Orense
Quisiera ser Manhattan, sus edificios tienen vocación neoyorquina, y los innumerables sótanos que abren sus compuertas a la noche portan orgullosamente nombres con genuino sabor americano. Pero el insobornable y caprichoso nomenclátor la llama Orense, y quizá no ande del todo descaminado, pues pocas provincias hay en la Península tan cosmopolitas como ésta, por inevitables compromisos migratorios.Los soportales de Orense son una parodia de calle mayor de pueblo y, como tales, acogen los paseos ritualizados de los jóvenes. Ninfas acrílicas apenas adolescentes minishortean los escollos de la travesía, afrontan con indiferencia las miradas lascivas, escuchan sin pestañear las mayores obscenidades y, ajenas al peligro, lamen golosamente sus helados o devoran sin tasa espurias hamburguesas y exploran indiscretas los sombríos recovecos, las grutas acolchadas donde acechan bronceados macarras predadores.
Todos están de paso, los minúsculos apartamentos se llenan y vacían con celeridad. Romances apresurados. Relaciones que cronometran implacables relojes digitales. Pasiones que sanciona la tarjeta de crédito. Vicios homologados por señoritas de alto standing.
En las mañanas, procesión de amas de casa con idénticas bolsas que portan el reclamo de grandes almacenes y muchachas en flor con la nariz pegada al cristal de las boutiques, pulcros oficinistas que juegan a ejecutivos y, como contrapunto, la fría realidad de las magistraturas de trabajo, instaladas en un inhóspito edificio de falsos mármoles.
Orense cumple eficazmente su función. Restaurantes de comida rápida, burgers, pizzerías, cafeterías de plato combinado y mantel individual, refectorios para empleados en celo y también confortables bodegones.
Durante el día, Orense guarda las espaldas de la Castellana, a estas alturas especialmente desolada. A través de inesperados vericuetos, escaleras sin sentido, plazas sin nombre y túneles recónditos se unen las dos calles y crean un barrio mutante, sin vecinos, sin niños, sin hogares, lugar de paso, enclave fronterizo que no escapa, pese a sus velos de modernidad, de la degradación cotidiana: Crece la entropía, los muros se llenan de graffitis obscenos, se funden los neones, y anónimos artistas practican el décollage arrancando a tiras los posters.
Bajo esta urbe ficticia transcurre vertiginoso el tráfico rodado, parkings monstruosos abren sus fauces, y se vislumbran solares, descampados, incongruentes terraplenes, tierra de nadie circundada por las moles de las altivas torres sin ventanas, fanales de cristal opaco que preservan de las miradas hostiles las interioridades del capital, el vientre de Moloch.
Más tarde cambia la decoración, y cuando las primeras sombras se desploman y las luces comienzan a guiñar con gesto cómplice, son otros los que acuden a la llamada y se sumergen en las profundidades de la piedra, en las grutas horadadas en el subsuelo, para exhibirse en las Pistas de baile o acechar a sus improbables presas parapetados tras un whisky.
De toda esta caterva de discopubs y clubes, de antros y garitos, destaca sin escándalo un bar llamado Rita, dedicado al recuerdo, consagrado a la imagen de Gilda, Rita Hayworth, presente en todas partes, multiplicada en todos los espejos, representada a través de una nutrida selección de fotos, algunas a tamaño natural, enmarcadas en muros, techos y rincones.
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