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Tribuna:Dura crítica del teólogo Hans Küng a Juan Pablo II
Tribuna
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El cardenal Ratzinger, el papa Wojtyla y el miedo a la libertad / 2

Con el silencio de todos los errores y escándalos históricos y presentes se corresponde la doctrina atractivamente expuesta en el informe de nuestro prefecto de la fe:1. La Reforma protestante (comienzo de la decadencia moderna) el presentada con superficialidad teológica: se previene contra un masoquismo católico que se confiesa culpable con demasiada radicalidad y contra una protestantización (comienzo de la perniciosa modernización); Lutero tendría que ser condenado también hoy como hereje no católico, porque negó la infalibilidad de los concilios ecuménicos, menospreció la tradición y puso la autoridad del individuo por encima de la escritura y de la tradición (¿asumen los protestantes ahora cada vez más la protesta en lugar de dejársela a los católicos críticos?).

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2. La reconciliación ecuménica, no sólo con los protestantes, sino también con los ortodoxos y anglicanos, a pesar de toda la labor ecuménica realizada por la comisión a lo largo de casi dos decenios y de todos los documentos de consenso emanados de ella ("ningún acercamiento verdaderamente vital") queda aplazada para las calendas griegas: resulta ahora que los protestantes no tendrían pastores válidamente ordenados ni celebraciones eucarísticas válidas (por tanto, imposible la intercomunión con ellos), los ortodoxos rechazarían las prerrogativas del obispo de Roma (primado de jurisdicción e infalibilidad), y los anglicanos se han mostrado partidarios recientemente de objetivos tan poco católicos como la admisión a los sacramentos de los divorciados y casados de nuevo, la ordenación sacerdotal de las mujeres y otras aspiraciones problemáticas de orden teológico-moral. Por eso, Ratzinger llama sin rodeos a los protestantes a que vuelvan a la Iglesia católica romana apelando el carácter católico de la Biblia: "Pero la Biblia es católica... El aceptarla tal como está... significa, por tanto, entrar en el catolicismo".

3. La Edad Media (y el catolicismo bávaro) se aduce varias veces como ejemplo: "La gran tradición de los padres de la Iglesia y de los maestros del medievo fueron para mí más convincentes" (que la Reforma y la modernidad); los usos y concepciones medievales -no sólo indulgencias, rosario, procesión del Corpus y celibato, sino también la exaltación de María ("de María, nunca suficiente") apariciones de la Virgen (el oscuro secreto de Fátima) y la posición inferior de la mujer- son recomendadas de nuevo por Ratzinger como algo esencialmente católico.

4. Toda interpretación moderna de doerinas problemáticas de la Iglesia -desde los demonios y ángeles de la guarda personales y el pecado original, pasando por determinadas teorías sobre Cristo y la Iglesia, hasta los novísimos- es rechazada sin prestar la más mínima atención a los resultadso de la investigación histórico-crítica de la escritura y de. la historia de los dogmas (presuntamente siempre ideológicas), con una infundada apelación a la "unidad de la Biblia y la Iglesia" y a una tradición eclesiástica presuntamente unitaria, y de esta forma la escritura queda realmente despedida como norma crítica de la Iglesia y de la tradición posbíblica ("solo la tradición").

5. El Vaticano II, según Ratzinger, no ha traído apenas nada bueno, sino que con tantos caminos equivocados y peligrosos ha iniciado un "proceso progresivo de decadencia", contra el que el cardenal quiere hacer valer de forma integralista la catolicidad total e indivisa y una recentralización en Roma (y contra las conferencias episcopales). El hecho de que el número de sacerdotes, y lo mismo el de religiosas, haya retrocedido drásticamente (en la región del mundo con el índice de religiosas más elevado en relación al número de habitantes, el Quebec canadiense, entre 1961 y 1981 el descenso de las religiosas alcanzó el 44%, y el de nuevas vocaciones llegó al 98,5%) no lo atribuye Ratzinger, pongamos por caso, a la política misógina del Vaticano, sino al feminismo introducido en los conyentos, al psicoanálisis, la sociología y la teología política. ¿Cuál es el remedio contra la moderna emancipación de la mujer y teología. feminista, según Ratzinger? "María, la Virgen, enemiga de todas las herejías".

