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Tribuna:RELATO
Tribuna
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Inseguro está el ciudadano

Fernando Savater

-¡Papá, quiero sentarme delante! -Estáte quieto, niño, que no se puede._¿Por qué no se puede?

-Porque este señor no te deja.

-No es un señor, es un taxista. Voy a matarle con mi Parabellum. ¡Pum, pum, estás muerto!

-Estáte quieto. Qué asco de niño.

-¡Quiero ir delante!

-¿Le importa a usted que el niño se siente delante?

-A mí no, pero es que llevo el asiento ocupado.

El taxista muestra con gesto impaciente y educado un voluminoso abrigo negro en el asiento de su derecha. Mientras tanto, el niño da saltos y patadas en la parte trasera; cuando el chófer se vuelve un poco para preguntar el destino de la carrera, está a punto de sacarle un ojo con el cañón de su pistola automática de tamaño natural.

-¡Que te estés quieto, animal! Vas a hacer daño a este señor.

-Querrás decir a este taxista...

-Perdónele usted, es lo que ven en la dichosa televisión.

-No, si a mí no me molesta.

-¡Muere, perro! ¡Pum, pum!

-No ven más que atracos, violaciones, palizas... Los críos terminan convencidos de que en la vida todo se consigue a base de hacer burradas.

- Lo cual es bastante cierto, ¿no cree usted?

_Yo lo que creo es que debería haber más programas educativos.

-¿De qué tipo?

-¡Yo qué sé! Como La clave, pero para niños.

-Si es para niños podría llamarse El clavecín.

-Mientras siga Calviño, no hay nada que hacer.

_ ¡Y a mí que me cae estupendamente ese hombre! Yo le nombraría ministro del Interior, ya ve usted.

-¡Pum! ¡Que te mueras, taxista!

-¡Quieto, Rambo! Desde luego hay que ver lo que tienen ustedes que aguantar al cabo del día.

-Por lo que yo sé, peor es lo de los mineros de Asturias.

-¡Y cómo está Madrid! Si es que ya no se puede salir a la calle... Mire, ahí, en esa esquina, ¿lo ve usted? ¡Un travestí! Y luego vendrá Tierno a decimos que es menester ser lúdicos.

-Papá, ¿qué es un travestí?

-¡Un tío mierda, hijo mio!

-Ah, bueno, ya entiendo. Entonces le mato: ipum, pum!

-Imagine usted que se le sube en el taxi una tiorra de ésas...

-Pues le llevo a donde me pida y en paz.

-¡Menudo rato para usted!

-No crea, yo sólo le temo a las parturientas. Aquí donde ve este skay, ya me han roto aguas dos.

-Pero no me negará usted que la calle está imposible.

-Imposible, no. Un poquito inverosímil, nada más, pero a mí eso me resulta más bien simpático.

-Y si le asaltan a usted, supongo que también lo considerará algo muy simpático...

-¡Manos arriba! ¡Esto es un asalto! ¡Todo el mundo al suelo!

-Pues no, señor. Seguramente me sentará fatal.

-¿No le ha pasado nunca todavía?

-Nunca.

-Pues no sabe usted la suerte que tiene.

-Esa suerte se la debo a mi mujer, que es un ángel. Su cariño es el mejor amuleto contra todos los malos incidentes.

-Me conmueve usted. Pero yo no me fiaría. A todo el mundo que conozco le han asaltado ya dos o tres veces.

-¡Bang, bang! ¡Aquí llega Mike Hammer!

-¿Sabe usted quiénes son los culpables de todos esos atracos?

-Usted dirá.

-¡Pues los jueces, señor mío!

-No me irá usted a decir que los jueces, por la noche, hacen horas extraordinarias con la navaja...

-Eso no, sólo faltaría. Pero el ministro Ledesma les ha dicho que suelten a todos los delincuentes nada más se los ponga delante la policía. Así nos luce el pelo.

-Y si sueltan a los delincuentes nada más cogerlos, ¿por qué cree usted que hay tanto hacinamiento en las cárceles? Porque tengo entendido que están más llenas que nunca.

-Papá, ¿qué es hacinamiento?

-Si no te callas ni un momento, no entiendo lo que me dice este señor. Yo lo único que puedo decirle a usted es que la policía no da abasto.

-Y eso, fijese qué cosa, que tocamos a más policías por habitante o a menos habitantes por policía, como usted quiera, que cualquier otro país de Europa occidental.

-Es que aquí somos de lo que no hay. Por eso se necesita mano dura. Lo que yo digo: al chorizo a quien cojan robando un bolso de un coche, ¡tiro en la nuca!

-¡Así me gusta, papi! ¡Bang, bang!

-No todos los chorizos son tan malos, hombre.

-¿Cómo que no? ¡Pues vaya taxista más raro que me está saliendo usted!

