De las tribulaciones de ser académico sueco
Es cosa sabida: todos los años, por estas fechas, se asigna el Premio Nobel de Literatura. Es sabido también que la concesión de este premio es uno de los acontecimientos que más puntualmente nos proporciona la oportunidad de manifestar nuestro júbilo o nuestro desconcierto, o de ocultar nuestra extrañeza, e incluso nuestra sobresaltada desinformación. Algo menos sabido, pero igualmente inexorable, es el hecho de que todos los escritores del mundo tenemos un sillón en la academia sueca. Al decir todos quiero decir exactamente todos (con excepción de algunos muy escasos y enojosos colegas cuya serenidad casi alcanza la santidad). Salvo esos cuantos santos, en verdad incalificables, todos los escritores nos sabemos propietarios perpetuos de un sillón en la academia sueca. Poetas y periodistas, novelistas y dramaturgos, críticos, editorialistas y profesores de instituto. Profesionales de la pluma u ocasionales disfrutadores de ella. Autores en sazón o en fermento. Maestros o aprendices. Desconocidos o famosos. De Madrid, de Santiago de Compostela, de Santiago de Chile, de California, de Sofía, de Nueva York o de Cáceres, de Moscú o de Sicilia: todos, casi sin excepción, tenemos un sillón en la academia sueca.En consecuencia, todos llevamos cada año a nuestro o nuestros candidatos, y por ello es inevitable que cuando no sale premiada ninguna de nuestras preferencias (y ello ocurre con una frecuencia ciertamente abundante y descortés) nos sintamos desairados por nuestros compañeros de la academia sueca: en verdad no tienen derecho a desautorizarnos de manera tan opulenta.
En ocasiones el desaire es tan estrepitoso que sabemos mortalmente malherido nuestro prestigio de académicos y sentimos la tentación de abandonar nuestro sillón, irrevocablemente, y dedicar en el futuro nuestra fascinación por el azar en la tarea de rellenar quinielas o jugar a la lotería, o incluso dedicarnos a predecir los resultados de las conversaciones de Ginebra, la duración de los anticiclones o el número de modas literarias que briosamente nacerán en diciembre, cuando la posmodernidad (que ha envejecido mucho esta mañana, hacia las diez y cuarto) haya sido enterrada piadosamente bajo un epitafio vistoso. Lo que sea, cualquier cosa, para ocupar nuestras disposiciones adivinatorias, antes que proseguir ocupando este sillón perplejo del que tan a menudo resbalamos. Cualquier cosa: hasta la dimisión.
Pero no dimitimos. No dimitimos nunca. Nuestro sillón en la academia sueca es asunto muy acendrado y meritorio, y dimitir es cosa sumamente compleja. Adviértase que no aseguro que sea un asunto heroico: humildemente, me conformo con llamarlo complejo. La dimisión contiene, desde un porcentaje de escándalo, que de ningún modo debemos motivar, ya que estamos bien educados, hasta un cierto olorcillo de precipitación, que cuadra mal a nuestra responsabilidad de adultos. ¡Dimitir de la academia sueca: podría resultar catastrófico! Y, sin embargo, yo mismo, lo confieso, varias veces he estado a punto de dimitir de este cargo que tanto ha disgustado a mis dotes de premonición y de adivinación; pero siempre, tras cruda y laboriosa contienda con mi enojo, he logrado conservar la serenidad y permanecer en mi puesto. Siempre he logrado preferir disgustarme el año próximo, si fuera necesario, a renunciar a mi sillón en la academia sueca.
Recuerdo, por ejemplo, que en el pasado año, encontrándome en la ciudad de México, un periodista pretendió conocer qué escritores hispanoamericanos merecian, a mi juicio, el Premio Nobel de Literatura. Con cautela alfabética, mas sin vacilaciones, enumeré los nombres de Borges, de Juan Carlos Onetti, de Octavio Paz, de Augusto Roa Bastos, de Juan Rulfo y de Ernesto Sábato. Mientras pronunciaba esos nombres recordé los escritos memorables de un Borges ya tantos años resaltado por la postergación incomprensible en Estocolmo; recordé los volúmenes de Onetti, el extraordinario minero de la secreta inocencia de los seres humanos; recordé los libros de Paz, cuya fuerza poéta y cuya temperatura moral hace ya mucho tiempo que están añadiendo hermosura y salud al idioma español; recordé las novelas de Roa Bastos, en una de las cuales, con un lenguaje incomparable, bajamos hasta los laberintos de la conciencia de la tiranía; recordé al lento Rulfo, cuyo lenguaje escueto y luminoso ha necesitado tan sólo muy pocos centenares de páginas para ser un maestro, y recordaba a Ernesto Sábato, el cronista arrojado y compasivo de los gestos más infortunados o tenebrosos de la especie.
Pues bien: el periodista mexicano, con urgencia voraz, quiso obligarme a que eligiese uno solo de esos seis nombres, y quiso que lo pronunciase. Naturalmente, me negué a efectuar una elección tan contraproducente al equilibrio y la justicia. Y aclaré que era mejor que no le diésemos todo el trabajo hecho a la academia sueca (sería una atroz descortesía), y aún mejor proporcionarle a ésta no menos de seis artistas hispanoamericanos entre los que podría elegir como es exigible qué se produzca toda verdadera elección: con esfuerzo y justicia.
Como quiera que el periodista continuaba pretendiendo obligarme a que eligiera solamente yo y solamente uno, me vi llevado a amenazarlo seriamente con dimitir de mi sillón en la academia sueca si él proseguía tratando de que yo efectuase una afrenta contra cinco de los maestros mencionados y contra mis colegas de la institución de Estocolmo. Al fin lo comprendió el avaricioso, no insistió más, y así yo pude conservar mi sillón en la academia que cada año, por estas fechas, concede el Premio Nobel de Literatura. De modo que si en tantas ocasiones como la ya descrita he sido capaz de renunciar a renunciar a mi sillón en la academia sueca, ¿no habría de hacer ahora lo mismo? Por mucho que mis compañeros de la academia sueca pretendan contrariarme, e incluso lo consigan, no conseguirán que dimita. Y si en el próximo año vuelven a desairarme, resistiré con una sonrisa melancólica.
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