Restauración como programa

El redactor jefe de la revista católica, y no precisamente progresista, Herder Korrespondenz, David Seeber, ha analizado perfectamente el problema central del Informe sobre la fe, de Joseph Ratzinger (Süddeutsche Zaitung del 20 de julio de 1985): "Su rechazo estricto de todo lo que tiene la menor relación con el espíritu racionalista de la Ilustración permite reconocer rápidamente qué significa en realidad para Ratzinger la restauración como programa: una purificación del concilio y la Vida cristiana de todas las impurezas modemas que nacen con la Reforma y encuentran su expresión definitiva y falsificadora del cristianismos en la Ilustración...".

¿Adónde va a parar práctica y políticamente este Informe sobre la fe, con su exigencia preconciliar de catolicidad integral y de nueva centralización en Roma? A lo siguiente: el amenazado poder de Roma (= de la Iglesia = de Cristo = de Dios) sobre las almas de los hombres en el campo del dogma, la moral y la disciplina eclesiástica tiene que ser reforzado, según Ratzinger, con todos los medios (papalismo y marianismo juntos) y ser desarrollado de nuevo. Cuando este poder curial y su sistema romano dirigido centralmente estén asegurados, la Iglesia estará a salvo. Para ello no se necesitan sociedades democráticas corrompidas con libertades modernas. No; según Ratzinger, la Iglesia hoy sólo funciona bien de suyo en los Estados totalitarios del Este, donde sencillamente no se permiten nunca la pornografía, las drogas y demás. Si allí se le concediera a la Iglesia jerárquica un poco más de libertad para su predicación, sus escuelas, asociaciones y demás instituciones, y no se convirtiera ingenuamente el ateísmo en ideología del Estado, esos regímenes serían probablemente en el fondo más aceptables para la Iglesia que aquellos democráticos de Occidente que también el Papa censura constantemente (y en realidad no sin razón) a causa de su permisividad y consumismo. Con este motivo se acuerda uno de la simpatía del Vaticano, puesta de manifiesto en repetidas ocasiones, por regímenes católicos totalitarios y del concordato de Hitler (1933), que asegura, jurídica y financieramente todavía hoy, a la jerarquía católica su inatacable posición de poder en la sociedad alemana como Estado dentro del Estado. Por eso Ratzinger, frente a la última investigación histórica (G. Denzler), que ha probado con múltiples documentos el silencio pernicioso y la actitud acomodaticia del episcopado alemán frente al nazismo, cambia la función de la Iglesia presentando a ésta como una institución de resistencia, mientras que los protestantes sólo habrían ofrecido resistencia a nivel de personas individuales...

¿Qué queda, pues, de este Informe sobre la fe? ¿Son éstas realmente meras visiones privadas de un funcionario de la curia romana, que proyecta sus propios temores ante el mundo actual sobre la Iglesia como totalidad? No; este libro no merecería ningún comentario si no fuera precisamente una señal político-eclesiástica de primera categoría, si no se percibiera en él también la voz de su amo. Es, pues, una doble señal: señal de un pontificado que en siete años se ha metido cada vez más en un callejón sin salida y, al mismo tiempo, señal dirigida al próximo sínodo de obispos, que este otoño deberá prestar definitivamente juramento de fidelidad al curso romano.

Los siete años 'flacos' del Papa

Las buenas intenciones del Papa y su esfuerzo incansable en favor de la identidad y claridad de la fe católica tienen que ser reconocidos, pero no puede uno dejarse engañar por el espectáculo de los medios: en comparación con los siete años gordos de la Iglesia católica, que se corresponden con el pontificado de Juan XXIII y el Vaticano II (1958-1962), los siete años del pontificado de Wojtyla parecen más bien flacos: a pesar de tantos discursos y peregrinaciones muy costosas (con millones de deudas para algunas iglesias locales), apenas se han dado pasos de importancia en la Iglesia católica y en la ecúmene.

