De la propiedad intelectual
Hace muy pocos días que se clausuró el III Congreso de los Escritores de España; justamente cuando se anunciaba ya en el inmediato horizonte parlamentario la presentación de un proyecto de ley sobre la propiedad intelectual.La legislación en materia de propiedad intelectual no es muy antigua -1879 en España, según mis noticias- y se aborda en unos países y otros de un modo titubeante, con conclusiones diversas que fluctúan entre el reconocimiento como propiedad hereditaria de transmisión ilimitada del Portugal del momento hasta los casos de una propiedad limitada a períodos de diferente extensión a partir de la muerte del autor.
En cuanto a considerar la obra literaria como un bien propio de su autor no parece que hayan existido nunca dudas; aunque sí, con harta frecuencia, poco respeto. Permítaseme citar unos pasajes de un artículo que mi padre escribió en 1937, saliendo al paso de las ediciones clandestinas que, en nuestra lengua, venían sucediéndose escandalosamente en ciertos países hispanoamericanos. (¡Y siguen sucediéndose)
El artículo se titulaba Ictiosaurios y editores clandestinos (Sur, número 38, Buenos Aires, noviembre de 1937) y venía a apoyar una intervención, en el mismo sentido, de la escritora argentina Victoria Ocampo, a quien se dirige así: "Hablas en tu artículo de la propiedad intelectual como de la más respetable, la más sagrada. Yo quiero agregar una cosa poco conocida, a saber: que es, acaso, la más antigua. ¿Sabes cuál fue el derecho de la propiedad individual que primero y más rigurosamente reconocieron los hombres? No fue el suelo ni el ganado, ni siquiera los pequeños bienes muebles, las armas y trabajos de uso personal... No: los pueblos más primitivos reconocían como la propiedad más individual la de los sueños y las canciones -una propiedad intelectual...-. Aun en medio tan humilde como el de las islas Andaman encontramos derechos de disposición exclusiva referentes a objetos inmateriales... El poeta es dueño absoluto de su composición... Nadie puede cantarla sin su consentimiento y en modo alguno concede ese favor gratuitamente". Ahora bien -y éste es el tema hoy candente-, las razones que se han esgrimido para despojar a esa propiedad inmaterial de un carácter hereditario equiparable al de las demás propiedades vienen a ser éstas: la obra literaria, como la artística, pertenece al acervo cultural de cada país (al pueblo", dicen algunos; pero el término, en tales cuestiones -por manido- puede resultar equívoco) y su administración no puede dejarse en manos de herederos incompetentes y hasta atrabiliarios que impiden la natural y recta difusión de esos bienes culturales cuyo destino es el de ser disfrutados, asimilados, poseídos por el país entero en cuestión y, aún más, por la humanidad toda. Pero -digo yo- ¿por qué no se habla de lo que suele ser lo más frecuente?: que el heredero es el mejor gestor con respecto de esa obra heredada, por el fervor que pone en proteger, potenciar y difundir al máximo tal herencia intelectual -literaria, artística, científica- que tiene en sus manos y de cuya génesis- al menos en el caso de las primeras generaciones de herederos- ha sido partícipe viviéndola en la forma más directa y entrañable. El tesón con que lleva adelante el cuidado de su legado, dedicándole muchas veces la vida entera, no obedece, en la mayoría de los casos, a una motivación de orden pecuniario. Dicho sea de
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paso, el producto económico suele ser, casi siempre, de modesta cuantía y no merecería esa dedicación tan total; aunque sí puede contribuir a hacerla posible.
No obstante, podría arbitrarse una solución que evitase los perjuicios que para el acervo cultural de un país puedan derivarse de unos herederos descalificados en tanto que gestores. Pienso en la designación o creación de una institución nacional -la Real Academia Española o un consejo especialmente constituido por miembros de esa y otras instituciones equiparables- que gozase legalmente de una capacidad gestora con respecto a la obra literaria sin menoscabo del rendimiento económico, que seguiría pasando a manos de dichos herederos hasta la extinción de la línea de transmisión directa. Pero sigamos argumentando.
Mi amigo Julio Caro Baroja, en el artículo de Abc (8 de diciembre de 1985) que ha disparado mi pluma en el instante actual, esgrime, en defensa de la equiparación de la propiedad intelectual a toda otra propiedad, razones de mucho peso. Pero su caso me interesa ahora como ejemplo esclarecedor de la postura que compartimos. Nuestro antropólogo y académico es, además de autor de una dilatada obra científica y literaria, heredero, con el resto de su familia, de una obra literaria -las novelas de Pío Baroja- y de una obra artística -los cuadros y los grabados de Ricardo Baroja La propiedad de la herencia de uno de sus tíos es limitada en el tiempo, con la amenaza del acortamiento de esos límites. La del otro es ilimitada: los herederos del pintor, hasta que la línea familiar se extinga, podrán vender los cuadros y grabados que poseen sin más cortapisa que la valoración que imponga el mercado en cada momento y la imposición altamente respetable de que no salgan del país; podrán realizar cuantas exposiciones deseen, cuantas publicaciones con reproducciones quieran y cuantas tiradas de las planchas de los grabados determinen, y en la forma que les parezca, de acuerdo, en todo caso, con los avatares de la libre valoración artística de cada momento. ¿Cuáles son las razones de esa discriminación que advertimos en el caso de una misma familia?
