Y dejaron de oler como nosotros
Apenas le quedaban unos pasos más. Se hallaba en el umbral de la fama, la gloria y la riqueza, y era aún muy joven. Había nacido literalmente en el arroyo y conseguido salvar con éxito las duras pruebas que las cloacas de la gran ciudad reservaban a los hijos de padre desconocido y madre perdularia. Sobrevivió al abandono, el desafecto, la enfermedad y la desnutrición. Fue temido, aborrecido y maltratado. Pero tenía algo de lo que los demás carecían: un prodigioso sentido del olfato. Y sirviéndose de él fue ascendiendo por la escala en cuyos peldaños -uno más arriba, uno más abajo- había sucumbido la mayoría de los adolescentes y jóvenes de su condición. Y cuando estaba a su alcance franquear sin más dificultad la entrada que le conduciría a una vida regalada y llena de promesas, un pánico desconocido le paralizó. No soportaba el olor de los demás mortales y anduvo vagando por los caminos, huyendo de la proximidad del resto de los humanos y de sus pestes. Finalmente dio con sus pasos en un desierto paraje montañoso donde no le era dado percibir ni el menor rastro oloroso de los hombres. Y eligió aquel inhóspito lugar como refugio de sus ensoñaciones.Siete años tardó en darse cuenta de la causa real que le hacía temible a los demás, por la que había sido odiado y apartado. De la razón última que le había impulsado a esconderse de los demás. Y no era su origen, ni su fealdad física, ni siquiera las dotes sobrenaturales que desde niño le atribuyeron. No. Sucedía simplemente que él no olía como los demás, o, por mejor decir, que no olía a nada en absoluto. Él, que era capaz de distinguir todos los aromas y hedores conocidos y por conocer, que localizaba la proximidad o lejanía de los objetos, los animales y las personas por la intensidad de sus emanaciones; él, cuyo todo contacto con el mundo que le rodeaba pasaba por la nariz, no desprendía ningún olor. Él era Jean-Baptiste Grenouille y ésta es parte de su historia, tal como se narra en una de las novelas de mejor fortuna de los últimos tiempos (El perfume, de Patrick Süskind).
Ellos no nacieron en el arroyo; antes al contrario. Pero habían sido arrojados al arroyo cuando los guardianes del sello de la época advirtieron que trataban de echar mano a sus atributos. Sobrevivieron con dignidad, en esa su segunda encarnación, a las asechanzas maquinadas por quien tenía la llave del cuarto de las muñecas y, andando los años, llegaron a los umbrales del poder y la gloria cuando también eran muy jóvenes. Pero, muy al contrario que nuestro héroe, siguieron adelante. Y tomaron la gloria. Y les fue dado el poder. Venían envueltos en el aura de un perfume cuyas últimas fragancias se habían extinguido entre las humaredas de la gran catástrofe, casi cinco décadas antes. Y fueron aceptados por los más no por su apostura, aunque ciertamente muchos de ellos exhibían con prestancia esa cualidad; no por su inteligencia, cuya virtualidad tendría que ser demostrada en más probados trabajos; ni por sus buenas intenciones, porque se les suponían. Ni siquiera porque sus palabras, en tiempos de grandes mudanzas, sonaban más acordes a nuestros oídos. No, no era por eso. O no era solamente por eso. Ocurría simplemente que olían. Y olían como la mayoría de nosotros. El secreto era tan sencillo como eso: olían como se esperaba que olieran quienes, al fin de cuentas, no eran sino como nosotros. Y aquello era gran novedad, porque muchas narices habían quedado embotadas tras años y años de mixturas y extrañas alquimias, y hasta los mejores olfatos perdían con frecuencia la pista de los aromas auténticos en medio de los hedores que los sofocaban.
