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El samurai y el hidalgo

En la excelente novela El samurai -por cierto, incomprensiblemente no traducida al castellano, a pesar del éxito que ha obtenido en otras lenguas y a pesar también de que la mayoría de su acción transcurre en el México y la España imperiales-, Eisaku Endo desgrana una bella y apasionante parábola sobre los caracteres nacionales y las líneas maestras de las relaciones históricas entre Oriente y Occidente, cuyo último giro alcanza tonos universales en cuanto constituye una reflexión sobre los límites de la obediencia y la razón de Estado y el equilibrio entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.En síntesis apretada, la trama de la novela, inspirada en hechos reales, es como sigue: en el siglo XVII, Japón trata de reiniciar una apertura comercial al potente imperio español, tras unos cuantos años de estancamiento y expulsión de los misioneros llegados de nuestro país. Se trata de una misión dificil, para la que queda comisionada, prudentemente, una discreta embajada de segundo rango, compuesta por pequeños notables rurales o samurais, entre los que se encuentra Hakemura, uno de los protagonistas del libro. Al frente de esta embajada marcha el otro protagonista, Velasco, un intrigante dominico encargado de garantizar la veracidad de la misión ante el Rey de España y el Papa, cuya ambición es llegar a obispo de un Japón ganado para el catolicismo. Los emisarios tardan cinco años en ir y venir a Madrid y Roma, vía la Nueva Espafía y Sevilla. Es demasiado tiempo; el suficiente para que la situación política japonesa cambie drásticamente entre medias. Ello hará que se desvirtúe el sentido mismo de la embajada y que, al regreso, los comisionados se enfrenten, como traidores, a un trágico final. Velasco, por su parte, es semiconfinado por su orden en Filipinas, de donde acabará escapando para volver clandestinamente a Japón, consciente de que le espera el martirio.

No me puedo extender aquí en la originalidad y la técnica detectivesca que Endo emplea para transmitir sus argumentos y recrear deliberadamente el Siglo de Oro y la América virreinal en tono de gran guiñol. Lo que me interesa es detenerme, en virtud del valor arquetípico que poseen, en los procesos psicológicos de los dos personajes centrales: en primer lugar, la transformación interior del modesto samurai, al forzado compás de su encuentro con la religión y la cultura occidentales; y, en segundo término, el empecinamiento del fraile, mantenido hasta el final, cuando no le queda ya posibilidad alguna de éxito ni labor de redención.

Empezando por el samurai, cabe decir que Hakeinura realiza un doble viaje, geográfico y espiritual. Este último va de la inicial indiferencia hacia las enseñanzas cristianas con que el infatigable dominico catequiza a los emisarios en la tediosa travesía del Pacífico y el Atlántico, a la admisión de uno de los valores centrales de la tradición del cristianismo, esto es, el sentimiento de responsabilidad individual ante los propios actos y adhesión íntima a los imperativos del deber. Hakemura estaba acostumbrado a un tipo de abnegación irreflexiva; su contacto con el Occidente agónico y emprendedor le otorga el bien de la subjetividad como origen de la convicción (la novela contiene, a este respecto, momentos climáticos en los que el confuso protagonista dialoga con un hombre cadavérico en una cruz que le persigue a través de estancias, palacios y conventos). Y cuando llegue la hora de la verdad, el sacrificio del samurai no hará de él un nuevo mártir ni mucho menos; pero sí una persona más iluminada que descubrirá tarde que el acatamiento ciego no puede ser el norte de una vida.

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Eisaku Endo (quien, al parecer, proyecta sobre el personaje vivencias juveniles autobiográficas, ya que él fue también catequizado y paseado por Europa y Estados Unidos tras la derrota de su país en 1945) ahonda con maestría en el estereotipo por excelencia de la cultura nacional japonesa, con el telón de fondo de la progresiva y no siempre cordial occidentalización de Japón. El resultado es una apuesta por una síntesis fecunda que dote de sentido crítico y adhesión voluntaria a la tradicional abnegación nipona. El samurai debe aprender a pensar.

En cuanto a Velasco, su peripecia desarrolla bastante bien el estereotipo cultural por antonomasia que poseemos los españoles, es decir, el hidalgo empeñado hasta la muerte en empresas no necesariamente atinadas (ese buscador de sacrificios inútiles que llena el cine de Buñuel). Igualmente, el fraile de Endo personifica el segundo gran rasgo del hidalgo, que sería la asunción consecuente de un determinado discurso o retórica por encima de la realidad (ésta es la característica central de don Quijote, según resaltaba Foucault). Ambas notas caracterológicas llevarán al infortunado dominico a un fin glorioso, pero vacío. La abnegación del hidalgo es admirable, pero no resulta operante, parece sugerir Endo. El hidalgo debe aprender a organizarse.

Si, aun a riesgo de incurrir en tópicos, trasladamos estas dos parábolas del samurai y el hidalgo a los tiempos actuales, diríase que los compatriotas de Endo han sabido hacer suyas las reflexiones de Hakernura, incorporando a su disciplinada moral social una apreciable dosis de iniciativa e imaginación. Los españoles, en cambio, no está claro que hayamos sido capaces de sujetar lo suficientemente al hidalgo decidor que pudiéramos llevar dentro. Más bien me da la impresión de que la sombra de Alonso Quijano -la que concibe la realidad a través de un vehemente signo más o menos afortunado planea todavía con tozuda insistencia sobre la cultura y la política españolas.

Pues bien, cuando las cosas han cambiado y es ahora España la que mira hacia Extremo Oriente con envidia, enviando allí embajadas; cuando el ingreso en la Comunidad Económica Europea otorga al fin rango formal a nuestra occidentalización; cuando afortunadamente emprendemos un camino de renovación socioeconómica y cultural, esa sombra no debiera proliferar como lo hizo en pasadas experiencias modernizadoras de nuestra patria. Los ruidos (fastos, declaraciones, conmemoraciones de aniversarios ... ) deberían ser, por lo menos, iguales a las nueces cosechadas.

José E. Rodríguez Ibáñez es catedrático de Sociología en la universidad de Málaga.

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