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La atrofia del lenguaie jurídico

El lenguaje de la calle, con su acelerado dinamismo, actúa como motor de transformación de todos los lenguajes. Supone una continua incitación, una propuesta de cambio permanente, y todo organismo que se pretenda vivo ha de consumir esa savia que se reproduce casi siguiendo los ciclos estacionales de la naturaleza. De ahí su renovación constante, su carácter de fuente inextinguible.Todos los cuerpos sociales, de manera más o menos renqueante, se aprovisionan en el lenguaje de la calle, tratando de no que darse atrás en ese necesario proceso de avance y adecuación. Por supuesto, el lenguaje literario mantiene unas relaciones vampíricas con la calle, y gracias a esta avidez el lenguaje cotidiano va adquiriendo carta de naturaleza, realidad participativa, institucionalización y, a partir de ahí, un cierto grado de decadencia, como un calco del propio acontecer biológico. Algunos estamentos no son capaces de seguir el pulso estimulante de la calle. Mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre el lenguaje de la clase política, su pauperismo, su escasa calidad expresiva. A pesar de los esfuerzos evidentes de los políticos españoles por incorporar a su lenguaje la vitalidad y la fresca vigencia de lo que sucede en el entorno cotidiano, estas anexiones no son fructíferas ni enriquecedoras porque el esquema en el que se insertan es excesivamente cuadriculado y anémico: el habla viva llega a esta tela de araña y queda atrapada en ella sin posibilidad de recreación. Al político español suele faltarle cultura, inocencia y fantasía.

Hay, sin embargo, otros estamentos de la vida social, tradicionalmente dominados por el inmovilismo, que han sabido dar un salto hacia adelante gigantesco, cubriendo en años un desfase de siglos. Tal es el caso de la Iglesia católica a partir del Vaticano II. Su famoso aggiornamento fue sobre todo lingüístico, perceptible no sólo en el empleo de las lenguas vernáculas en los oficios religiosos. El lenguaje eclesial, ciertamente, sufrió una transformación vertiginosa, y aunque no lograra ponerse del todo al día, en ciertos aspectos rozó el nivel de la calle, en el sentido de que el mensaje consiguió una estimable capacidad comunicativa. Es posible, no obstante, que el pertinaz trabajo del papa Wojtyla logre retrocesos considerables en esta y en otras esferas. Basta recordar el lenguaje de la excomunión para sentir como inminente el peligro regresivo.

Y así llegamos al modelo paradigmático de lenguaje atrofiado. Me refiero, claro es, al lenguaje jurídico. La institución jurisdiccional vive en tantas cosas inmersa en el siglo XIX (leyes, procedimientos, conceptos) que no es de extrañar que su código expresivo mantenga una parálisis de catastróficas consecuencias. El lenguaje jurídico ha querido permanecer voluntariamente al margen en el remanso del tiempo, anclado, inaccesible como un jeroglífico, y ello es producto de una decidida vocación de anquilosamiento ante los conceptos de justicia y su aplicación práctica. No es casualidad que los procedimientos judiciales, las nociones de represión, rehabilitación, culpabilidad, etcétera, atraviesen la historia con pocos cambios sustanciales y siempre tardíos, como si el mundo permaneciera estático. Sin duda, los especialistas en la ciencia jurídica estimarán que se ha avanzado cuantiosamente, incluso al compás de las transformaciones históricas. Pero una ojeada a la situación actual nos muestra el inmenso desfase entre la institución jurisdiccional y la realidad cotidiana, entre el lenguaje jurídico y el lenguaje de la calle: el saldo en conjunto es verdaderamente desolador.

"Las palabras están enfermas", dijo Wingenstein. En el caso del lenguaje jurídico, las palabras son frutos que nacen ya secos, inservibles para una función de tanta repercusión social

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La atrofia del lenguaje jurídico

Viene de la página 13como es la de administrar justicia.

Bertold Brecht escribió en su poema A los hombres futuros lo siguiente: "No se puede hablar de los árboles porque esto supondría callar sobre mucha gente que sufre". Cabría extrapolar la idea e interpretar que la palabra árbol aparece como un término jurídico contrapuesto a la realidad gozosa y doliente de la vida. Y es que el lenguaje jurídico, que parece hacer gala de su anquilosis, resulta ser una vieja falsilla sobre la que se escriben palabras muertas de tan repetidas, cosificadas, en poco significadoras del mundo que vivimos: pertenecientes más bien a una entelequia de caracteres fáraónicos. Esta utilización de las palabras conduce a un lenguaje jeroglífico, como si estuviéramos en el orden de los símbolos.

Otrosí podría servirme de lo expresado por Karl Bühler sobre la lengua del pueblo fáraónico, para decir que el lenguaje jurídico "no son sólo documentos en piedra y papiro", sino que también se refiere "a ciertos fenómenos y procesos de la vida social de entes ajenos a nosotros, de los cuales hay que suponer que funcionan como nuestras señales de trato humano". La metáfora, extrema, nos recuerda la distancia existente entre los mundos de la realidad y del lenguaje jurídico. La situación es inquietante: dicho lenguaje oscurantista sería desdefiable si no fuera porque su mensaje comporta sentencia, decisión; es decir, altera las condiciones de nuestras vidas.

El lenguaje jurídico, como todo lenguaje, es inseparable del ámbito que trata de significar. Por eso las reformas de la institución jurisdiccional, en su más amplio sentido, poco pueden valer si no comportan una reforma del lenguaje. O, dicho de otro modo, mientras no cambie el lenguaje jurídico, no podrá hablarse de un auténtico cambio en la administración de la justicia.

¿Qué profundo Vaticano II habrá que convocar en España para que esto suceda? ¿Hay una voluntad cierta y vigorosa de remover las entrañas jurisdiccionales para que el hombre de carne y hueso no sea el simple objeto de una envoltura lingüística a interpretar por los peritos en jeroglíficos?

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