En memoria de Tovar
La noticia de la última paz de este hombre me ha alcanzado aquí, retirado unos días de la Corte, entre las nieblas del Duero, y así no me ha dejado asistir a sus honras fúnebres, que no es ciertamente lo que más siento, y me ha tomado seguramente bastante por sorpresa, sin haber tenido tiempo de hacerme, como dicen, a la idea: sólo un par de días antes se me había dicho que había motivos para esperárselo, a lo cual sin duda la pereza o lo que sea no me había dejado prestar bastante oído; y además tenía aquí, de junio todavía, la que ahora habrá de ser la última carta que de él me llegue, donde en su flexible y clara letra de siempre me confesaba haber "pasado una tarde maravillosa" leyendo los prolegómenos de un libro que había yo sacado por entonces.¿Consuela algo el haber dado algún placer a los que se han ido? No lo sé. Y, además, eso de consolarse, ¿no es también negocio de los sobrevivientes? ¿Quién consolará a los otros, a los que han pasado es pléonas, como decían los antiguos, a la mayoría, adonde se dice que Tovar ha pasado ahora?
Ni sé tampoco si esto de pronunciar epitafios de los caídos o de escribir en su memoria puede ser otra cosa que bulla y comercio de los que siguen vivos, o que se lo creen, y manera de integrar en la rutina consabida la herida de lo que no hay Dios que lo entienda. Pero, por si acaso hay en esa costumbre de los hombres algo más que bombo y tejemenajes culturales, por si acaso puede servirle de algo a él o a quien sea, porque no se sabe...
Quiero conmemorar la manera en que se trabó mi amistad con él: se me antoja que en aquel breve trance se revelan algunas de la mejores gracias de su figura, y querría hacer por que siguieran vivas.
Había yo caído a mis 17, terminándose ya la guerra mundial, a estudiar en Salamanca, y andaba él por los patios y las aulas del palacio de Anaya de joven catedrático, de poco más de 30, con su alta traza un poco bamboleante, con su cara, si bien afeitada, profundamente sombreada de su barba prieta, con su lazo de lunares bajo la nuez.
No recuerdo si me había dado ya antes de lo que cuento clase de Latín; pero seguro que la cosa no se habría precipitado de no ser por otra circunstancia: es a saber, que el Régimen no había instituido todavía profesores especiales para las enseñanzas de formación del espíritu nacional o educación política, o como se llamara la cosa por entonces; y así, se encargaban de ello nuestro decano, tan agudo maldiciente de personajes de la historia, Ramos Loscertales, y don Antonio, que con el derrumbamiento de los ideales germánicos debía de estar pasando también sus guerras interiores, sin que se le notara, sin embargo, en el semblante, si algo adusto, sereno siempre, prometiendo en su seriedad sentido y masa humana, y no negado de cuando en cuando a una risa estrepitosa y un tanto caballuna.
El caso es que en alguna de aquellas clases de política se dedicó don Antonio a declararnos que, al fin, cuál fuera el partido que uno tomara o las ideas, de izquierda o de derecha, a las que uno se afiliase y por las que luchara, era cuestión de segundo orden: que lo que importaba era tomar partido, fuera el que fuera, y no quedarse vagando por las zonas medias de la indiferencia política y el me-da-lo-mismo, lo que al fin no revelaba más que mera conformidad con la miseria propia (trataba él de dar actualidad y nueva vida al tópico antiguo, que Cicerón, por ejemplo, discute con sus amigos, de que al sabio no le es dado en la contienda civil quedarse sin tomar partido), y que, por tanto, ya que él tenía que estar allí presentándonos unas ideas y una actitud determinada, nos invitaba a que nos opusiéramos a lo que se nos dijera, a que tomásemos por lo menos partido en contra, y no que lo recibiéramos con una docilidad que quizá no fuese más que indiferencia y aburrimiento.
Debieron de quedarme dando vueltas las palabras, hasta que me atreví a escribirle una carta en que con torpes letrujas le decía, si bien recuerdo, que bueno, que, ya que se nos invitaba a estar en contra, no me interesaba a mí oponerme a las ideas azules y oficiales con otras de oposición y rojas, sino enfrentarme a aquello mismo que nos decía él sobre la necesidad de tomar partido, proponiéndole que, aparte de la línea que las actitudes políticas trazaban de izquierdas a derechas, incluidas las odiosas zonas de indiferencia, había también la posibilidad de salirse fuera de las líneas (creo que hasta le pintaba un esquema de la cosa) y ponerse a hacer frente a la línea toda desde fuera; en fin, una misiva lo bastante impertinente como para poner a prueba el temple y el humor de quien la recibiera.
Pues bien, recuerdo ahora, y qué vivamente, cómo una mañana me llamó aparte entre las clases y estuvo paseándose conmigo largo rato en torno a las pilastras del patio aquel de Anaya, respondiendo seriamente a los términos de mi carta y haciéndome hablar más y más sobre el asunto, como si mis patochadas de adolescente le interesaran tanto como los discursos de los sabios.
Así se fraguó aquella amistad, que había luego de seguirse en los años siguientes amasando (y mucho de nuestras historias posteriores se me ha borrado piadosamente, pero sin enturbiar el recuerdo de su figura de aquellos años), con las tardes de estudio en la biblioteca de Clásicas, que había Tovar abierto en aquella sala larga, sus muros llenos de libros a la mano, los de los viejos fondos en ringlera con las últimas novedades, sus grandes mesas y sus dos pupitres con sillones frailunos (qué sobra de emulación filial y falta de respeto el ocupar el de don Antonio las tardes que él no estaba) y sus dos balcones abiertos a la calle de Palominos y, acá abajo, al jardín de la facultad de Ciencias, donde el profesor Galán alineaba para experimentos genéticos sus infinitos tiestos de guisantes; y aquellas otras tardes de paseo los dos solos cuesta de Tentenecio abajo hasta las orillas del Tormes, saltando de la poesía contemporánea a los Principios de Trubetzkoy; o las sesiones en la Facultad misma, como aquella en que nos dijo que había que decidirse, rindiéndose a la necesidad de especializarse, por hacerse o filólogos o lingüistas, él, que nunca se decidió por hacerse una de las dos cosas; pero así eran las contradicciones en que estaba la mejor gracia de su magisterio; o las largas visitas en su casa (me temo que algunas demasiado largas, dada mi mucha adhesión y mi escasa atención a los modales), en que alternaba alguna amonestación sobre la importancia del escrúpulo filológico en la puntuación y acentuación del griego (harta paciencia para la barbarie de mis primeros tratos con las letras de los antiguos) con otros ratos en que para algunos familiares se ponía él a tocar algunas piezas al piano con gusto y tacto seguro, y otros en que, llevándome a su despacho, soportaba pacientemente, a propósito de la Vida de Sócrates que acababa él de publicar, mis invectivas y groseras bromas contra la figura del sátiro pensante, que sólo eran, por mero afán de llevar la contra, preludios del más hondo enamoramiento.
Tenían entonces los libros de su biblioteca, que tantas veces me prestara en aquellos años, un ex libris en sello de tinta con la máxima estoica que dice 0út'ólbos oúte phóbos, que se había hecho bastante popular entre los hispanos como "ni dicha ni miedo".
Ni dicha ni miedo. Ojalá que esas palabras, maestro, te hayan acompañado hasta tu fin, y más allá.
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