La apertura se instala en Budapest
HERMANN TERTSCH, ENVIADO ESPECIAL, Hungría es uno de los países del este de Europa que más atención ha atraído en Occidente en los últimos años. Las reformas económicas y políticas realizadas por el régimen comunista en las dos décadas pasadas, especialmente en la última, han hecho de Hungría el país económicamente más liberal y políticamente más abierto del bloque oriental. En este país, como en ningún otro, se han podido observar las posibilidades y los límites que un país integrado en la alianza política, económica y militar con la Unión Soviética tiene para desarrollar un sistema autonómo o al menos atípico para los esquemas de la ortodoxia del llamado socialismo real.
Con un pasado traumático y jalonado de enfrentamientos internos que culminaron en 1956 con un levantamiento popular contra el régimen comunista implantado tras la II Guerra Mundial y su aplastamiento por parte del Ejército soviético con un resultado de varios miles de muertos, Hungría ha logrado, tras aquella amarga experiencia, el establecimiento de un consenso básico entre sus ciudadanos. En silencio, sin grandes lemas y evitando una publicidad no deseada al tiempo que reitera, con sinceridad, su lealtad hacia la Unión Soviética, este pequeño país de poco más de 10 millones de habitantes ha logrado los márgenes más amplios de libertades individuales que se dan hoy día en un país comunista en el viejo continente.
Del odio a la popularidad
El artífice de este milagro húngaro, que los visitantes de otros países socialistas perciben en escaparates y tiendas de las calles de Budapest con cierta incredulidad y mucha envidia, es el jefe del Partido Obrero Socialista Húngaro (POSH), Janos Kadar. Este hombre ocupa la dirección del partido desde que fue aupado al poder por las autoridades soviéticas tras el aplastamiento de la insurrección en 1956. Su papel en aquellos acontecimientos nunca ha sido aclarado con exactitud. Su colaboración con las fuerzas invasoras soviéticas le supuso entonces el odio de gran parte de la población húngara y durísimas condenas por parte de Occidente.
Hoy, Janos Kadar es un dirigente indiscutido y con enorme popularidad en su país, un interlocutor apreciado por los Gobiernos occidentales y con gran prestigio en la alianza del Pacto de Varsovia.
Este año se cumple el 30º aniversario del levantamiento húngaro y del acceso de Kadar al poder. A sus 73 años, el veterano dirigente comunista ya ha dado los primeros pasos hacia su retirada de la vida pública. En el XIII congreso del POSH, celebrado en marzo del pasado año, Kadar fue reelegido secretario general, pero se creó una secretaría general adjunta, ocupada por Karoly Nemeth, que le quitó de encima las tareas políticas cotidianas. Janos Kadar ha sido siempre un declarado adversario del culto a la personalidad, y su deseo de abandonar la política activa no es ningún secreto desde hace años.
La sucesión de Kadar
Sin embargo, aún no ha podido cumplirlo. Sigue siendo el principal garante de la continuidad del modelo húngaro y nadie se atreve a vaticinar qué derroteros tomará la política de este país cuando desaparezca el viejo dirigente. Aún está lejos de haber sido definida su sucesión, y el nombramiento de Karoly Nemeth como secretario general adjunto se ha revelado como una solución transitoria. Los rumores sobre un deterioro de la salud de Kadar han cobrado continua fuerza en los últimos meses.
Al mismo tiempo, en el partido se están perfilando los dirigente de las dos tendencias enfrentadas por la sucesión de Kadar. El kadarismo como régimen integrador, bajo el ya célebre lema del dirigente húngaro de "quien no esté contra mí, está conmigo", está tocando a su fin.
En el partido, los reformistas, partidarios de profundizar en la liberalización económica y política, y sus adversarios de la línea ortodoxa, que ven en las reformas una vía peligrosa que se aleja de los postulados marxistas-leninistas e incorpora elementos propios del capitalismo, mantienen una callada lucha por ganarse las mejores bazas de cara al poskadarismo. Las esperanzas de ambos grupos están puestas en el próximo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que se celebrará a finales del próximo mes en Moscú.
En todos los países del Pacto de Varsovia, con excepción de Hungría y Rumanía, se celebran congresos de los respectivos partidos comunistas en el poder después del de Moscú. No obstante, también en Budapest, la futura composición de la dirección del partido depende, en no menor grado, de los resultados del XXVII congreso del PCUS. Este congreso, que se celebra casi exactamente a los 30 años del histórico XX congreso, en el que Nikita Jruschov hizo la célebre condena de los crímenes del estalinismo, ha levantado enormes expectativas.
Mucho se ha escrito en Occidente en los últimos meses sobre la supuesta intención del nuevo secretario general soviético, Mijail Gorbachov, de adoptar mecanismos similares a los existentes en la economía húngara en su campaña por incrementar la efectividad del sistema soviético. Ya durante el breve paso de Yuri Andropov por la dirección del Kremlin se habló de la simpatía que éste sentía por las reformas húngaras.
Andropov había sido embajador en Hungría en 1956 y era amigo personal de Kadar. Cuando accedió al poder se publicaron en la Prensa soviética frecuentes artículos elogiosos hacia los métodos de la incentiva ion de la producción y la relativa adaptación de la economía húngara a los mecanismos del mercado, con la apertura de espacios para el desarrollo de la iniciativa privada.
En todo caso, si, como creen saber algunos conocedores de la política soviética, Gorbachov comparte las simpatías de Andropov por el modelo húngaro y logra imponerse a las fuerzas inmovilistas ortodoxas con la implantación de mecanismos económicos y sociales para racionalizar y dinamizar el sistema soviético, el reformismo húngaro habrá recibido un apoyo decisivo en su lucha contra los adversarios interiores.
Contradicciones soviéticas
Existen indicios de que podría ser así. Sin embargo, las señales surgidas de la Unión Soviética desde que Gorbachov accedió al poder son en gran parte contradictorias. Así, si en junio pasado un durísimo artículo publicado en el órgano soviético Pravda atacaba sin contemplaciones el nacionalismo en los países socialistas y los experimentos económicos al margen de la estrategia global de la comunidad socialista, esto se podía achacar a los enfrentamientos entre las diversas tendencias en el seno del Kremlin, donde Gorbachov aún no había logrado consolidarse. En diciembre pasado, sin embargo, un nuevo artículo recordando la invasión de Checoslovaquia en 1968 -en la terminología soviética se habla de ayuda fraternal de las tropas del Pacto de Varsovia-, reafirmaba la validez de la doctrina Breznev, que establece la soberanía limitada de los países socialistas.
En Budapest, donde la Prensa soviética se lee con lupa y los exégetas de la criptografía oficial del Kremlin se afanan por deducir si cierto párrafo debe ser tomado como crítica, condena o elogio, los citados artículos produjeron no poco sobresalto.
Los húngaros siempre han basado la supervivencia de su modelo económico en dos pilares teóricos que no cesan de repetir: el firme compromiso de Hungría con la alianza del Pacto de Varsovia y la comunidad socialista, en primer lugar con la Unión Soviética, y el carácter propiamente húngaro, y por ello no exportable, de sus nuevos mecanismos de participación económica y social. Esto no quiere decir que no verían con satisfacción que la URSS adoptara mecanismos similares, pero sí que quieren evitar toda sospecha de que el fenómeno húngaro pueda contagiarse a países vecinos que, como Checoslovaquia, ven con recelo este proceso.
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