Juan Pablo II no era italiano, pero procedía de un país, que no había pasado por la Reforma ni la Ilustración; era el hombre que respondía perfectamente a las aspiraciones de la curia. Con el mismo estilo que los populistas papas-Pío, pero con un ropaje técnico completamente distinto, el antiguo arzobispo de Cracovia, que en el concilio no se había señalado en ningun aspecto, y en la delicada comisión de regulación de la natalidad (que por mayoría recomendó a Pablo VI liberar de conciencia en esta materia) se distinguió por su ausencia constante (políticamente bien calculada); este arzobispo dijo, como Papa con su irradiación carismática y su talento interpretativo ha dado, por fin, al Vaticano lo que pronto poseería también la Casa Blanca y lo que le. faltaba (al menos hasta hace poco) al Kremlin: el gran comunicador de masas, que con gracia y donaire, espíritu deportivo y gestos llenos de expresión simbólica sabe presentar como aceptable hasta la doctrina o práctica más conservadora. El cambio de clima que esto trajo consigo lo percibirían, primero, los sacerdotes que solicitaron su reducción al estado laical; luego, los teólogos, y poco más tarde, los obispos.

También para los admiradores aparece cada vez más claro cuál era desde el primer momento, pese a todas las aseveraciones verbales, la verdadera intención de este Papa: frenar el movimiento conciliar para la reforma interior de la Iglesia, bloquear la reconciliación ecuménica con las iglesias orientales, con los protestantes y anglicanos y sustituir progresivamente el diálogo con el mundo moderno mediante el ejercicio unilateral de la instrucción. Signos del cambio de clima: a Juan XXIII se le hace responsable del desmoronamiento del poder de la curia tras el concilio y, en consecuencia, apenas se le nombra. Se intenta, en cambio, la beatificación del Papa de la infalibilidad, tan discutido en muchos aspectos.

No hay duda: el Vaticano II es afirmativo enfáticamente por Juan Pablo II, lo mismo que por Ratzinger. Pero ambos piensan, frente al antiguo espíritu del concilio, en el verdadero concilio, que no significa ningún comienzo nuevo, sino que expresa sencillamente continuidad con el pasado. Los pasajes conservadores del histórico Vaticano II, exigidos por el grupo de la curia (la nota praevia sobre los privilegios. papales fue formalmente impuesta al Concilio por Pablo VI), son interpretados, cuando hace al caso, en sentido decildamente retrospectivo; en cambio, los nuevos principios epocales que miran al futuro son omitidos en puntos fundamentales:

- En lugar de las palabras programáticas del Concilio, de nuevo las consignas de un renovado magisterio autoritario.

- En lugar del aggiornamento en el espíritu del Evangelio, de nuevo la famosa doctrina católica tradicional.

- En lugar de la colegialidad del Papa con los obispos, de nuevo un riguroso centralismo romano.

- En lugar de la apertura al

mundo moderno, cada vez más acusación, lamento y denuncia de la supuesta acomodación.

- En lugar de ecumenismo, de nuevo acentuación de todo lo estrictamente católico-romano.

- Ya no se habla de la distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católico-romana, entre la sustancia de la doctrina de la fe y su ropaje histórico-lingüístico, de una jerarquía de verdades.

Aquí el Vaticano no nada como un mero corcho sobre las olas de una corriente conservadora de ámbito mundial. No; el Vaticano hace una política muy activa, y respecto de América Central y América Latina, en perfecta consonancia con la Casa Blanca, como manifestó públicamente el propio presidente Reagan. Y sin preocuparse en absoluto de la decepción y frustración de la base: también las aspiraciones más moderadas intracatólicas y ecuménicas de los sínodos alemanes , austríacos y suizos (han trabajado durante años con mucho idealismo y alto gasto de papel, tiempo y dinero) son informadas negativamente sin ningún fundamento por una curia autocrática; pero se acepta sin más, ¿a quién le preocupa ya eso? El número de los que van a la iglesia, de bautismos, de matrimonios canónicos sigue bajando sin cesar...

El juridicismo, clericalismo y triunfalismo romanos tan duramente criticados por los padres conciliares celebran ahora, a pesar de todo (cosméticamente remozados y modernamente revestidos), sus mejores tiempos: sobre todo, en el nuevo derecho canónico (CIC), que contra las intenciones del Concilio apenas pone límites al ejercicio del poder del Papa, de la curia y de los nuncios; en cambio reduce la importancia de los concilios ecuménicos, a las conferencias episcopales les reserva tareas meramente consultivas, a los laicos sigue poniéndolos en total dependencia de la jerarquía y, por lo demás, se desentiende constantemente de la dimensión ecuménica. Además, durante las frecuentes ausencias del Papa, su curia convierte este derecho eclesiástico en una política absolutamente práctica mediante una serie de nuevos documentos, disposiciones, requerimientos e instrucciones: desde decretos sobre todo lo divino y lo humano, hasta la recusación altamente ideológica de la ordenación de las mujeres; desde la prohibición de la predicación de los laicos (incluidos todavía los colaboradores o colaboradoras que han hecho estudios teológicos) hasta la prohibición a las mujeres del servicio de monaguillos en el altar; desde ataques directos de la curia a las grandes órdenes religiosas (elección del general de los jesuitas, estatuto de los carmelitas, visita inquisitorial a las congregaciones americanas de religiosas) hasta los conocidos procesos doctrinales contra teólogos.