Por eso no les fueron tenidos en consideración los primeros traspiés, como tampoco hubo por qué echar las campanas al vuelo si es que de algunos aciertos se trataba. Ya se sabe. En el ejercicio del poder se cometen errores y se obtienen éxitos, y a la hora de hacer balances, mejor acudir a las leyes de la contabilidad que a las del olfato. Y con ser importante pedir una puntual rendición de cuentas -el poder no se regala por nada-, era tanto o más decisivo, para aquellos cuya sensibilidad olfativa había quedado seducida por el perfume del cambio, saber si ellos seguían oliendo como antes. A pesar de los errores, pero también -o más aun- a pesar de los éxitos. Ésa era la prueba a la que debían ser sometidos sin descanso, la razón última de la adhesión de quienes les entregaron su confianza obedeciendo a razones muy diferentes de las leyes al uso. Y bien: seguían oliendo todavía como olemos los demás. Y ésa era la normalidad.
Tuvieron que rectificar. Y los cambios de rumbo no fueron de pocos grados. Los buenos propósitos se tornaron con frecuencia en despropósitos, y aquello que hasta muy poco antes se había predicado como la única verdad posible había dejado simplemente de ser verdad. Casi sin explicaciones y apenas con algún rubor. Habíamos entrado, al parecer, en el terreno de lo inevitable. Y aunque no lo reconocían públicamente, fueron dejando entender que no habían hecho sino aquello que no hubo más remedio que hacer. ¿Se puede reprochar a alguien que se someta a las tercas leyes de la física? Probablemente muchos oídos y muchos ojos se sintieron traicionados por los estruendos y los fogonazos de tamaños vaivenes. Pero aun así podían ser perdonados a condición de que no fuera nuestro olfato el engañado. Todavía podían oler como nosotros, y eso les hacía nuestros iguales. El resto podía ser discutido.
Sucedió, sin embargo, que, a fuerza de ventear los seductores efluvios del poder, comenzaron a probar fragancias que hasta en-
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tonces les habían sido vedadas y ensayaron afeites sin duda más sugerentes que los nunca por ellos conocidos. Y supieron del placer de olerse a sí mismos. Y tanto se gustaron que los bálsamos e inciensos que de continuo echaban sobre sí terminaron por suplantar aquel primitivo perfume en que nos habíamos reconocido como iguales. Ebrios de las nuevas esencias que exhalaban, no parecían en condiciones de percibir -¿o sí?- que estaban dejando de oler como los demás. Y halagado por tales vaharadas el sentido del olfato, fueron perdiendo los otros sentidos. La memoria antes que nada; y así hubo quien se vanaglorió de no perder ni una hora de sueño por la situación de quienes sufrieron la persecución de los mismos, y por las mismas razones, que los habían arrojado a ellos al arroyo. También el sentido del respeto a la discrepancia, motivo por el cual quienes no creían a sus guardianes fueron tenidos poco menos que por cómplices de bandoleros. Y quienes se manifestaron ajenos a determinada consulta popular fueron declarados solemnemente responsables ante la historia de un fracaso que se presumía y que nadie sino ellos mismos estaban haciendo posible. Y el sentido de la prudencia, de forma que se nos quería obligar a creer que dormir en la misma cama donde lo hizo quien durante tanto tiempo había tenido cerradas las puertas no revestía ningún significado especial. Y también perdieron el sentido del equilibrio y, de la noche a la mañana, se convirtieron en los más entusiastas propagadores de usos y modos tenidos muy poco tiempo atrás por nefandos. Y se exhibieron desde los palcos y las tribunas. Y doblaron la cintura ante el oropel y la peineta. Y, finalmente, perdieron hasta el sentido de la propia estima, de suerte que uno de sus más audaces pregoneros fue declarado el memo más memo del momento y, en lugar de mentarle a la madre a los miembros del jurado, aceptó el galardón con una sonrisa.
Cuando Jean-Baptiste Grenouille cayó en la cuenta de que no podía conseguir la estima de los demás porque no olía como ellos, él, experto perfumista, se fabricó para sí el aroma de los hombres. Y fue admitido entre ellos. Después quiso que su olor fuera infinitamente más sublime que el del resto de los mortales. Casi como el de los dioses. De cómo lo consiguió y cuál fue el precio que pagó da noticia mucho más fiel el escriba Patrick Süskind.
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