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El ferrocarril de los milagros

JOSÉ LUIS PÉREZ CEBRIÁNEl reciente reajuste del equipo de la alta dirección de Renfe sirve al autor de este artículo para reflexionar sobre el engañoso juego del poder político en relación con el servicio ferroviario en nuestro país. Hay que cambiar, dice, una larga actitud oficial de indiferencia u hostilidad hacia el ferrocarril, actitud que es causa principal de la endémica crisis de éste y que condena a los máximos responsables de la gestión de la red a ejercer el curanderismo y, finalmente, al fracaso.

Alguien de su confianza le aconsejaba a Franco cambios ministeriales, y el general le contestó: "No quiero caras nuevas. Todos, cuando llegan, quieren arreglar la Renfe. Y la Renfe no tiene arreglo". Lo cuenta Rafael Calvo Serer en su libro Franco frente al Rey. Añade el autor que lo que Franco pretendía con semejante actitud era aburrir maquiavélicamente a sus ministros más inquietos. Es normal. Desde todo poder, y más desde el poder unívoco, se suele simplificar, a propia conveniencia, la realidad sobre la que se está. Y los males que no pueden negarse por evidentes se cree que son provocados por malignos enemigos exteriores o, como en el supuesto de la dolencia ferroviaria hispana, se confunden con males congénitos incurables o, lo que casi es lo mismo, con trastornos infundados pero crónicos, debidos mayormente a flaquezas (demonios) familiares.

Cuadros patológicos

En cualquiera de estos dos cuadros patológicos, el cambio del equipo médico no tiene otro objeto que renovar la falsa esperanza del paciente (léase Renfe) y de la familia (léase sociedad española) para que trenes y usuarios vayan tirando, que no es poco, y aguantándose mutuamente.

Claro, llega un momento en que los jefes de clínica, seguros del fracaso que van a cosechar, se resisten a hacerse cargo del enfermo, al que para que mejorara habría que reconocer despacio y someter a un perseverante tratamiento. Es cuando los padrastros de la criatura -es decir, el poder político del Estado- suelen recurrir al milagrerismo.

Quién puede asegurar, se dicen, que no aparece un remedio mágico que infunda agilidad y alegría en el organismo renqueante y febril encomendado. Algo que, al menos, le cambie el macilento semblante.

Se dice que hubo algún ministro al que se le ocurrió arreglar la puntualidad de los trenes retrasando sus horas de llegada. En los últimos tiempos hay otros remedios. Hay clínicas de belleza que lo prometen todo. Con una buena campaña de imagen -se ofrece y se acepta, a veces, con más estupidez que malicia-, cualquier baldado sale corriendo a una media regular de 200 kilómetros por hora.

Así podría resumirse la historia político-ecónómica del ferrocarril español hasta hoy. Se trata de encontrar cada cierto tiempo un ministro y un equipo que acierten a aplicar alguna fórmula maravillosa.

Sin ir más lejos, los dos últimos períodos presidenciales estables de la Renfe, el de José Luis Álvarez-Rebollo y el de Barón-Boixadós, tan diferente el uno del otro, ilustran el vaivén de la marca ferroviana española, que, creciente o menguante, azul o verde, acaba siempre en las viejas y conocidas playas.

El cambio de Enrique Barón consistió principalmente en sacarse de la manga un personaje de talante original en comparación con los tradicionales presidentes de la Renfe: Ramón Boixadós. Un catalán con marchamo de empresario y de viajante de comercio, que hablaba sin comedimiento de vender y sacar pelas, pero que no está claro que en Renfe haya consieguido ser un gran vendedor.

Dos hombres contrapuestos

Una cosa son -dicho sea en general- los esotéricos cálculos de los expertos interesados, y otra las cuentas de la vieja que al final imponen su verdad.

El antitético antecesor de Boixadós, Alejandro Rebollo, político de Suárez, se elevó, por el contrario, sobre especulaciones y proyectos ambiciosos, quizá fantásticos, que, claro, no se llevaron a cabo.

Total: dos hombres contrapuestos, dos médicos a palos, dos visiones, dos tratamientos y, finalmente, dos obligados juegos de manos, dos inevitables sombreros de copa, de los que no salieron, ni del uno ni del otro, paloma o conejo que mereciera la pena.

