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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reiteraciones en el Pen Club

EL CONGRESO Internacional del Pen Club, celebrado durante toda esta semana pasada en Nueva York, terminó con la conclusión general de que la imaginación y el Estado son valores antagónicos. En realidad, desde un comienzo se tuvo la impresión de que el título del congreso, La imaginación del escritor y la imaginación del Estado, estaba inspirado en el anticipo de esta trivialidad final.Politizada de principio a fin, esta grandilocuente y costosa reunión, en la que han intervenido desde la misma esposa del presidente nicaragüense, Daniel Ortega -la poetisa Rosario Murillo-, hasta el secretario de Estado norteamericano, George Shultz, ha recorrido por todos los lugares comunes de la fatigosa cuestión sobre las relaciones entre el intelectual y el poder, la escritura a favor o en contra del Estado. ¿La imaginación del Estado? ¿A cuál de los creadores les interesaba de batir esta cuestión? Sólo la denuncia sobre la censura que sigue imperando en muchas partes del mundo y las penas o coerciones a la libertad de expresión merecen Ia pena de ser resaltadas. Pero para ello no era necesario sofisticar la nominación de esta convocatoria.

El resultado, tópico y pobre, puede sintetizarse en el ataque a ciertos controles- norteamericanos -especialmente la ley McArran-Walter, que permite prohibir la entrada en Estados Unidos a escritores considerados subversivos-, a protestas por las exiguas cuotas de libertad en regímenes totalitarios y a los modos de producción en la industria de la conciencia. Para cerrar el censo, Vargas Llosa advirtió, casi al final, sobre el peligro que corren además los escritores en algunos países latinoamericanos democráticos. Peligro que cifré no en ser enviados al confinamiento de un Gulág, sino en ser convertidos en ministros o embajadores como ornamento político de los Gobiernos.

Ante la escasa aportación de ideas nuevas -difíciles, por otra parte, en una aglomeración con los condicionantes y planteamientos que la definían-, queda por preguntarse si tienen valor actual este tipo de reuniones. Ciertamente, no sería ésta una pregunta que responderían negativamente los participantes. Entre las razones diversas para cada uno, de las que no debe excluirse la publicidad para todos, se encuentran la oportunidad de utilizar como foro político lo que se convierte en un acontecimiento en los medios de comunicación. Sobre esa tribuna, una parte de ellos puede lavar las culpas de su conciencia social; otros, granjearse el reconocimiento del poder o, concretamente, del Estado en el que han sido acogidos como emigrantes, y otros, en fin, multiplicar los efectos de alegatos políticos que no habrían encontrado tanto eco en otro escenario. Nada de todo esto ha faltado en el 48º Congreso del Pen, incluida, en las postrimerías, la denuncia de Betty Friedan contra el machismo tras haber contabilizado sólo 20 ponentes del sexo femenino entre un total de 140.

El Pen Club -que reúne en su nombre la palabra pluma, en inglés, con el anagrama de poetas, ensayistas y novelistas- apareció poco después de la I Guerra Mundial -en 1921-, cuando se había instalado la revolución soviética y alboreaba el fascismo y, por tanto, se ejercían ya graves presiones físicas y morales contra los escritores. Pero era también la época llamada de la crisis de las democracias, cuando muchos de los políticos y pensadores de países democráticos se planteaban la duda de si el sistema parlamentario y de partidos era débil frente a la supuesta eficacia de los nuevos sistemas. El Pen Club ha sido presidido por gentes como Jules Romains, Maeterlinck, André Chanison, Arthur Miller y Heinrich Böll. Es decir, una línea continua de pensamiento democrático, de humanismo social y de pacifismo, sobre la base de que la obra literaria no tiene fronteras. Fue prohibido en la URSS y los países comunistas, en la Alemania nazi, en la Italia fascista y en la España de Franco. Negar a esta institución su papel en la defensa de las libertades sería una injusticia grande. Pero, a la vez, nada puede contribuir más a su degradación que la exhibición de representaciones como la que acaba de cerrarse. Si los escritores tienen su razón de ser en la imaginación, no deberían escatimarla a la hora de sus alternativas críticas, y menos aún simular que la ponen a prueba en un grotesco contencioso con la llamada imaginación del Estado.

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