-Es que no será un taxista, papi. Debe ser un señor, como tu decías.

-No me marees, hijo. De modo que a usted le gustan los chorizos y cree que hay que darles una beca por lo menos...

-Supongo que entre una beca y un tiro en la nuca debe haber algo. Un empleo, o algo así. Pero es que además algunos son hasta útiles. ¿No ha leído usted en el periódico que uno de ellos ayudó a la Policía Municipal para sacar a un niño de meses que se había quedado encerrado en un coche?

-Yo sólo leo el Abc.

-Pues entonces no me diga usted más. Por cierto, que la historia de ese rescate me recuerda un cuento que leí hace mucho. Creo que era de Edgar Wallace. Quizá lo conozca usted.

-No, señor, ni falta que me hace. ¿De modo que es usted también literato?

-Lector, nada más. Aunque en el taxi aprende uno tanto que si yo supiera escribir... El cuento que le digo era precioso.

-¡A mí no me gustan los cuentos! ¡Yo soy un lagarto de V! ¡Muérete!

-Se trata en realidad no de un chorizo cualquiera, sino nada menos que del rey de los ladrones. No hay caja fuerte, por sofisticada que sea, que pueda resistírsele. Abrir cajas fuertes invulnerables no es sólo un negocio para él, sino sobre todo un deporte, como la caza mayor. El inspector de Scotland Yard que le persigue prepara una emboscada. Uno de los más ricos magnates del país va a exhibir la colección de esmeraldas que acaba d adquirir y con tal motivo da una gran fiesta en su residencia. Este magnate es célebre por poseer una cámara acorazada dotada de todos los mecanismos de seguridad. Sólo puede ser abierta cada 24 horas y mediante complicadas combinaciones. El inspector de Scotland Yard está convencido de que el rey asistirá a la fiesta para intentar robar las esmeraldas y decide no perderse la trascendental velada. Resulta una recepción sumamente distinguida y la concurrencia no puede ser más selecta. En el momento más solemne, el magnate conduce a sus invitados hasta la bóveda, abre la enorme puerta de metal y comprueba, con doloroso pasmo, que las joyas han desaparecido. Consternación general. El inspector da orden de registrar a los invitados, pero está seguro de que no va a encontrar nada. El rey ha vuelto a ganar. En la confusión del momento, uno de los hijos menores del magnate, jugando, se introduce en la cámara acorazada. La puerta se cierra accidentalmente ante la impotencia aterrada del padre: nadie podrá abrir la puerta hasta 24 horas más tarde y en la cámara no hay aire más que para una hora. El niño parece condenado, pues en ese breve plazo no hay forma humana de forzar la puerta inexpugnable. Entonces, un elegante caballero, vestido de rigurosa etiqueta, se aproxima a la plancha metálica, tantea la combinación, pega su oído al bronce, mueve con delicada destreza sus largos dedos finos. Diez minutos más tarde, la cámara está abierta y el niño se reúne con sus padres. El caballero se acerca con discreta sonrisa al inspector de Scotland Yard y le dice: "Estoy a su disposición". El inspector responde: "No sé lo que quiere usted decirme, pero deberá esperar un poco. Durante el próximo cuarto de hora, voy a fumarme una pipa en la terraza". Cuando, acabada su pipa de la paz, el inspector vuelve a la sala, las esmeraldas sustraídas relucen entre las uvas del frutero y el distinguido caballero ha desaparecido.

-¿Sabe lo que le digo? Que por ahí no se va a ninguna parte. Bajo la Thatcher ese inspector de Scotland Yard no hubiera durado en su puesto ni un día más.

El taxi transcurre ahora por descampados en las afueras de la capital. El perezoso crepúsculo ha concluido y ya se franquea la noche.

-Debe ser por aquí, ¿verdad? Usted me dirá dónde tengo que parar.

-Pues aquí mismo. A ver, niño, pásame la pistola. ¡Anda, pero si resulta que es de verdad! Entonces habrá que aprovecharla. Para de una vez, taxista: esto es un atraco. Se te acabó la buena suerte.

-¡Otro al bote, papi! ¡Bang, bang!

El taxista va frenando lentamente, sin intentar volverse ni mostrar inquietud alguna. A su lado, el viejo abrigo negro rebulle y se hincha como una flor de espanto. Surge un rostro de los que no pueden faltar en ninguna buena pesadilla, ajado y furioso como la soledad forzosa, la boca de enormes dientes aguzados abierta en un aullido silencioso, los Ojos rojizos mineralizándolo todo con su amenaza. Como cabellos desbaratados se arremolinan en torno suyo serpientes pálidas. El taxista hace cortésmente las presentaciones:

-Aquí, mi señora. Ahí, la inseguridad ciudadana.

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