Campaña sin respuesta

Este verano pasado, en Santander, en un seminario sobre el futuro del ferrocarril celebrado en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, José Antonio Fernández Ordóñez diagnosticaba que el estado del ferrocarril español era agónico, y esto en un país de siempre y en general mal comunicado. Y afirmó: "Si el Gobierno no apoya seriamente al ferrocarril, lo mejor es cerrarlo".

Era, supongo, una intervención provocativa dirigida a los responsables de la red, entre ellos el presidente, que asistían al curso. Boixadós, que al principio de su mandato decía cosas parecidas, lo entendió como un acoso. Y, sin embargo, la argumentación maximalista de Fernández Ordóñez podría hacerla suya la presidencia de Renfe y esgrimirla convincentemente ante el poder económico del Gobierno, que le exige un juego ambiguo -empresa pública / privada- que no conduce a ninguna parte.

La campaña de prensa que sufrió la Renfe en 1983 a raíz de un informe de la Comisión de Estudios de los Ferrocarriles, creada por el Gobierno, fue feroz (y misteriosa). Renfe no salió debidamente al paso.

La opinión pública se sensibilizó como acreedora de una organización empresarial dependiente del Estado, a la que se calificaba en los periódicos sin apenas matizaciones como "verdadero pozo de pérdidas".

¿Cómo podía juzgarse al ferrocarril como empresa privada, es decir, económicamente rentable, si como tal había sucumbido en toda Europa en la primera mitad de nuestro siglo?

¿Cómo podía olvidarse que entre los males de Renfe figuran, posiblemente en primer lugar, las deficiencias de inversión acumuladas a lo largo de los años? Casi siglo y medio y aún no se ha completado la doble vía Madrid-Barcelona ni se ha resuelto el acceso a Andalucía.

La campaña tampoco iba a aliviar, sino todo lo contrario, el grado de endemia en el tejido fisiológico de la empresa pública, por desgracia, común a toda la Administración del Estado.

Si de lo que se trataba era de curarse en salud ante una reducción de la plantilla y la supresión de algunas líneas, no hacía falta un vendaje tan desmesurado como contraproducente para algo que después quedó en una operación discutible, con jubilaciones caras, pero llevada a cabo sin especiales crispaciones.

En fin, sin analizar el síndrome de nuestros ferrocarriles, ni mucho menos la crisis del ferrocarril, hay que señalar, ante la reciente designación del nuevo equipo de alta dirección de Renfe, que parece ineludible la necesidad de abandonar la vía milagrosa. Que el TGV francés, el IC 2000 alemán y otros trenes veloces o simplemente eficaces y puntuales -y no se intenta una identificación imposible con países más ricos- no corren sobre vías milagrosas, ni con fórmulas mágicas de hombres providenciales.

Corren por algo aparentemente perogrullesco: porque los Gobiernos de esos países se propusieron. hace mucho tiempo que corrieran y llegaran limpios y puntuales.

Corren porque en el reparto del dinero que pagan los contribuyentes se viene asignando, año tras año, al ferrocarril porciones convenientes de ese fondo común.

Necesidades

Lo que se hace en nuestro país, mientras tanto, son juegos de números, ganas de engañarse y de engañar. Habría que cambiar una larga actitud oficial de indiferencia u hostilidad hacia el ferrocarril.

Perseverar sobre algún diseño general de transportes que en sustancia coincidiera con lo que hay en los países europeos del área donde florece esa voceada modernidad por la que suspiramos.

Posiblemente convendría plantear el problema en el Congreso de los Diputados para intentar llegar a un acuerdo, de una vez por todas, sobre qué ferrocarriles necesitamos, queremos y podemos pagar.

Y, en fin, ya que hemos hablado de milagros, no estaría de más que al ministro de Transportes, al presidente de Renfe y a su nuevo equipo se les apareciera aquella santa Rita que, cansada de las diarias súplicas de una monjita para que le correspondiera algún premio de la lotería, decidió un día hablarle. Dicen que la santa le dijo a la monja: "Hija mía, si quieres que te toque la lotería, échame una mano y compra de cuando en cuando algún décimo".

es periodista.

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