La derrota de un fiscal
LA DIMISIÓN o la petición de relevo -todavía oficiosa- de José Jiménez Villarejo como fiscal especial para la previsión y represión del tráfico de drogas, cargo para el que fue designado hace poco más de un año con bombo y platillo, puede servir de acicate para que la opinión pública cobre conciencia de los problemas que plantea en nuestro país la lucha contra las formas de delincuencia asociadas a la venta y consumo de sustancias tóxicas. Todo hace suponer que el fiscal Jiménez Villarejo -hombre de gran prestigio entre sus compañeros y ex presidente de la Asociación de Fiscales- ha arrojado la toalla sólo tras comprobar que las resistencias orgánicas o funcionales del Ministerio del Interior y la falta de suficiente respaldo por el resto del Gobierno vaciaban de sentido su labor y le convertían en un falso testigo de la situación. Si existían dudas sobre la escasa voluntad gubernamental para reforzar la autoridad del fiscal especial y concederle plenos poderes, el proyecto de ley orgánica de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, cuyo artículo 10 encomienda al Cuerpo Superior de Policía -y no al ministerio público- la iniciativa y la coordinación de las actuaciones contra la droga, las ha desvanecido definitivamente.La Memoria del fiscal general del Estado, presentada al inicio del año judicial, incluía un extenso resumen de las preocupaciones y de los temores del fiscal especial para la prevención y represión del tráfico de drogas. La lectura de ese texto pone de relieve las causas del descontento de Jiménez Villarejo. El fiscal señalaba que el factor determinante de la criminalidad drogoinducida no es el drogadicto -"tan fácil y emocionalmente criminalizado por ciertos medios de comunicación y las gentes poco avisadas"-, sino "el gran traficante anónimo que primero crea y luego explota la drogadicción". Los beneficios proporcionados por el siniestro negocio del narcotráfico, ramificado internacionalmente y situado en áreas protegidas de la sociedad, permiten a sus organizadores "entrar en competencia con los mismos poderes legítimos mediante la corrupción de sus titulares o servidores". El fiscal especial no habla sólo de España al denunciar el peligro de cohecho de funcionarios públicos, pero incluye a nuestro país dentro de esa amenaza. Porque el efecto criminógeno más grave de la droga reside en el "riesgo inminente" de que su comercio clandestino, consecuencia de su condición ilegal, "favorezca la consolidación de redes criminales con poder económico insospechado, siempre dispuestas a poner a su servicio, mediante prácticas venales de la más variada especie, a cuantos niveles de la Administración sean útiles para sus propósitos". En España, ese riesgo "se ha convertido ya, más de una vez, en lamentable y preocupante realidad".
Pero José Jiménez Villarejo no se limitaba a lamentar que la sociedad española haya tardado demasiado tiempo en cobrar conciencia de la magnitud de estos problemas y que la respuesta de la Administración haya sido "tardía, desigual y falta de una adecuada coordinación". Haciendo abstracción de otros instrumentos para afrontar la amenaza de la droga (educación básica para la salud, especial atención a los grupos de mayor riesgo, rehabilitación y reinserción de los drogodependientes), y circunscribiéndose a la acción punitiva contra su tráfico, ofrecía propuestas operativas. Parte sustancial de ellas era la institucionalización de la figura del fiscal especial, nacida como "destacamento personal y atípico" y la creación de una fiscalía especial con competencia sobre el territorio del Estado, limitada a la prevención y represión del tráfico ilegal de drogas y directamente dependiente de la Fiscalía General. A ese órgano correspondería la tarea dé 'dirigir, planificar y estimular la acción policial encaminada a la investigación del tráfico ilegal de drogas" y de "centralizar la información relacionada con dichas actividades". Las técnicas para el descubrimiento de la delincuencia financiera serían indispensables para llevar adelante con éxito esa lucha, Porque sólo el examen de las cuentas bancarias, el seguimiento de la circulación del capital por encima de las fronteras y el detenido estudio de las importaciones y exportaciones de determinadas empresas permiten detectar las grandes operaciones de tráfico de drogas".
El obstáculo con que ha tropezado el fiscal Jiménez Villarejo es la resistencia de sectores de la burocracia estatal a perder su oscura autonomía. A la vista del proyecto de ley de policía, parece evidente que el Gobierno no está dispuesto a confiar a esa hipotética fiscalía especial "la más perfecta y acabada coordinación entre todos los cuerpos y fuerzas de seguridad" ni a atribuirle como "instancia única" las tareas de conducir "la dirección real de la lucha contra el tráfico de drogas" y de centralizar toda la información que se obtenga. La experiencia ha demostrado que la coordinación antidroga no se consigue mediante "los meros contactos horizontales entre mandos de los diversos cuerpos policiales", sino a través de "la atribución del poder decisorio a un órgano que les esté supraordinado". La incapacidad del Gobierno socialista para reformar la Administración del Estado, especialmente visible y dramática en todo lo referente a los aparatos policiales, no es, pues, un tema menor. El desorden policial en el que nos ha metido el Ministerio del Interior seguirá condenando a nuestro país a ser un auténtico paraíso de los grandes traficantes internacionales de heroína. Y las noticias de que el propio ministerio abrirá una investigación sobre si hay policías que trafican con droga -una vez que la Prensa ha llamado la atención sobre estas sospechas- no mitiga este juicio. Pues ni las sospechas son de ahora ni es ésta la primera vez que se producen semejantes denuncias sociales. Luchar contra la droga implica devolver antes la credibilidad a la policía. Eso sólo es posible si se cambia a los gestores de una política impopular e ineficaz como la que padecemos.
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