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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El adiós a Disneylandia

LA DECISIÓN de Disney International de instalar en las cercanías de París su primer parque de atracciones europeo ha suscitado euforia en los medios oficiales franceses y ha caído como un jarro de agua fría sobre las esperanzas despertadas en España. No se trata sólo, y tal vez ni siquiera principalmente, de las cifras de inversión de capital extranjero, las perspectivas de creación de puestos de trabajo y los efectos inducidos sobre el turismo que Disneylandia prometía. Se diría que la consecución del parque de atracciones se había convertido también, para los socialistas franceses y españoles, en un símbolo de prestigio, tal vez como consecuencia de soterrados y paradójicos impulsos de identificación con el mundo de valores que la subcultura del pato Donald o el ratón Mickey encierra. Más allá de ello incluso, la población española había encontrado en esa pugna España-Francia estímulos de todo tipo para interpretar lo que era un cálculo mercantil de los promotores norteamericanos en una contienda con connotaciones nacionalistas. Ciertamente, la destreza negociadora de los ejecutivos estadounidenses en sus tratos con las autoridades francesas y españolas enceló a los Gobiernos de París y de Madrid hasta el punto de hacerles pujar probablemente más allá de lo que un sereno análisis de los costes y de los beneficios aconsejaba.Las ofertas finales de la Administración española para lograr que Disneylandia fuera instalada en Altafulla (Tarragona) o en los alrededores de Pego (Alicante) habían llegado a extremos que rozaban la imprudencia. La subvención a fondo perdido -aproximadamente la cuarta parte de la inversión total- se acercaba, si no rebasaba, las fronteras de lo tolerable. La propuesta francesa tenía a su favor una mejor localización continental para la atracción del turismo europeo a lo largo del año, la superior renta por habitante de la zona, la cercanía de París y los servicios de un metro hasta la capital. España, por su parte, podía compensar esas ventajas con el excelente clima de la costa mediterránea y con las posibilidades ofrecidas a otras empresas del grupo Disney -en especial, a la promotora turística Ardiva- para desarrollar negocios complementarios. No era seguro, en cualquier caso, que una eventual Disneylandia española garantizase a sus propietarios los 10 millones de visitantes anuales que las instalaciones necesitan para producir beneficios.

La dura pugna entre París y Madrid se ha resuelto finalmente en favor de los franceses. Tal vez la inminencia de la confrontación electoral haya impulsado al presidente Mitterrand y a su primer ministro a dar un nuevo paso en la concesión de generosas exenciones fiscales y subvenciones a fondo perdido. Resulta dudoso, por lo demás, que las ayudas francesas respeten las reglas de la Comunidad Económica Europea, que circunscriben los incentivos regionales a las zonas deprimidas.

En cualquier caso, ha ganado finalmente un candidato que disponía de una excelente localización geográfica, de una alta demanda efectiva y de una seducción turística internacional. Durante muchos meses, las espadas estuvieron en alto, y las autoridades españolas lucharon en buena lid para compensar nuestras desventajas relativas. Y tarnbién es cierto que algunos de los que hoy critican al Gobierno de González por no ganar la subasta habrían puesto el grito en el cielo, acusando a los socialistas de despilfarrar fondos públicos con propósitos electoralistas, si Disneylandia se hubiera logrado a cambio de subvenciones todavía mayores que las ofrecidas por Francia.

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