El nihilismo ya no asusta
El tiempo ha ido aumentando su antigua voracidad y lo contemporáneo se vuelve antiguo y obvio. La máquinahamlet, de Heiner Müller, tiene ocho o nueve años -él mismo tiene 57- y su proclamación, su manifiesto, están cansados. Su arquitectura se deja despezar. Hay, por una parte, la violación de un texto sagrado. Hamlet, el pensante, el intelectual, es un tonto, evidente tonto de circo, gutural y mímico; su pasión es el incesto, y viola a su madre -una muñeca inflada, de las de sex-shop- antes de matarla, y Polonio desea dormir con su hija, Ofelia, la cual representa la muchacha-suicida: la misma que mete la cabeza en el horno de gas o la que se aplica una sobredosis. Hay bastante más que una parodia de Shakespeare: una agresión al texto, una irrisión. De pronto, Hamlet se desenmascara: ya es un actor, y el actor huye, renegando de la ficción. A partir de aquí se entra en la crítica de la cotidianidad. Ante un televisor se celebra una misa burlesca: el nuevo altar del que se desprende la mentira y el asco. Y un monólogo de autor: el poema lírico y desesperado que le haría querer ser todo y su contrario -el cuchillo y la herida, todos los bandos de una revolución, su propia máquina de escribir, o un banco de datos-, y ser una máquina -HamIetmaschine contiene deliberadamente las iniciales H. M., de Heiner Müller, y sus fotografías se proyectan en el escenario- para no comer, no amar, no morir, no matar. Se cierra el ciclo del ser o no ser: se elige el no ser.
La máquinahamlet
De Heiner Müller. Intérpretes: Pepo Poliva, Chete Lera, Aurora Montero, David Fernández, Daniel Rocha, Chelo Fernández. Escenograria: Aurelio Diez Buly. Dirección: Max Egolf y Sefa Bernet. Producción: Espacio Cero. Estreno: Sala San Pol. Madrid, 10 de enero.
Menos enigmático
La cuestión es que esta línea de pensamiento es obvia, antigua, y por lo menos desde Beckett y desde la adopción popular de Kafka, cotidiana. La forma de antiliteratura que representa ya es un género literario. Y es periodismo y televisión. Müller resulta menos enigmático de lo que él mismo cree: por lo menos representado así, en un Madrid rarísimo, ante una juventud que se ha pasado del punto de pesimismo hasta asumir ciertas desilusiones. Tiende más bien a reír de lo que le parecen rasgos cómicos, que a sentir un horror de algo que ya le desborda. Puede que en otros ambientes, con otras direcciones, para gentes con una desesperación menos tranquila que la española, arranque aún chispazos de dolor, o de lucidez trágica, o de cántico a un mundo que se acaba. Aquí el idioma castellano, que en este caso no está afortunadamente traducido, la prosodia teatral, se comen toda esta angustia; se la come un público que no la ha superado, sino que la ha asumido como una parte de su carga de tantos siglos y como algo que tiene que manejar mientras se ocupa de su supervivencia.Nada de esto va en demérito del grupo Espacio Cero. Su trayectoria es limpia y muchas veces apasionante: tan variable que su historial es una muestra de que cada investigación se interrumpe para empezar por otro camino; últimamente parece que la influencia de Antonio Fernández Lera les lleva hacia la inclinación por la la metafísica del horror. Su trabajo sobre la propuesta de Müller, el esfuerzo de sus actores y actrices, tantas veces estimados, hacia la utilización del cuerpo, de la voz, de la cantata, del escandido o de la división de los parlamentos, suponen un esfuerzo muy considerable y muy estimable. Su intento de acercarnos a un autor desconocido en España es de agradecer. Sucede que, en vez de conmover, sobrecoger o deslumbrár, aburre: con el aburrimiento de lo consabido.
Babelia
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