Mientras escribo
hombres uniformados de marrón llevan a cabo la otra ocupación de Lavapiés. Están hostigando, disolviendo y fotografiando a los grupos de jóvenes que coreaban consignas no violentas y protestaban pacíficamente tras haber sido desalojados del local ocupado en (atención al nombre de la calle) Amparo, 83. Paro sí, y desamparo, pero ninguna oportunidad para los jóvenes que sobreviven al fraude del cambio y a la renovada tentación nihilista. La propaganda gubernamental incita a la juventud a vivir la vida; drogas,Pasa a la página 12
Viene de la página 11
para qué. Así que estos jóvenes de Lavapiés, que anunciaban en su local el repudio de la droga y el interés por las actividades constructivas y comunitarias, tienen también en su haber argumental la incoherencia y la hipocresía de quienes los reprimen. Mientras el culturalismo oficial se entrega a la apoteosis autocomplaciente, a la celebración póstuma y a los efectos especiales, la iniciativa creadora de los jóvenes pasa a la jurisdicción del orden público. ¡Y sólo reclaman espacio! ¿Qué ocurrirá si exigen también el tiempo que les ha confiscado la reorganización capistalista, tan decididamente pastoreada por el partido de los 800.000 cortes de manga?
Esa modernización que promocionan al unísono el Gobierno, las multinacionales y el Pentágono tiene parte de su precio en la marginación sine die de los jóvenes que son demasiados, y de los viejos, poco reciclables y malos consumidores (cada vez peores, con el recorte de las pensiones). Y no es sólo marginación económica y política, sino también cultural: ellos y otros grupos sociales (como los obreros industriales reconvertidos) son ya verdaderas minorías étnicas que tratan de defender sus modos de vida y de expresión frente al nuevo colonialismo de la eficiencia posindustrial. Sin gozar tan siquiera de la protección que el derecho internacional dispensa contra el etnocidio.
Sobre los costes culturales de la modernización no se ha explicado casi nada, pero es que un Gobierno cuyo presidente cifra la racionalidad de su política (por ejemplo, respecto a la permanencia en la OTAN) en el único hecho de que él mismo la considera razonable posee una capacidad explicativa tan larga como una porra reglamentaria de la policía.
Durante la segunda ocupación de Lavapiés, una mujer mayor y enlutada expresaba su solidaridad a un grupo de jóvenes desalojados que lucían hermosas crestas mohicanas. Era como cerrar filas en la reserva mientras Custer, el sable en un puño y la rosa en otro, ordenaba el asalto.-
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