El escritor realiza su labor -la más individual, como leíamos en la cita orteguiana- en solitario. Tras una formación humana, mejor o peor, en el seno de un determinado grupo social como cualquier otro profesional, no precisa de la colaboración de los demás en la forma en que el ingeniero, el arquitecto, el médico, el negociante necesitan del Estado, del cliente, del capital, de la tierra y de la fuerza laboral. Su vida, salvo las raras excepciones en que el escritor cuente con medios de fortuna extraliterarios, transcurre entre dificultades económicas, cuando no en la penuria más acusada. Y, sin embargo, la obra del escritor logrado enriquece a la sociedad en el campo del pensamiento, de la lengua, de las formas de expresión poéticas, dramáticas, de lo que es, en suma, la cultura de un país frente y ante los demás pueblos.
Por todo ello, la ley que se avecina debe proponerse prioritariamente la protección del autor: en el terreno de la redacción de los contratos, de los controles de las tiradas de sus libros y de la comprobación de las liquidaciones efectuadas por el editor, así como en arbitrar procedimientos judiciales rápidos para el caso de ediciones fraudulentas, abusos en materia de antologías, citas y reproducciones. No hay que olvidar que las técnicas actuales de reproducción -desde las fotocopias a los medios audiovisuales- dejan aún más indefensa la propiedad del autor. Y carecemos en este caso de una tradición de jurisprudencia progresiva que vaya adecuándose a las nuevas situaciones planteadas.
Es importante en verdad -y ello se arguye también ahora que adecuemos nuestra legislación sobre derechos de autor a la de los demás países del mundo, y de Europa muy especialmente. Ello quizá pemitiría, entre otras cosas y muy prioritariamente, remover los obstáculos políticos que tan frecuentemente han impedido la publicación de obras fundamentales. Son los casos de guerras, dictaduras y otras situaciones igualmente negativas; experiencias por las que nosotros los españoles hemos pasado muy recientemente en la larga noche oscura de nuestra cultura. (Dicho sea de paso: ¿se ha pensado en computar ahora por activo los años en que los herederos de escritores españoles vetados no pudieron disfrutar de su herencia?) Quizá una legislación más trabada mundialmente pudiera servir para paliar los tristes y negativos efectos de esas situaciones. Lo que no hay que hacer en ningún caso es adoptar en nuestra legislación, con mimético simplismo, el límite más corto que se haya podido fijar a la propiedad intelectual fuera de nuestra patria.
Pero volvamos a esta extraña figura de una propiedad que no es equiparable a todas las restantes porque queda abolida como tal propiedad a la vuelta de unos pocos años. Lo insólito del caso, en lo que a propiedad se refiere, debe haber operado en la mente de los legisladores de países como Alemania, Austria, Israel, Dinamarca..., que, por lo pronto, acaban de aumentar ese plazo limitado, del anteriormente fijado de 50 años al de 70. Es verdad que en España el plazo de vigencia de la herencia es de 80 años tras la muerte del autor. Mas se habla ahora de una reducción en lugar de un aumento. La cosa es aún más injusta porque en nuestro país -a diferencia de muchos otros-, cuando la propiedad intelectual pasa al dominio público, los editores no invierten el monto de los periclitados derechos de autor en beneficio de una institución dedicada a la promoción de la cultura, a ayudar y proteger a los incipientes escritores o a las menesterosas familias de los que ya han desaparecido. Y, sin embargo, los libros siguen vendiéndose al mismo precio... No es, pues, la sociedad la que se beneficia.
Y aún más: el dueño de una editorial unipersonal o los de las acciones de una sociedad editorial transmiten a sus herederos aquélla o éstas, ilimitadamente, generación tras generación. Ello contabiliza el fruto de su esfuerzo económico -el capital arriesgado- y del laboral -su trabajo- ¡Ah!, pero también transmitiría ilimitadamente el porcentaje correspondiente a los derechos de autor. Precisamente los mismos derechos que el autor no podría transmitir ilimitadamene a sus herederos. ¿No va en ello implícita una flagrante contradicción?
Nada personal tengo contra los editores, antes bien, tanto monta en mí la estirpe editorial de que provengo como cuenta la de los autores individuales que tengo a la espalda -pues el ejercicio de la pluma viene en mi familia de muy atrás- Sin embargo, a la hora de legislar hay que sopesar muy cuidadosamente todas las cuestiones para hallar las soluciones justas. Que siempre las hay.
Otrosí: ¿se ha pensado, por ejemplo, en el hecho contradictorio de que se paguen derechos reales por esa propiedad limitada como si se tratase de una propiedad sin cortapisas?
En resumen, como expresa Julio Caro más destempladamente, dejando quizá traslucir el anarquizante trasfondo familiar: mientras no sea abolida toda propiedad hereditaria, no hay razón para que la herencia de la propiedad intelectual sea cercenada.
De condición más templada -según el calificativo de su artículo-, he tratado yo de apuntar aquí otras posibles soluciones al contradictorio y controvertido tema planteado: ¿una propiedad total por un período de años...?; ¿una propiedad controlada de ahí en adelante...? En cualquier caso, la ley debe responder en su texto a todas las cuestiones que suscitan los condicionamientos reales del caso.
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