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La deriva femenina, ¿una última astucia del varón?

La sociedad se afemina más y más cada día. El mundo entero está, eligiendo ser mujer. Con estos dos asertos más o menos textuales abre y cierra Vicente Verdú el artículo cuyo título se reproduce al comienzo de éste. Por fin, parece querer decir el autor, estamos, ahora sí, en plena posmodernidad. Menos mal. Ya era hora.Con despierta retina, perspectiva de vida cotidiana y afortunada voluntad de estilo, Vicente Verdú va diagnosticando -o narrando- los distintos fenómenos en los que se vislumbra o transparece tal afeminamiento. Ante todo, la diseminación de una sexualidad difusa y pervasiva, versátil o cambiante, cualitativa y negociada, gracias a la cual la vinculación -que ya no el amor- es sustituida por el ligue. En otros órdenes, política y cosmovisiones, desaparición -no más transgresión- de normas y reglas, confusión entre sentimientos e ideas, carencia de un sistema de categorías explicativas del mundo.

Los ámbitos -públicos ahora- en los cuales se visualiza y plasma, por así decirlo, esta feminización son, entre otros, espejeantes y diáfanas cafeterías, peluquerías y farmacias; ámbitos, pues, conversacional el primero y de cuidado, higiene y ornato del cuerpo -incluido el de los bebés- los últimos. Sígnicamente, esa afeminación se diluye en tonalidades y texturas -suaves, delicadas, sensuales- de superficies y revestimientos, en envolturas exteriores brillantes, leves y hasta quizá coquetamente seductoras.

El discurso de Vicente Verdú, de tono semiótico, posee ecos y resonancias provenientes de la psicología, de la sociología, de la antropología filosófica y, exagerando un poco la nota, incluso de la metafísica. En efecto, y sin necesidad de salir de España, en las publicaciones periódicas y culturales de los primeros decenios de entreguerras -El Sol, Revista de Occidente, registros documentales de época comparables hasta cierto punto al diario en que hoy colabora Vicente Verdú- se advierte también una irresistible curiosidad por lo masculino y lo femenino y, simultáneamente, un confesado recelo, cuando no aversión, por un fenómeno de signo opuesto al actual, la masculinización de la mujer, su alejamiento del centro de la feminidad, felizmente sólo de la mujer de letras y de una exigua minoría combativa: así, Gertrude Stein, Lou Andreas Salome, el círculo de amazonas airadas parisiense, por citar únicamente nombres o grupos de notables.

Por aquellos años, y en clave paraontológica, prestigiosos intelectuales, europeos y españoles, especulaban incesantemente sobre la esencia de lo masculino y, especialmente, de lo femenino, contraponiendo radicalmente y a veces exaltando -desde el orbe de lo vital- los valores propios de la mujer: alma, sentimiento, irracionalidad, erotismo como manifestación suprema de su naturaleza profunda, pasividad, subjetivismo, preeminencia del proceso de vivir sobre los contenidos objetivos y las ideas, Incapacidad de sistema... En suma, la eterna, deliciosa y caprichosa jugosidad y volubilidad femeninas frente al seco, intelectualista y normativo cartesianismo del varón.

Aquella amenazadora inquietud por la virilización de la mujer, perceptible desde luego en la moda y -lo que era más grave- en su anatomía, se vio corroborada en esos mismos años por la explicación psicosexológica -recibida con grandes cautelas

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y cauciones dentro de nuestro país- de los llamados estados intersexuales o intersexos, de una latente y potencial indeterminación sexual -principio de bisexualidad, diríamos quizá hoy- decantable y definible cronológica y, sobre todo, culturalmente en uno u otro sentido, pero con un amplio espectrode casos límite o fronterizos.

Entretanto, los escritores puros, los prosistas, trasladaban. a sus páginas de ficción modelos femeninos de rasgos, actitudes y comportamientos viriles, mientras determinados ensayistas detectaban la aproximación morfológica de los sexos, el abandono de la estética de la(s) curva(s) y la paulatina implantación en hombres y mujeres de lo recto y lo anguloso, del cuerpo atlético -andrógino-, propiciada en sectores muy determinados por el descubrimiento del ejercicio, compartido, del deporte.Por su parte, Ortega preconizaba por entonces también, en alguno de sus ensayos sobre el amor, las excelencias de la acción civilizadora de la mujer sobre el hombre, como en las madrugadoras y refinadas cortes provenzales del siglo XII. Tal vez por ello, a diferencia de hoy, con la sociedad civilizadamente afeminada, los espacios de fecundante e intimista feminización hubiesen de ser todavía, necesariamente, el salón aristocrático y, de puertas afuera, al aire libre, recién estrenado en España, los selectos campos de golf.

Una contradicción inherente -y declarada- a los pensadores de aquella época, la década de los veinte y los primeros treinta -Simmel, Ortega, Jung, Gregorio Marañón-, estribaba en que, paralelamente al descubrimiento de la maravilla de la mujer y al supuesto desvelamiento de su misterio -siempre sutilmente velado-, se reafirmaba y perpetuaba, ahora con estatuto teórico legitimador, salvo para una reducida minoría, el secular reparto de papeles: para ella, el hogar como recinto propio de actuación privada., la maternidad como destino, mujer para el hombre...

Hoy, en una sociedad al parecer masivamente afeminada, autosatisfecha de tal y con buena conciencia, el riesgo o la trampa podría, parecería poder acechar desde una perversa apropiación e internalización de lo tradicional y específicamente femenino por parte del hombre. Ciertos indicios nos llevarían a temerlo. La androginia, la homosexualidad., aquí, allá y ahora, tienen marca y cotización exclusiva y públicamente masculinas. La femenina, en contraste con la de ayer, vanguardia, acicate y desafio emancipador, es aún, comparativamente, a mi juicio, autoextrañamiento, silencio y margen.De hecho, al comienzo mismo de su artículo, Vicente Verdú sostenía que "la invasión de lo femenino" no era "un efecto de reivindicaciones represadas", sino, "más que una conquista de su parte, una rendición (subrayado mío) del otro". Suponiendo que ello fuese verdad, e invirtiendo ligeramente los términos, ¿no cabría pensar más bien en una dinámica de conquista del otro, de lo otro? Sería la última astucia del varón: hacer suyo, también, nuestro supuestamente privativo y único patrimonio.

Magda Mora es doctora en Filosofía.

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