Sobre la censura
"A Sade se le ha censurado dos veces, cuando se prohibió la venta de sus libros y cuando se le declara fastidioso, ilegible". Estas palabras de Roland Barthes nos introducen de lleno en el tema escabroso de la censura, al poner de manifiesto dos de sus caracteres esenciales: su universalidad y su versatilidad. La censura es un fenómeno universal, la encontramos en las sociedades más distintas y en las épocas más variadas; también uno harto versátil, dado las muy diversas formas que puede adoptar al acoplarse a los mecanismos sociales de sanción, restricción o prohibición, por mencionar sólo los más conocidos. Una vez que la Constitución ha eliminado a la "censura previa" (artículo 20), el mejor modo de combatir a las otras formas sobrevivientes es mostrar los mecanismos que utilizan, exponiéndolos al escarnio público siempre que se tenga ocasión. Un estudio detallado de las distintas formas de censura que funcionan en nuestra sociedad constituiría ya de por sí un instrumento riada despreciable para ampliar el margen de la libertad de expresión. En tiempos en los que prevelece un escepticismo cínico, parecerá ingenuo recalcar la confianza en la función emancipadora de las ciencias sociales. Cuando poco se puede hacer, mayor es la responsabilidad de la palabra; no unamos a nuestra impotencia un silencio cómplice.Si la censura es universal, es decir, presente en toda sociedad y en toda época, es que reposa sobre un sustrato también universal, que detectamos como el ámbito de lo inefable. Todo grupo social tiene un lugar secreto donde ocultar aquello que no permite decir. Lo que se puede y lo que no se puede expresar varía de cultura a cultura, de época a época, pero ninguna que desconozca esta distinción. La universalidad de la censura pone de manifiesto la universalidad de lo inefable. Existe el habla, porque le precede y acompaña el silencio; cabe decir algo, precisamente porque nunca se puede decir todo.
Una primera aproximación a la censura, con ánimo de comprender, nos remite a la categoría fundamental de lo inefable. Hay límites lingüísticos, psíquicos, si se quiere incluso metafísicos, a lo expresable; en relación con la censura, destacan los sociales: lo inefable es aquello que se mantiene al margen del lenguaje como garantía de estabilidad. Todo orden social supone una buena cantidad de normas, cuya funcionalidad consiste precisamente en ser indiscutibles. Si se pudiera expresar todo, todo podría discutirse y el orden social sufriría los vaivenes del discurso racional. Lo que se puede decir pertenece ya al campo de la palabra, del logos, de la razón; pero por mucho que la razón se esfuerce en proporcionar seguridad y certeza, su único logro es acumular dudas y potenciar la discusión. Nada más subversivo que aquella razón que exige la justificación de la norma, invadiendo el campo de lo inefable.
Desde los orígenes de la modernidad podemos seguir en Europa el ascenso de una razón que, al cuestionar el ámbito de lo inefable, arremete contra todas las formas de censura, proclamando derecho fundamental la libertad de pensamiento, la libertad de expresión. La fuerza de la razón consiste en que no puede admitir el ámbito de lo inefable, sin suprimirse a sí misma. Postulado básico es que todo lo que existe es expresable; en consecuencia, de aquello que no se puede hablar con claridad suficiente es porque no existe, no es significativo o no tiene validez. En la identificación de lo real con lo expresable radica la grandeza, pero también la miseria de la razón.
Vale la pena repasar la historia procelosa de la libertad de expresión; primero, tolerancia religiosa (siglo XVII); luego, libertad de pensamiento (siglo XVIII); por fin, institucionalización jurídica de las libertades públicas que inscribe la de expresión, como la primera y principal (siglos XIX y XX). La historia de la censura en Europa puede servir de contraste oportuno; en ella resalta el papel pionero que en la institucionalización de la censura ha tenido la Iglesia católica. Así como la moderna burocracia estatal tiene su antecedente inmediato en la burocracia elcesiástica, las más variadas formas de censura descubren siempre un precedente en la curia romana. La censura es institución típicamente católica, en su doble sentido de universalidad y de aspirar a una universalidad en su concepción de la verdad y de la libertad.
En la historia de la censura podemos distinguir dos fases, según parezca verosímil o, por el contrario, totalmente inadmisible una frase machaconamente oída en mi juventud: "Toda la libertad para la verdad y ninguna para el error". Si la aceptamos, estamos no sólo admitiendo, sino exigiendo la censura; si la rechazamos, ponemos de manifiesto que la superación de la censura reclama una comprensión específica de lo que se entiende por verdad y libertad.
En la Ilustración, aunque haya antecedentes que pueden rastrearse mucho antes, surgen un concepto de verdad y otro de libertad que convierten la frase mencionada, no sólo en inaceptable, sino en ignominiosa. La verdad deja de implicar una identidad entre lo que es y lo que se dice -Kant nos libró definitivamente de este realismo dogmáfico- para acabar por significar un consenso generalizado sobre una proposición, mientras no se porte argumento en contrario. La noción de verdad queda desprendida de sus anteriores raíces metafísicas para mostrarse simple consenso social y, en cuanto tal, necesariamente provisional. Cualquier proposición que consideremos verdadera deja un resquicicio para asumir su posible falsedad, en el caso de que termine por imponerse. Todo lo que se afirma como verdadero puede revelarse falso, y a la inversa, lo que hoy consideramos falso puede mostrar un día aspectos verdaderos. La verdad no sólo es relativa -depende del contexto y enfoque-, sino también provisional, condenada a no durar mucho. A partir de la provisionalidad constitutiva de lo que se tiene por verdadero no cabe legitimar ninguna limitación social de la expresión disidente; en cambio, la censura se apoya siempre en una idea de verdad absoluta y universal.
