciones esenciales de orden público, ha sido una sucesión de atentados y una situación caótica en la capital, no es posible separar estos hechos de las gravísimas condiciones económicas en que se encuentra el país, con amplias zonas de miseria y hambre endémica en el campo y en las ciudades, una desocupación generalizada, sobre todo entre los jóvenes, y, en consecuencia, un clima creciente de desesperación entre grandes masas de la población.Perú conoce un fenómeno, Sendero Luminoso, distinto al de otros movimientos guerrilleros de América Latina. Sus inicios fueron bastante clásicos: las escisiones comunistas inspiradas en el modelo chino sobre la tesis de Mao Zedong del cerco de las ciudades desde el campo. Los primeros grupos estudiantiles senderistas, surgidos sobre todo en Ayacucho, pasaron a implantarse en regiones campesinas andinas, que hablan el quechua y sufren, además de condiciones económicas miserables, una total marginación civil y cultural. Muy pronto este movimiento se caracterizó por el empleo de formas de violencia extrema. Cientos de senderistas y de soldados y miles de campesinos han muerto en los últimos años. La respuesta brutal del Ejército y de los cuerpos represivos provocó una espiral de terrorismo sin fin. Cuando Sendero Luminoso se implanta en los arrabales de Lima, concentración humana caótica de seis millones de habitantes, es evidente que surgen nuevos factores y nuevas conexiones en su desarrollo. Conexiones que llegan, a pesar de incompatibilidades ideológicas, con otras formas de criminalidad, desde la delincuencia común hasta el mundo misterioso y potente del narcotráfico.
El triunfo de Alan García en las elecciones presidenciales en 1985 abría, indiscutiblemente, nuevas perspectivas en la vida política del Perú. Contrariamente a otros grupos guerrilleros, los senderistas intensificaron sus ataques. Pero el nuevo presidente colocó en un plano prioritario de su programa dos cuestiones decisivas: superar el atraso económico y la marginación de las poblaciones andinas y acabar, dentro del aparato estatal, con "los responsables de violaciones de los derechos humanos, causantes de muertes y torturas", ya que -según sus propias palabras- "a la barbarie no se la puede combatir con más barbarie". La moralización y depuración del aparato represivo ha sido grande en los últimos meses. Unos 1.300 policías, muchos de ellos con altos cargos, han sido eliminados del servicio, precisamente para garantizar un funcionamiento en el marco de la ley y del respeto a los derechos humanos.
Al declarar el estado de emergencia, Alan García pronunció una frase que ha dado lugar a muchos comentarios. Aludiendo a los numerosos atentados en Lima, dijo que era preciso pensar "en una nueva violencia, muy profesional y misteriosa". Es obvio que no podía referirse a los grupos senderistas, sobradamente conocidos, aunque no desarticulados. Es lógico relacionar esas palabras con sectores hoy desplazados del aparato estatal y que se habían acostumbrado en épocas anteriores a utilizar la violencia sin discriminación. Pero sin duda existe otro trasfondo: muchos intereses, desde el narcotráfico hasta los sectores más retrógrados de la sociedad peruana, desean el fracaso de la experiencia reformista de Alan García, y los métodos para ello son diversos. Para desarrollar su empresa de restauración democrática, el presidente debe enfrentarse con maniobras misteriosas, pero también con dificultades económicas gigantescas, que inevitablemente merman ese entusiasmo popular que acogió su triunfo. Esa necesidad de afianzar la democracia política con avances, siquiera pequeños, en la lucha contra la pobreza, es el drama que vive Perú, y que se repite, con mayor o menor intensidad, en otras democracias latinoamericanas.
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