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Intxaurrondo: la lógica de la excepcionalidad

La muerte de Mikel Zabaltza cuando se encontraba bajo la responsabilidad de fuerzas del cuartel de Intxaurrondo, de San Sebastián, reclama una vez más dramáticamente la atención sobre ese centro, sobre las peculiaridades de la Guardia Civil en tanto que -digámoslo así- policía judicial, sobre la llamada "policía judicial" en general en nuestro país, y sobre la legislación antiterrorista.No es la primera vez que el cuartel de Intxaurrondo cae bajo sospecha de haber sido escenario de prácticas aberrantes tipificadas en el Código Penal. Pero lo que en algún momento, formalmente hablando, podrían haber sido simples conjeturas, tiene hoy el rango de "indicios racionales de criminalidad" contra sujetos concretos. Hay procesamientos y acusaciones con petición de penas de parte del ministerio fiscal.

Un razonamiento que queremos inspirado en el principio de presunción de inocencia impide inducir de tales datos que esos hechos odiosos sean la regla y no una excepción en la forma de comportarse determinados profesionales al servicio del Estado. Pero resulta bastante difícil conceder el beneficio de aquella presunción en tema de responsabilidades políticas a las instancias gubernamentales que, lloviendo como llueve -y a cántaros- sobre mojado, han venido dejando correr las cosas a su aire hasta llegar a una situación como la que la temporal desaparición del Mikel y su extraña muerte han puesto de manifiesto.

No es tanto el problema -siendo importante- que no exista constancia fiable de lo verdaderamente acaecido, no. Lo que pone los pelos de punta es que pueda haber por lo menos un establecimiento de las fuerzas de seguridad del Estado en el que parece hallarse vigente un modo de operar antirreglamentario, no diría que ad hoc para que hechos inadmisibles ocurran, pero sí al menos para que en caso de producirse lo puedan hacer sin dejar huella o dificultando extraordinariamente su persecución.

Contra toda racionalidad democrática, experiencias como las que están llevando al banquillo a miembros determinados de algunos servicios de la Guardia Civil, en vez de valer para evitar supuestos similares a los que están sub iudice, parecen haber servido para impedir u obstaculizar al menos que, de darse otros semejantes, pudieran ser objeto de fiscalización por los tribunales.

La falta de constancia de datos tan elementales como el movimiento de agentes y vehículos, salida y entrada de detenidos, en una estructura organizativa de la que es proverbial la capilaridad y omnidireccionalidad del control, no puede por menos de sorprender.

Una infracción reglamentaria de este género detectada en otra parte no dejaría de llamar la atención. La misma omisión en un centro como el de Intxaurrondo, que tendría que estar en el punto de mira de quienes velan por el orden interno de aquélla, ofrece todos los visos de no ser cierta o, en otro caso, responder a un propósito perfectamente razonado. En el primer supuesto se trataría de una ocultación; en el segundo, de una pre-destrucción de datos que se ha demostrado pueden convertirse, si llega la ocasión, en eventuales pruebas de cargo. (Conocido es, a partir de un proceso reciente, que los libros de telefonemas, como antes las armas, ahora los carga el diablo.)

En estas circunstancias no parece ocioso invitar a la reflexión pública acerca de la posiblemente constitutiva inadecuación de ciertos modelos de organización a las funciones de policía judicial.

Cualquiera que tenga un mínimo de experiencia en relaciones de trabajo con la Guardia Civil podría dar fe de su hermetismo, impenetrabilidad e inmunidad frente a cualquier tipo de control, y en particular frente al de la procedencia judicial en los supuestos legalmente previstos.

Será la estructura militar, o tal vez la doble dependencia, o un cierto estatuto de autonomía de facto adquirido en función de la experiencia histórica. Pero lo cierto, al margen de toda posible disquisición sobre sus causas, es que aquella separación se da en el que es cuerpo separado por excelencia. Y con ello una especie de feudalización del poder, inadmisible en un Estado de derecho como el español actual.

No cabe entrar aquí en el análisis pormenorizado del asunto, pero, incluso a riesgo de una cierta simplificación, sí cabe preguntarse acerca de lo que impide -también en la ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, ahora en las Cortes- que pueda existir una policía trabajando directa y estrechamente con los jueces al servicio de la justicia.

Claro que el tema excede ampliamente de la normativa específicamente orgánico-policial, mientras subsista la legislación llamada antiterrorista.

Y en esto el caso de Mikel Zabaltza arroja también una luz de tonos preocupantes.

Repárese, siguiendo la versión oficial, en lo sucedido en los primeros momentos. El detenido, sacado del cuartel para practicar diligencias, consigue escapar. Y se da cuenta a la autoridad judicial. Es decir, al juzgado central correspondiente..., que está en Madrid. El expediente va y, quizá, vuelve, y puede que por correo ordinario, y mientras tanto hay un vacío real de actuaciones judiciales en el lugar de los hechos, que es el único lugar del juez. Un juez, que en este caso sólo tarde y mal (por la llamativa falta de datos que se ha dicho), consigue ocupar al menos formalmente su espacio... por una denuncia de la familia.

No es, desde luego, a los fines de la justicia a los que sirve esta disparatada situación. La fe de todos los carboneros del mundo no podría hacernos creer que ubicando en la capital del reino al juez natural de hechos que se producen a cientos de kilómetros, se trabaja con eficacia por la justicia y tampoco por la democracia.

Y, hablando de democracia, habrá que seguir preguntándose si cabe todavía pensar que es con leyes como la orgánica 8/1984, y con prácticas como las que se ha demostrado son más frecuentes al amparo de esa clase de leyes que no de las procesales ordinarias, como aquélla puede defenderse.

La legislación llamada antiterrorista, con la derogación de derechos fundamentales y el extrañamiento del juez del lugar de los hechos, abre verdaderas zonas francas de legalidad o al menos de legalidad atenuada. Entre esta circunstancia difícilmente contestable y la denunciada inexistencia de determinados libros-registro en el cuartel donostiarra no media la casualidad simplemente. Es más bien una lógica tendencialmente expansiva y, por tanto, mucho más peligrosa, de autoafirmación de situaciones de poder al margen de los mecanismos de control democrático la que así se consolida, instaurando una lacerante contradicción en el corazón mismo del sistema de garantías.

Por otra parte, decir que se confía ahora en la justicia para el establecimiento de la verdad cuando se le niegan, de hecho, los medios que serían el único camino viable hacia la misma, podría ser incluso un acto de cinismo.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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