Una transformación de la misma envergadura ocurre con la noción de libertad. En la tradición teológico-cristiana, la libertad se confunde con el libre albedrío, es decir, con la capacidad de distinguir entre el bien y el mal y obrar en consecuencia. La noción de libre arbitrio da por descontado que en cada caso cabe discernir el bien del mal. Justamente, porque somos libres, tanto en el discernimiento como en la elección, están justificados los premios y los castigos en esta vida y en la otra. En el siglo XVIII, la libertad adquiere un contenido nuevo -en sus primeros balbuceos en Rousseau; elaborado con mayor rigor en Kant- que supera la noción tradicional de discernimiento y de elección para significar la posibilidad de proponer fines. El hombre es libre en cuanto decide por sí, con autonomía plena, el fin y sentido de su acción y de su vida. Desde la concepción tradicional, ayudar al hombre a realizar su libertad supone encauzarlo hacia
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Sobre la censura
Viene de la página 11 un bien definido desde fuera por un ser superior, evitando en lo posible las tentaciones del mal. Esta concepción de la libertad tiene un carácter esencialmente punitivo -hay que reprimir, castigar el mal-, y conlleva la censura como instrumento adecuado para conducirnos por la senda del bien. En cambio, desde la noción ilustrada de la libertad como autonomía del sujeto racional, no cabe justificar ninguna forma de censura, ya que lastima la "dignidad humana" que consiste en ser esencialmente libertad.
Vivimos en desfase entre las ideas políticas que cuajan en el siglo XVIII en torno a la libertad y la igualdad, que se entienden constitutivas del ser humano, y viejos prejuicios metafísicos que comportan distintas formas de represión y de censura. Para ceñirnos a esta última: tras larga lucha hemos logrado arrebatar a la censura buena parte de sus asideros legales, sin que por ello haya cesado de actuar disfrazada, oculta, pero no menos operante en la sociedad europea de nuestros días. Hemos conseguido despojarla de toda legitimidad, pero no de su fuerza para seguir actuando. La presencia de la censura en un mundo que la niega exige reconsiderar no pocos de los supuestos heredados. Es hiel amarga, difícil de tragar, el percibir los límites crecientes a nuestra libertad de expresión en un mundo que se legitima por la libertad.
Y es que las nociones de libertad y de igualdad que ha creado la Europa ilustrada, orgullo legítimo de nuestra cultura, se descubren en el fondo incompatibles con cualquier estructura de poder. La utopía europea consiste precisamente en propugnar un orden social y político en el que haya desaparecido cualquier relación de poder, como corresponde a individuos racionales que se definen "libres e iguales por naturaleza". La confianza ilustrada en que la expansión imparable de la razón, en un proceso complementario de perfeccionamiento moral del individuo y de democratización de la sociedad, bastaría para que fuese disminuyendo cl poder hasta terminar un día por desaparecer, se ha revelado sin el menor fundamento. La sociedad capitalista occidental, como las que le precedieron o las que pretenden haberla superado, se levanta también sobre una buena cantidad de dogmas, muchos de ellos todavía en el ámbito de lo inefable, que protege con todos los medios a su alcance. Entre ellos, la censura no ha perdido nada de su eficacia: cuanto mayor la audiencia de un medio de comunicación, más recio el control.
Lo que nos diferencia de sociedades de otras épocas o de otras coordenadas culturales -y no es poco e importa recalcarlo- es que en nuestra civilización occidental el poder se ha quedado sin legitimidad para justificar la represión. La divergencia entre los valores proclamados de libertad y democracia y el ejercicio diario del poder es tan patente que ha sido necesario hablar de una crisis de legitimidad" para caracterizar a la Europa contemporánea. Recuperar nuevas formas de legitimación para un orden social que se considera inmodificable es la tarea en la que se halla empeñada la nueva derecha desde hace varios lustros. Ya que no queremos, o no podemos, cambiar las cosas, cambiemos al menos el lenguaje, de modo que, libres de la herencia de la Ilustración, podamos justificar el orden existente como el mejor de los posibles. Pensamiento de derecha, aunque a veces se disfrace de progresista o provenga de la izquierda que detenta el poder, es siempre aquel que se esfuerza en legitimar el orden establecido.
La crisis profunda por la que pasa la izquierda europea le ha devuelto a su origen, la Ilustración. Las relaciones con ella se caracterizan por una enorme ambigüedad: difícil compartir su idea de razón con el optimismo que derrama; más arduo aún desprenderse de una concepción utópica de libertad sin renunciar a la propia dignidad. A la búsqueda de una identidad nueva que le permita mantenerse fiel a los valores ilustrados sin por ello caer en la ingenuidad racionalista, la izquierda cumple, si se centra en la defensa de los derechos humanos, el mayor logro de la Europa ilustrada. Un programa de izquierda se cifra hoy en la denuncia de los derechos humanos que se vulneran, procurando crear las condiciones sociales para que cada día sean realidad más recia y mejor asentada. En la España de hoy, lo menos que cabe esperar de la izquierda es un discurso ilustrado contra la tortura -improbable que en este punto supere a Cesare Beccaria- y otro contra la censura, con el mejor espíritu de los enciclopedistas franceses.
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