Un para un pueblo
Cuando Enrique Tierno tomó posesión de la alcaldía, 40 años secuestrada por los vencedores, la ciudad renacía y recuperaba de las cenizas su antigua personalidad. Como seres de ninguna parte, muchos madrileños habían negado repetidas veces su condición y veían a Madrid como una urbe extraña, entregada al permanente expolio del invasor, identificada ignominiosamente con los vítores del tirano que acampaba sobre las lomas de El Pardo.Pero ahora, nuevas olas y movimientos sin norte sacudían el parcheado asfalto, se recuperaban las calles y las plazas e individuos de agresivo penacho o cola de caballo, maquillados para la guerra o el amor, se mostraban, por fin, tal como eran ante la mirada inquieta de las gentes de orden.
Poco esperaban los oficiantes en aquellas saturnales, que marcaban el reencuentro de la ciudad consigo misma, del nuevo alcalde. Desconfiados por naturaleza ante cualquier poder, aun del emanado de las urnas, suponían, todo lo más, cierta flexibilización en los márgenes de tolerancia y algún incremento en las festividades subvencionadas por el municipio.
Jamás habrían sospechado los nuevos pobladores de la ciudad que, pasado el tiempo y sin sonrojarse, sus labios, que sólo habían vitoreado a la anarquía y al rock and roll, a Sid Vicious o a los cuatro jinetes el Apocalipsis, se iban a unir al coro de las alabanzas.
No fue una iluminación súbita, sino un progresivo esclarecimiento; el talante del nuevo alcalde no se basaba en presupuestos electorales o demagógicos, su actitud abierta y receptiva hacia los nuevos fermentos que sacudían a la ciudad no respondía a una representación de cara a la galería, su actividad no estaba dictada por los intereses de la política.
En su cortejo marchan hoy madrileños de todas las tendencias y generaciones, en la estela de un hombre que contribuyó a devolvernos el orgullo de nuestras raíces.
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