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Los madrileños de Conejo

Cuando don Álvaro María de Conejo y Conejo llegó a España se instaló en Madrid y apenas se movía. Esto de no moverse era deliberado y no casual. No es que Conejo no tuviera que moverse, sino que no se movía porque no quería, porque estaba persuadido de que si cambiaba de lugar se le iban a falsear las percepciones. Y es que el problema de Conejo, una vez instalado ya en Madrid, fue ante todo estilístico.Conejo había rodado mucho por el mundo en sus años mozos. Y ya en la madurez había llegado a persuadirse de que para escribir bien hay que estar quieto y siempre muy atento. Más aún: estaba convencido de que para escribir bien hay que ser, o llegar a ser, de un sitio fijo. Y ese sitio -¿por qué no?- podía ser Madrid.

Todo lo tenía, pues, Conejo a punto allá en septiembre de 1977. Viéndole de lejos, asomado a la ventana de su casa, o dando, a través de San Hermenegildo, los buenos días a su vecina en bata que sacudía la alfombra, o paseando por la calle de Carranza, o sentado en la glorieta de Bilbao, parecía un pescador de.cafia. Sólo que los madrileños no picaban. Ni Madrid, en realidad, tampoco.

De tanto esperar y de sentarse y cebar el anzuelo y beber vino, Conejo engordó mucho. Y llegó un día en que se volvió cosa y los madrileflos ya no podían verle de una sola vez, sino que para verlo tenían que irle dando vueltas, corno a una fuente, o a un circo, o a una estatua ecuestre. Esta situación mejoró mucho, sin duda, las relaciones de Conejo -que como buen Conejo era nervioso y muy asustadizocon los madrileños, sus vecinos: Conejo no podía capturarlos, pero ellos, en cambio, se le acabaron sabiendo de memoria. Y así se fue Conejo acostumbrando a ser examinado, rodeado, comentado, cagado por pajarillos y palomas, incluido en guías de Madrid y, en general, querido aunque por partes.

"¿Qué le pasa, don Álvaro, se ha enfadado usted, que lleva 15 días sin venir?", le preguntaban en el bar cuando faltaba. Todo era pequeñísimo. Y los sitios más próximos, la Puerta del Sol, la glorieta de la Iglesia, la plaza de las Cortes, se le volvieron extrarradio y pura lejanía. "Pronto o tarde -decía Conejo entre sí- acabarán picando". Y leía con envidia los artículos y los libros de sus colegas, periodistas, novelistas y poetas, que con la mayor facilidad y un espléndido desparpajo hablaban de Madríd mañana, tarde y noche. El problema seguía siendo estilístico.

Enue los madrileños y Conejo había, por lo visto, una vaguada insalvable. Y es que Conejo, con ser un animalillo instintivo y listo, se había equivocado al principio. Conejo había creído que Madrid, con tantos nombres de heróicos madrileños y madrileñas ilustrando sus plazas y, sus calles, requería una perspectiva literaria heróica. Un relato de paz épico-heróica. Y la verdad es justo lo contrario: Madrid es el lugar de la comicidad galopante. Por eso los madrileños tienen fama de no picar nunca y ser guasones. Por eso don Alvaro María de Conejo, a pura fuerza de seriedad y buenas intenciones, estaba cogiendo el rábano por las hojas.

La clase de atención y de quietud que se requiere para percibir lo cómico es todo lo contrario de lo inmóvil. Es un reposo móvil, una percepción siempre, cambiante, una atención flotante, casi desatenta. Por eso la cosificación de Conejo y la conspicua ausencia de madrileños y Madrid en sus escritos era el impecable resultado lógico de un estilo equivocado. Percibir lo cómico es ver crecer la hierba. Por eso la primera parte de la vida de don Alvaro María de Conejo, que se titula De Madrid al cielo, es un curiosísimo fracaso. La situación no es desesperada, sin embargo. Al final, siempre los Conejos guardan las apariencias y las salvan.

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