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Tribuna
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El pañuelo

Sin saber cómo, ha surgido una economía del pañuelo. Algún estudioso de la crisis tendrá que explicar pronto el porqué de esta actividad rentable, cuyos promotores proliferan como hongos. Este comercio minifundista y autónomo cuenta con el amparo de una publicidad estática impagable, proporcionada por el reclamo estratégico de los semáforos. Son vendedores ambulantes, amantes de la encrucijada, que han logrado poner a favor de su interés el mal moderno del atasco. ¿Quién se puede resistir al persuasivo reclamo del pañuelo de papel, ese kleenex ofertado a cada trecho para aliviar la frustración de cada día?España está entrando en la modernidad con la poderosa ayuda de una finura de papel desechable en el que arrojar, poco a poco, esa parte despreciable de nuestras miserias. Los propagandistas de este nuevo uso social están empezando a resolver la grave crisis de nuestras papeleras. Han asumido su fortuna y siempre pagan al contado ese valor material convenido para traficar con existencias. Son gente de mirada humilde y aliño de pobreza con los que camuflan su vocación de emprendedores. Hay que evitar cuidadosamente los recelos que en este país despiertan siempre los triunfadores.

Como cabía esperar, las iniciativas de la base se han mostrado más eficaces que todos esos programas dirigidos a la utopía imposible de crear 800.000 nuevos puestos de trabajo. En una época en que el Gobierno parece decidido partidario de la publicidad como maestra de la política, nadie se explica que el Ministerio de Trabajo no se haya apropiado aún del eslogan Ponga un pañuelo en su vida, aunque sea ésta, una ilusión de papel.

Los explotadores del semáforo han conseguido el objetivo de recomponer su economía sin caer en la tentación fácil de la indignidad de la limosna. Estos pactos sociales nunca escritos son, a veces, los únicos que funcionan. No cabe duda de que alguien intentará poner orden en este comercio todavía libre, a pesar de empaquetado. Pero nadie podrá nunca valorar suficientemente este nuevo estilo de vivir por narices en la elegancia del tisú.

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