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Constitución y Fuerzas Armadas

Hemos estado celebrando en días pasados el aniversario de la Constitución. No ha sido este un onomástico en el que nadie pudiera gritar con exaltación ¡Viva la Pepa! ni la ocasión de proclamar con patética beligerancia ¡Constitución o muerte! o entonar un ¡Trágala!, pero tampoco debimos acceder al compuesto tedio de las habituales conmemoraciones oficiales. Los actos se han desarrollado con digna, fácil y alegre tesitura, según conviene a una constitución nacida -así lo subrayó un comentarista especialmente autorizado- como fruto de concordia entre todos los españoles.En efecto, la Constitución vigente, cuyo texto podrá no ser un modelo admirable, nació consensuada (si esta palabra es de recibo; uno tiene sus escrúpulos gramaticales); y habiendo dicho nació (otra vez los escrúpulos) se me ocurre que mejor hubiese sido decir ha nacido, ya que ello fue cosa de ayer no más. Pues, ¿cómo es posible? ¿Sólo siete años hace que vivimos dentro de un régimen democrático? Tan asentada se encuentra ya esta Constitución, tan incorporada a nuestra existencia colectiva que, volviendo atrás la vista, no deja de causar un cierto asombro la brevedad del tiempo que tales instituciones se encuentran en vigor. Estamos instalados en ellas casi con la sensación de comodidad que presta una larga costumbre.

Y al volver la vista atrás, igualmente increíble y remotísima nos parece la intentona del 23-F, el frustrado golpe militar que quiso dar al traste con ellas. Tan lamentable episodio se pinta en nuestra imaginación como el recuerdo de un sueño grotesco, con la inverosimilitud de las más absurdas experiencias oníricas. A la fecha de hoy sentimos que semejante intentona jamás podrá volver a repetirse. Muy bien guardo en la memoria mis pensamientos de aquellas horas amargas. Calculando sobre la eventualidad de que el disparate en marcha pudiese alcanzar el grado de plena consumación no dejaba de anticipar en mi mente el panorama de perturbaciones destructoras y de humanos sufrimientos que sin duda acarrearía, pero a la misma vez consideraba la futilidad de la insensata empresa, dado que la sociedad española, en su crecimiento interno, tenía ahora una madurez que impediría prosperar, por brutal que fuera en sus métodos, el propósito regresivo. Destructoras perturbaciones y sufrimientos humanos hubieran resultado vanos a la postre. Eso pensaba yo, y creo que mis reflexiones de entonces no eran un recurso de penúltima esperanza en momentos de tribulación. Sigo pensando que, de un modo u otro, la sociedad española hubiera terminado por rechazar y eliminar aquel indigesto anacronismo que en postrer y desesperado coletazo trataba de imponerse. Y tal es la razón de que, retrospectivamente, lo veamos como cosa irreal y, desde luego, irrepetible.

Pero esto, dicho así, no pasa de ser la impresión que muchos tenemos. Convendría, pues, tratar de averiguar, mediante un examen de la situación objetiva que le da pie, lo que dicha impresión pueda tener de cierta o de engañosa.

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Hace poco me he permitido exponer mi convicción de que el decenio recién transcurrido significa para los españoles la asunción de la realidad dentro de cuyo ámbito y a base de cuyos condicionamientos hemos de movernos y actuar en el mundo como cuerpo político, lo cual se ha cumplido en un rápido proceso de abandono de aquellos mitos, utopías y demás supersticiones que, no por serlo, dejaban de pesar y tener efecto, a veces demasiado gravosamente, sobre la imaginación colectiva. Si el 23-F fue (para emplear la siempre citada pero insustituible frase de Goya) "el sueño de la razón" que "engendra monstruos", ese sueño estaba ligado en relación estrecha con otra fantasía de sentido opuesto, pero no por fantasía menos operante: la cifrada en la fórmula eufemística "poderes fácticos", que parecería desvanecida hoy, pues ya nadie teme al lobo feroz.

El lobo feroz era aquel militarismo residual de guerras coloniales que, por último, había traído Franco a la Península para, sometiendo a sus compatriotas en un juego de "moros amigos" y "moros rebeldes", eliminar de su suelo a la anti-España -un militarismo por completo ajeno a lo que es función de un ejército moderno, y ya absurdo entonces, en vísperas de la II Guerra Mundial.

¿Cuál podrá ser la función de un ejército en la actualidad, cuando se discute sobre la eventual guerra de las galaxias en un planeta dominado por dos superpotencias atómicas? Hablar de la defensa del territorio nacional no

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Constitución y Fuerzas Armadas

Viene de la página 11es cosa que tenga sentido si ello hubiera de entenderse en los términos del siglo XIX. En las presentes condiciones resulta sencillamente inconcebible una guerra de España contra Francia, el Reino Unido o Portugal; y dada nuestra posición geográfica, tampoco sería pasable ni tolerada una guerra con Marruecos como la que sostienen entre sí Irán e Irak. En las presentes circunstancias, la "defensa del territorio nacional" no puede ser entendida en los términos del nacionalismo decimonónico.

En un planeta dominado por dos superpotencias atómicas que discuten sobre una eventual guerra de las galaxias sería ridículo hablar de la defensa nacional del territorio de la patria en el espíritu de nuestra Guerra de Independencia. Las armas desarrolladas por la nueva tecnología exigen una estrategia global; es una exigencia de la realidad a la que ninguno de los antiguos Estados soberanos podría sustraerse por más que quisiera.

Don Quijote, cuya locura consiste en creer hallarse no en su tiempo histórico sino en un mundo pretérito, y en atenerse a unos valores ya abolidos, lamenta en su famoso discurso de las armas y las letras "haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como en ésta en que ahora vivimos; porque... me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mí espada". Es un pasaje conocidísimo, en el que, antes, ha clamado el caballero andante contra la artillería, contra los nuevos instrumentos que habían revolucionado el arte de la guerra, alterando de paso las instituciones y relaciones de poder en la sociedad. Don Quijote deliraba en su demencia. Y deja bastante que pensar -entre paréntesis- la exaltación que de su locura (no tanto de la creación literaria de su autor) hizo la generación de 1898.

Las armas que la tecnología electrónica ha desarrollado, al requerir una estrategia global, no sólo han alterado a fondo las relaciones de poder en el mundo, sino que necesitan ser manejadas y servidas por un tipo de profesional con caracteres muy distintos de los tradicionales. El militar de sable y charreteras es una antigualla que, como las oxidadas armas de Don Quijote, ni siquiera vale para lucir en las paradas. Los ejércitos modernos han de estar formados por técnicos de quienes se espera -más que personal valentía, aunque ésta, como condición moral, no tanto física, sea siempre indispensable- que posean conocimientos especializados y condiciones de precisión y de disciplina mental.

Doy por supuesto que el Ejército español responde hoy a ese modelo, y que, cada día mejor preparado dentro de esa orientación, será apto por completo para cumplir su misión específica de defender el territorio nacional en la forma coordinada en que esa tarea debería cumplirse si, por desgracia, llegara a estallar un conflicto bélico y, en todo caso, contribuyendo con su preparación a evitar tan espantosa eventualidad.

Por eso me parece irrepetible -y entiendo que es una impresión muy generalizada en este país- un episodio semejante al de aquel 23-F. La Constitución, con sus instituciones democráticas, está bien afirmada entre nosotros.

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