Difícilmente se habría creído posible en los días de Concilio: la Inquisición, que constantemente cambia su nombre (ahora se llama Congregación para la Doctrina de la Fe) y en parte también sus métodos (ahora emplea un tono más moderno, diálogos de información y acciones entre bastidores), pero poco o nada sus principios (procedimientos secretos, negación de conocimiento de actas, de asistencia jurídica y de apelación; la misma autoridad es parte acusadora y juez); en una palabra, la Inquisición está de nuevo en todo su apogeo, funciona, sobre todo, contra los teólogos de moral americanos, los teólogos de dogma centroeuropeos y los teólogos de la liberación latinoamericana y africanos. En cambio, se fomenta por todos los medios el Opus Dei, organización secreta española, mezclada en bancos, universidades y Gobiernos, reaccionaria desde el punto de vista político y teológico, que presenta también rasgos contrarreformistas medievales y ha sido liberada por este Papa, que ya simpatizaba con ella en Cracovia, de la tutela de los obispos.

Así, la cadena de contradicciones no termina nunca: se habla constantemente de los derechos humanos, pero no se practica ninguna justicia frente a teólogos y religiosas; se protesta enérgicamente contra la discriminación social, pero dentro de la Iglesia se practica discriminación con las mujeres; se publica una larga encíclica sobre la misericordia, pero en la práctica se es inmisericorde con los divorciados y los curas casados (cerca de 70.000, de los cuales sólo en Alemania 7.000), y así sucesivamente. También en este aspecto, años flacos.

Más discordia que misericordia

Sobre el provecho de los viajes papales se ha informado ampliamente en los medios de comunicación y no debe ponerse en duda el valor positivo para muchas personas en particular y para determinadas naciones. De los innumerables discursos, invitaciones y celebraciones litúrgicas habrán emanado sin duda muchos impulsos espirituales. Pero ¿para la Iglesia vista en su totalidad? ¿No han despertado en muchos países los viajes papales grandes esperanzas de resultados tangibles, que luego han quedado defraudadas desgraciadamente? ¿Se convirtió en alguno de los países visitados algo importante en una realidad mejor?

En relación con su propia patria polaca, el Papa ha sobreestimado notoriamente sus posibilidades para cambios políticos reales: ahora tiene que contemplar impotente cómo el entusiasmo del país se ha transformado en resignación general. En Europa Occidental y en Estados Unidos, la polarización y los antagonismos en la Iglesia entre los que en nombre del concilio miran al futuro y los tradicionalistas se han acentuado y recrudecido en lugar de haberse superado; este Papa, con frecuencia, no cura las heridas, sino que pone sal en ellas, provocando muchas veces sin pretenderlo más discordia que concordia. Es cierto que una censura vaticana perfecta impide de antemano la mayoría de las veces que el Papa pueda abordar en sus viajes los verdaderos problemas del clero y del pueblo; sencillamente, no va a escuchar, sino a enseñar. Pero cuando se enfrenta con problemas no censurados (como en Suiza y, según pudo ver el mundo, en Holanda), entonces se pone de manifiesto cuán poco tiene que decir realmente el magisterio ante las necesidades más perentorias de los hombres y de quienes les atienden espiritualmente. Esto se ve con especial claridad en todos los problemas que afectan de modo particular a la mujer. Contra la mujer moderna, que busca una forma de vida en consonancia con los tiempos, libra este Papa una lucha que parece una caza de fantasmas: desde la prohibición de la contracepción y del servicio de ayudantes en la misa hasta la de la ordenación sacerdotal de las mujeres y de la modernización de las órdenes religiosas femeninas. Pero no hay que engañarse: el problema de la mujer se convertirá cada vez más en piedra de toque de este pontificado.

La tercera y última parte del artículo de Hans Küng se publicará en la edición del próximo lunes.

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