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Caminando a compás de los tiempos

Curiosamente, dos de los más importantes aspectos relativos al cambio, que en nuestro tiempo está ocurriendo, de la posición asignada a la mujer dentro del entramado social, no han figurado, o apenas si figuran muy en último término, entre las reivindicaciones proclamadas por esos movimientos feministas a cuyo esfuerzo se pretende atribuir el mérito de dichos cambios. Me refiero a la cuestión de la vestimenta y a la cuestión del nombre propio. En tierras hispánicas, este último aspecto carece de importancia práctica, porque -como ya he subrayado en anterior ocasión- aquí la mujer, cuando se casa, no por ello renuncia a su nombre para asumir el del marido, en contraste con lo que es habitual en otros países, y que a mí me parece una humillante pérdida de la individual personalidad. Aunque el feminismo militante no haya operado programáticamente sobre este punto particular, y algunas abogadas de la causa se hayan dado a conocer y sean designadas por el nombre de su esposo, de hecho viene haciéndose ya notar -por lo menos en Norteamérica; no sé si también en otras partes- la decisión de muchas mujeres de reafirmar el suyo personal, reclamando el derecho a seguir usándolo después del matrimonio; y esto, sin duda, por efecto de causas sociales profundas, que no requerían la incitación adicional de una promoción propagandística.En cuanto a la vestimenta, el único grito de desafío que pudo oírse en los momentos de exaltación feminista fue -si mal no recuerdo- el que aconsejaba prescindir de la prenda que aprisiona el pecho de la mujer; algunas se desprendieron entonces de sus cadenas, arrojándolas con alarde; pero esta modesta liberación, una vez cumplida, aunque satisfactoria y feliz en numerosos casos, se evidenció en muchos otros más bien incómoda o poco agradable, quedando por fin librado el asunto a la discrecionalidad de cada usuaria. De otros detalles del atuendo femenino poco o nada tuvo que decir el feminismo militante.

Y, sin embargo, ya a finales del siglo pasado y principios de éste que pronto lo será también, la investigación sociológica, que a veces se complace en meter la nariz en terrenos quizá no demasiado dignos de sus serias averiguaciones, quiso relacionar ciertos cambios en la moda femenina con las transformaciones económicas y tecnológicas que en aquel entonces ya experimentaba el mundo, observando, por ejemplo, lo inconveniente de la falda de cola y de los sombreros descomunales para subir al tranvía. Sociología con pretensiones científicas, o sociología barata de aficionados, es lo cierto que ahora, en estos momentos, los me dios de comunicación pública están ocupándose profusamente en Estados Unidos de las alteraciones impuestas a la vestimenta femenina por las nuevas posiciones que la mujer ha asumido en la sociedad actual. De cuando en cuando, acá y allá, aparece un brote de la vieja actitud machista, tal como una carta publicada no hace muchos días, donde un lector de The New York Times protesta medio en broma, pero en el fondo muy de veras, de que se haya hecho corriente, o puesto de moda, entre las mujeres, el ir al trabajo calzando esos zapatones llamados sneakers, normal mente destinados al ejercicio pedestre del jogging, para cambiar selos en llegando a la oficina por los Supuestamente sexy zapatos tradicionales de tacón alto con los que a él le gustaría mirarles las piernas en la calle; con lo cual el pobre majadero ha dado lugar a que le dejen aplastado ciertas reacciones saludables, como la de una señora que, expresando el deseo de que pudieran hallarse a la venta zapatos finos lo bastante cómodos para caminar con ellos, comenta: "Por desgracia, la docilidad femenina ante los deseos masculinos de que las hijas de Eva aparezcan sexy e inermes es la razón de que modas por el estilo del corsé o la de ligar los pies (de las antiguas chinas, se entiende) durasen tanto como han durado. Los zapatos sobre los que las mujeres se tambalean más bien que caminan no parecen en vías de desaparecer".

No comparto yo el pesimismo que esa señora muestra respecto al suplicio del zapato que, cuando empezó a usarse, hace cuatro siglos, se designó en España con el galicismo de ponleví. Siempre que una tendencia -o, si se quiere, moda- obedece a condiciones sociales básicas, prevalece, y, se afirma, hasta termina por imponerse. Las transformaciones traídas a nuestra sociedad por las fases sucesivas de la revolución industrial asignan a la mujer un papel de paridad con el hombre en todo género de actividades, y sin duda los aspectos instrumentales deberán ajustarse a las exigencias de esta nueva situación, sin perjuicio de los accesorios detalles decorativos y estéticos, por más que la adaptación produzca perplejidades y vacilaciones, sufriendo dilaciones ocasionales. Lo problemático, amplio y complejo de la cuestión se refleja en la preocupación general con que es debatida. Uno de los temas que los medios de comunicación pública discuten en estos días es el de cuál sea el atuendo más apropiado para las mujeres que desempeñan cargos ejecutivos, es decir, de mando, en grandes empresas privadas o en oficinas públicas. Y la discusión no deja de presentar alguna que otra vez -como siempre suele ocurrir- rasgos pintorescos. Así, por ejemplo, no ha faltado quien aconseje que las hombreras de las chaquetas en los trajes de las jefas vayan provistas de esos rellenos -que tan bien han sabido acomodar siempre los sastres- para reforzar mediante su anchura la conveniente sensación física de autoridad frente a los subordinados.

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