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Un proyecto a la espera de presupuesto

Pocas experiencias son tan patentes para el que ha vivido algún tiempo fuera de nuestro país como la de sentir y ver la imagen, a todas luces desdibujada, del mismo. Desde las negras descripciones de los viajeros románticos hasta la España de charanga y pandereta, pasando por los innumerables reparos de tipo político de años atrás, la imagen de nuestro país en el exterior ha venido definida por toda una serie de tópicos, deformaciones e impotencias. Ha faltado hasta ahora un fuerte e inteligente proyecto político que avive y encienda en toda su verdad esa imagen.Pero uno se pregunta cómo pudo ser así cuando años atrás, a la hora de recortar brutalmente los Presupuestos Generales del Estado, los de las relaciones culturales con el exterior eran precisamente los primeros en sufrir el tajo de los rigores gubernamentales. La cultura española, y más concretamente la proyección de la cultura española en el exterior, era un tema del que perfectamente se podía prescindir. Parecía con ello que nuestras esencias interiores e históricas quedaban al margen de la imagen que de nosotros se pudiera tener fuera de nuestras fronteras. A pesar de ello, los institutos de cultura española siguieron luchando por esa buena imagen contra viento y marea, en condiciones deplorables y a pesar de que en los distintos departamentos de español de las universidades extranjeras proyectar una película de Buñuel o promocionar la conferencia de un escritor español fuera toda una labor de titanes.

Hoy día tiende a avivarse todo este tipo de centros irradiadores de cultura, pero los grandes presupuestos que debieran responder a grandes proyectos siguen constituyendo un reto. Tiende también a desaparecer, cada día más, el sentido festivo y folclórico de nuestra cultura en el extranjero, pero aún es mucho el camino por recorrer. Todos estos proyectos de esperanzado futuro tienen su marco más prometedor en un país como Estados Unidos, en el que la lengua castellana ofrece un crecimiento natural, al margen de cualquier tipo de programación. Primero, porque en ese crecimiento participan intensamente otras culturas -la latinoamericana fundamentalmente-, y luego, porque de forma imparable -al menos en algunos de sus Estados- el bilingüismo anglo-hispánico tiende a ser toda una realidad en un futuro más o menos lejano.

Todas estas ideas nacen al hilo de la celebración en el Middlebury College, de Vermont, de una Semana de Cultura Española, un proyecto piloto lleno de promesas en el que las instituciones españolas y las propias universidades pueden desempeñar en el futuro un papel primordial. El Middlebury College tiene en su haber el ser uno de los primeros viveros del hispanismo. Allí, nombres como los de Ángel del Río, Francisco García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Francisco Ayala -la lista sería interminable-, fueron conformando nuestra cultura en sus prestigiosos cursos de verano. Y lo fueron haciendo en un medio extraño, de fuertes raíces francófonas, lleno, por tanto, de dificultades. Por los bosques de las Greens Mountains, de Vermont, anda también -como un símbolo- el espíritu del, propio Federico García Lorca, que allí haría una escapada en su primer viaje a América, de frutos poéticos tan copiosos y que en uno de los edificios del campus tiene su mejor permanencia y recuerdo.

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Al contrario que vista desde España, la problemática de la cultura española en Estados Unidos no es tanto de medios económicos cuanto del fomento de proyectos y de apoyo a una realidad lingüística. Allá se dan los medios y las buenas intenciones, pero falta librar a nuestra cultura de algunos de esos tópicos y clichés a que antes hacía referencia. Que un especialista universitario norteamericano en literatura española termine sus estudios sabiendo todo de Quevedo, Galdós o Juan Rulfo -por citar al azar tres ejemplos-, pero sin tener una panorámica global de nuestra literatura, de las distintas culturas peninsulares y de nuestra realidad sociológica más esencial, sigue siendo una situación a perfeccionar.

Pero es indudable que el gran paso lo deben dar nuestras instituciones, especialmente a través del esclarecimiento y del fomento de nuestra cultura, tan desvirtuada en unos casos por el desinterés y por los prejuicios políticos del pasado, y en otros, por simple desinformación o abandono. En las universidades de Brasil, de Japón, de Senegal -recuerdo especialmente a estos tres dispares países porque de ellos me han llegado testimonios de primera mano-, el interés por la enseñanza del español es una marea que no cesa, y son cada vez más numerosas las generaciones de alumnos que acrecientan y fecundan ese interés. Sin embargo, algo sigue fallando, ese algo que, como he dicho, es un amplio proyecto de ampliación y de revitalización de nuestros institutos de cultura en el extranjero; proyecto que -todos lo sabemos muy bien- depende de esa partida presupuestaria siempre regateada a la Dirección General de Relaciones Culturales.

Como las instituciones británicas o francesas en el extranjero, las españolas también podrían ser algún día no sólo focos irradiadores de nuestra cultura, sino -dado el creciente y numerosísimo alumnado- un simple y llano negoció para la Administración española. No sé, por ejemplo, si alguien se ha parado a pensar en lo que supondría para la cultura española la creación de un potente y vigoroso instituto español en una ciudad como la de Nueva York.

Con las verdes aguas del río de Middlebury ha discurrido en el pasado y discurrió en estos días la cultura española con naturalidad. Pero aún hay que borrar muchos tópicos, aumentar la información veraz, quitar esclerosis a la enseñanza; aún hay que avivar muchos manantiales y corrientes para que la cultura española, en sus distintas lenguas, modalidades y matices, tenga la resonancia exterior que se merece y para que España deje de ser para algunos norteamericanos ese país sugestivo que, aproximadamente, está situado entre Puerto Rico y algún oscuro país latinoamericano.

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