Cardenal Cisneros
Que a tan severo personaje corresponda vía de tanto ajetreo tabernario es broma que suele repetirse con cierta frecuencia en el callejero madrileño, y si no, que se lo pregunten a don José de Echegaray.Cardenal Cisneros es como el patio trasero de Fuencarral, que a estas alturas se viste con los neones del cinematógrafo. Los espectadores, antes o después de la función, suelen refugiarse en este laberinto de mesones falsamente rústicos, decorados con ristras de ajos, hogazas artísticas, tinajas y jamones en forma de estalactitas.
Hermano bastardo de la taberna, el mesón sintetiza los horrores mobiliarios del llamado estilo castellano, confunde lo burdo con lo popular y reivindica la grasa, la boina y la garrota, frecuentemente entronizada, entre cencerros y aperos de labranza, con una inscripción que dice: "Libro de reclamaciones" o "Si no pagas, me descuelgo".
Uno de los establecimientos pioneros del barrio es el Mesón del Paleto, edificado sobre una tasca que ganó justa fama con una extraña especialidad gastronómica, los cangrejos al twist, así llamados porque se retorcían al ser escaldados a la vista del público. Por supuesto, este sádico ritual se perpetraba con legítimos cangrejos ibéricos y no con esa variedad mutante americana de monstruoso aspecto y carnes insípidas.
Tras el éxito del Paleto, los mesones ganaron la batalla a las tabernas hasta dar a la calle aspecto de calle mayor de una Feria del Campo en la que las diversas provincias estaban representadas por símbolos totémicos como el mejillón, el chorizo de la olla o el pescaíto.
En la esquina de la calle de Hartzeribusch -otro severo prócer metido a tabernero- estuvo hasta hace unos años El Casino, feudo de don Alejandro del Peso y Blázquez, conocido como El Anarquista, creador de unas judías con perdiz de persistente recuerdo. Don Alejandro, que nunca echó una cuenta sobre el papel, sumaba de memoria y aquilataba el precio final en función de los recursos que barruntaba en sus comensales. Le acompañaba Carlos, un camarero de boina permanente y poblados mostachos, invitado o anfitrión en todas las rondas que servía, dispensador de créditos y conversador infatigable. Detrás del mostrador de zinc, un chaval, o mejor dicho, varias generaciones de chavales, aprendieron el oficio de escanciar de la frasca con un ágil movimiento de muñeca varias docenas de chatos, que aquí se llamaban tintas. A veces se unía al personal como camarero honorario Salomón Uribarri, escultor en tubérculos petrificados, procedimiento milenario que había aprendido en sus fantásticos viajes. Salomón había sido buhonero, trotamundos, hermano lego de un convento, y, por supuesto, era poeta, como solía demostrar recitando con voz campanuda una composición que había leído a los frailes cuando decidió volver al mundo y abandonar la congregación. Sólo recuerdo que empezaba: "Monasterio de gorrones...".
Nostalgias aparte, aún quedan en esta calle y en sus inmediaciones algunos establecimientos visitables, como La Giralda, veterana freiduría andaluza de ambiente taurino, o el Mesón del Pobre, museo de lo cutre, antología del kitsch y trabalenguas en el que los sólidos y chorreantes bocadillos reciben denominaciones como suegra, nieto, cualquier cosa o no sé qué comer. El Pobre, mesón honrado y económico, posee entre sus alicientes unos dibujos murales de una sordidez indescriptible y patética.
Por lo demás, los mesones están siendo sustituidos a pasos agigantados por fromageries, croissanteries, tarteries o tortilleries dispuestas a establecer nuevos récords de mal gusto y peor digestión, aunque entre las novedades también existan excepciones como El Cardenal, un restaurante que afortunadamente parece rendir más homenaje a Richelieu que al enérgico y austero prelado español a cuya advocación está encomendada la calle.
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