La ruptura de un secular aislacionismo
"Que Sepharad viva eternamente en la paz, en la difícil y merecida libertad" (S. Espriu).España se prepara para celebrar el V Centenario del Descubrimiento de América. Aquel hecho tuvo una inequívoca significación: el mundo occidental pudo ensanchar sus horizontes y desarrollar así en plenitud su proyecto histórico. Un proyecto que hundía sus raíces, físicas y culturales, en la cuenca del Mediterráneo; en Grecia, en Roma y en la tradición judeo-cristiana.
España hoy, al haber recuperado su libertad, ha roto su secular aislacionismo y se ha reencontrado con esa comunidad occidental a la que históricamente pertenece y que tan decisivamente contribuyó a formar. La entrada en el Mercado Común y la pertenencia a la Alianza Atlántica son consecuencia de esta nueva realidad. España se ha encontrado con Israel en este mundo occidental al que nos hemos reincorporado. Israel es Occidente, tanto por esas raíces históricas a las que he aludido como por un presente incuestionable: su cultura, su sistema político y económico, sus alianzas son las propias de una nación occidental, con un valor añadido: Israel ejerce esta vocación de común destino histórico en un contexto geopolítico cuanto menos extraño.
El Gobierno de Felipe González ha culminado un proceso de normalización en las relaciones entre nuestros dos países que se había inicido algo antes. Tenemos conexiones aéreas directas, con sus correspondientes acuerdos oficiales. Personalidades relevantes de la actual Administración han visitado Israel. Los intercambios económicos entre Israel y España registran tasas de incremento superiores al 40% anual. La opinión pública tiene la impresión de que en algunas materias, como por ejemplo en seguridad, ambos Estados llevan ya tiempo colaborando. Impulsadas por las asociaciones de amistad, las relaciones culturales crecen con pujanza. El turismo, que tanto ayuda a la mejora del conocimiento de los pueblos, empieza a ser importante. Y finalmente, llega ahora el momento histórico del reconocimiento diplomático entre ambos Estados.
España tiene tantos vínculos de hermandad con la cultura de los pueblos árabes como con la judía. Nadie, por tanto, deseaba en nuestro país que las relaciones con unos se hicieran a costa de las de los otros. El dilema no deberíamos ni habérnoslo creado artificialmente nosotros ni haber aceptado que otros nos lo quisieran imponer. La herencia histórica que nos une a árabes y judíos ha de aceptarse en toda su integridad, reparándose, como ahora se hace, una injustificada exclusión cuya razón' de ser no ha sido otra que la negativa del Estado de Israel a reconocer en su día la dictadura del general Franco, último superviviente político de los aliados del Eje. Solamente a partir de esta nueva situación España puede legítimamente servir a la causa de la paz en aquella zona cooperando, en palabras del mismo Espriu, "a que sean seguros los puentes del diálogo y a que las diversas razones de unos y otros se comprendan y amen".
El gesto del reconocimiento de Israel, próximos a conmemorar, que no celebrar, ese otro V centenario de la expulsión de los judíos de España, debería tener además una cierta grandeza histórica, un valor simbólico adicional. Y para ello todo menos proyectar la imagen de que lo efectuamos al amparo de otras presiones externas que contrarrestan las de carácter contrario o que lo hacemos con una mala conciencia que requiere de innecesarias explicaciones y contrapartidas. El reconocimiento de Israel no solamente es un hecho de realpolitik, sino que tiene también una carga emocional y una dimensión ética: es el signo de la reconciliación definitiva entre todos los españoles y con nuestra propia historia.
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