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Yo soy el responsable de la aventura del 'Azor'

Importa conocer las circunstancias para explicarse la reacción. A primeros de agosto me encontraba en Concepción, Chile, entre amigos de la oposición democrática, pronunciando una Conferencia sobre las nuevas señas de identidad del socialismo europeo. Uno de los puntos de mi disertación consistió en diferenciar el socialismo cientificista que se apoya en una determinada filosofía de la historia, de aquel ético que ha terminado por prevalecer. Lejos de poseer una teoría global del desarrollo de las sociedades contemporáneas, basada en una cosmovisión de la historia y de la naturaleza, los socialistas de nuestros días, con ideas científicas, filosóficas y religiosas muy distintas, concuerdan únicamente en postular unos mismos valores de libertad, igualdad y solidaridad social como criterios orientadores de su acción política. Al abrirse el diálogo, un interlocutor me preguntó por el modo de articular mi fundamentación ética del socialismo con las vacaciones del socialista González en el Azor.Uno ya está acostumbrado a las más peregrinas preguntas, convencido, eso sí, de que todas tienen más meollo del que suelo percibir en un primer momento, pero, aparte de que para el filósofo una conducta individual no invalida nunca una teoría, aunque sí para el resto de los mortales, me pareció el ejemplo tan inverosímil, no por razones éticas, que no competen, sino por simple buen gusto y una mínima prudencia política, que negué rotundamente que el presidente del Gobierno español se hubiera paseado precisamente en el Azor. Conté algunos infundios que sobre su persona habían corrido en el pasado, haciéndose eco la Prensa. El público pareció quedar satisfecho: una vez más comprobaba que había que desconfiar de la Prensa chilena, que, por lo menos en lo que respecta a la política interna, no se caracteriza por su veracidad.

Unos días más tarde, al llegar a Buenos Aires y dar un repaso a la Prensa española, que no había leído en casi un mes, tuve que asimilar, como lo habrá hecho cada español a su manera, la anécdota del Azor. Si me hubiera llegado recostado en la playa y por un medio confiable, tal vez no la hubiera dado la menor importancia: un fallo lo tiene el más pintado y sobre gustos no hay nada escrito. En el ambiente en que recibí la noticia -tanto condiciona el medio social- la rechacé como inconcebible; una vez informado, lo que en el fondo me mortificaba es que me hubiera atrevido a negarla en público con tanta contundencia. En estas últimas semanas no he podido evitar darle mil vueltas a asunto tan nimio, empeñado en encontrar una explicación satisfactoria. He aquí el hilo de mis reflexiones, por si sirven a algún lector al que el suceso también haya sorprendido o desazonado.

Difícil imaginar que el presidente y sus colaboradores más cercanos no se hubieran percatado de la significación de un paseo en el Azor, sabiendo que, lamentablemente, en política los gestos repercuten más que la gestión. Había que eliminar, por lo pronto, todas las hipótesis que se fundasen en no haber percibido la importancia de un acto que, por gratuito y de no demasiado buen gusto, ni siquiera se hubiese planteado sin razones políticas de peso. Porque nadie podrá suponer en serio que el ejercicio del poder obnubila de tal forma que pueda resultar atractivo acoplarse a las formas de vida que impone la dignidad del cargo. Uno conoce los esfuerzos de algunos fatuos por imitar conductas que se suponen propias de la cúspide social; pero las gentes que están en el candelero de la moda poco o nada tienen que ver con las elites que, por la calidad de su trabajo o preeminencia intelectual, articulan a la sociedad, marcándole la dirección. Si las elites políticas, económicas, intelectuales, se dejasen tentar por las pautas y comportamientos del señoritismo parasitario, arreglados estábamos. El tema de la peculiar relación de las elites y el resto de la población en España ya ocupó en muchas ocasiones a Ortega, pero lo habíamos -dado por cancelado.

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Eliminada la sospecha de que el suceso ocurriera por inconsciencia, al no saber valorar el impacto que necesariamente tenía que producir -ni los enemigos más acérrimos del presidente se atreverán a atribuirle tanta torpeza-, sólo pude atisbar dos posibles mdtivos: o bien había accedido al ruego de persona lo bastante querida e influyente para hacerle pasar el mal trago de embarcarle en el Azor -la biografía de Felipe González da testimonio del malestar que debió sentir al cumplir tan penoso deber-, o bien habría que detectar las razones políticas que subyacerian en viaje tan pintoresco.

Al intentar identificar al estrechísimo círculo que podría tener interés en el paseo y, además, valimiento bastante para llevar al

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presidente a comportarse de forma tan opuesta a origen, educación e ideología, los indicios se centraron en una persona que, por estar por encima del presidente, resultaba especialmente atractiva, pero que hubo que excluir inmediatamente al tomar en consideración la prudencia, tacto y, sobre todo, no intromisión en cuestiones de la política diaria, de que ha dado prueba hasta la fecha.

No quedaba otro remedio que indagar las causas políticas de comportamiento aparentementetan extraño. Pero, ¿cómo explicar con argumentos políticos las cortas vacaciones de un presidente socialista en el Azor? ¿Qué podría pretender con gesto tan llamativo y a primera vista tan perjudicial? Uno, modestamente, ya había ofrecido elementos para construir lo más parecido a una explicación, pero lo que me aturde es que los hubiese publicado en este mismo periódico el último 3 de julio, pocas semanas antes del viaje de marras. Al preguntar por las causas de la popularidad del presidente, señalaba que una de las más eficientes probablemente consistía en que este Gobierno del cambio no hubiera cambiado nada esencial, dejando intactos, pero remozados, a la sociedad y al Estado que se fraguaron en el franquismo. El éxito de los socialistas se cifraría en vender lo viejo presentado con las nuevas envolturas de lo europeo, lo progresista y lo democrático. "En el fondo nada tranquiliza tanto como comprobar el orden eterno e inmutable de las cosas, al percibir que los jóvenes revolucionarios reproducen conductas y palabras de los que detentaron el poder antes que ellos".

Nunca me he hecho muchas ilusiones respecto al ascendiente del intelectual sobre el político, y ninguna en lo que concierne al que haya podido ejercer un servidor, aunque amigos tan cariñosos como mal informados me hayan citado alguna vez como un ideólogo -qué terrible palabra- de los socialistas. Cierto que algo he escrito sobre el tema, pero no recuerdo que en estos últimos años un compañero con responsabilidad en el partido haya tomado en consideración una sola idea de las publicadas. Y, itate!, acostumbrado a no recibir respuesta al guna, de pronto me descubro el único responsable del nefasto paseo en el Azor. El lector comprenderá toda mi tristeza y desánimo. Porque a ver qué otra explicación cabe dar a compor tamiento tan contrario a la mentalidad y trayectoria del presádente que el comprensible afán de consolidar su populari dad, remozando el viejo orden social y apuntalando el carco mido aparato del Estado, que naturalmente incluye hasta los utensilios materiales más inser vibles. ¿Acaso no soy responsable de haber escrito que el cambio comporta riesgo, inseguridad y desorden, mientras que la continuidad tranquiliza, sobre todo si se presenta con un nuevo ropaje?

En el empeño de mostrar la continuidad con el pasado, el traspiés consistió en traspasar el ámbito simbólico -el Azor no es sin más un bien público deteriorado, sino un símbolo del franquismo- revelando de repente nuestra verdadera identidad: entonces gritamos todos los españoles al unísono, hasta aquí podíamos llegar. Pero quién iba a pensar que, agobiados por la dura carga del poder, pasaría inadvertida la diferencia entre la continuidad real y la necesaria ruptura simbólica.

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