Algo se mueve la URSS
Es la Unión Soviética un país donde no ocurre nada, donde nada puede ocurrir? Así lo afirma Cornelius Castoriadis en su artículo Cinco años después (*), tras constatar que, desde la caída de Jruschov, en 1964 no se ha acometido allí ninguna reforma seria. En ello ve la prueba de que el sistema soviético no es reformable, ya que nadie está interesado en reformarlo. Sin embargo, partiendo de la misma constatación en lo que respecta a la era brezneviana, Gorbachov parece llegar a una conclusión diametralmente opuesta: la URSS, que ha ido aplazando los cambios necesarios, ya no puede diferir más su vencimiento so pena de declinar como potencia industrial.El ejemplo de los otros países del mismo tipo, desde China hasta Hungría o la RDA, le ha demostrado con evidencia que las reformas de gestión son rentables económicamente, y no es de extrañar que Mijail Gorbachov y su equipo lo tengan en cuenta. Desde luego, la URSS no es ni China ni Hungría, y no hay indicios de que el nuevo dirigente del Kremlin quiera o pueda inspirarse automáticamente en sus modelos. Por otro lado, aún es demasiado pronto para proclamarle segundo Jruschov, y personalmente no creo que la buena voluntad de un secretario general del PCUS baste para transformar su sociedad.
Sin embargo, contrariamente a Castoriadis, me consta que en la URSS, incluso en período de inmovilismo político, ocurren muchas cosas. La clara disminución del crecimiento económico durante los 10 últimos años, acompañada de una distribución cada vez más desigual de la riqueza, ha marcado profundamente la vida so cial de los soviéticos, generando fenómenos que ya han conducido al desarrollo de una especie de sociedad civil que se rige por sus propias leyes, en total contradicción con el modelo existente del Estado-partido y de su ideología.
Para ilustrar el desfase -y la contradicción- entre los discursos oficiales y la realidad social, nada mejor que la aparición y la multiplicación de los chabachniki, trabajadores independientes que, aprovechándose de las proverbiales deficiencias de los servicios y del no menos proverbial déficit de mano de obra, no se conforman ya con el trabajo negro en casas particulares, sino que acaban organizándose en brigadas que contratan directamente con las empresas que tienen dificultades y les imponen sus condiciones, cobrándoles cinco veces más que los obreros normales. El estado legal de los chabachniki es problemático, puesto que en la URSS se da por supuesto que todos tienen un trabajo fijo y que, obviamente, las empresas no tienen derecho a pagar a los unos cinco veces más que a los otros por un trabajo similar. No obstante, Izvestia, órgano gubernamental soviético, acaba de proclamar hace unos días que de ningún modo se puede luchar contra estos trabajadores contractuales, dada su inestimable, aportación a la economía nacional. En resumen, sin reforma económica alguna, las actividades de los soviéticos se diversifican y escapan cada vez más al control del Estado. Reducir estas transformaciones del sistema al problema de la corrupción, como tiende a hacer la Prensa oficial, denota, cuando menos, cierta ingenuidad. Castoriadis, por su parte, simplemente las ignora, lo cual no es mucho mejor.
En tiempos de Breznev, la URSS aceleró asimismo su integración en el mercado mundial, pero sería un error deducir de ello que la aportación de bienes extranjeros haya servido solamente y sobre todo al complejo económico-militar soviético; en realidad, esos bienes han estimulado los apetitos de consumo, largamente reprimidos, de gran parte de la población, a la vez que han introducido elementos suplementarios de diferenciación social. Los magnetoscopios japoneses, los zapatos italianos o los panties franceses no siempre están al alcance de todos los bolsillos, si bien todos aspiran a tenerlos y modelan sus gustos, hábitos y conductas a partir de esas aspiraciones y no de los valores, cada vez menos sólidos, de la doctrina oficial.
Este contraste entre el sentido común de la gente, que deriva de su práctica social, y el ritual del Estado-partido quizá no conduzca, a corto plazo, a un cambio global del sistema, pero siembra un profundo escepticismo hacia él, privándole sin duda alguna del apoyo popular, para sus tentativas de movilizaciones civiles o militares. La sociedad soviética no es suficientemente compacta, ni está por fortuna lo bastante fanatizada como para apoyar una política de aventuras que Castoriadis atribuye a esta "estratocracia" militar que, según él, gobierna en la URSS, exaltando las ambiciones dominadoras de los soviéticos.
DISCOTECAS Y "ROCK"
Un lector de Castoriadis que se imagine a los jóvenes soviéticos exaltados por la potencia de su Ejército invencible se sorprendería al descubrir en Moscú que lo que les apasiona sobre todo es el rock´n roll, las discotecas o la moda occidental y que sitúan a las carreras castrenses -según todos los sondeos de opinion- muy bajo en la escala de sus preferencias, muy por detrás de las de profesor, escritor, poeta y médico. La alta jerarquía militar -al igual que la jerarquía política- sigue teniendo muchos privilegios, no cabe duda, pero para llegar a ellas hay que recorrer un camino muy largo, poco rentable y que, por consiguiente, no encandila a los ambiciosos. Las carreras intelectuales o comerciales, en la distribución o en los servicios, ofrecen muchas más ocasiones de enriquecerse rápidamente y de darse a la buena vida.
Ya se ha escrito mucho en Occidente sobre el surgimiento de esta amplia clase media soviética, dada la ostentación con que exhibe sus signos externos de riqueza. Lo que se dice menos es que estos ricos se sienten alienados políticamente y no sien ten la menor gratitud hacia el régimen. No comparan su situación con la del pasado ni con la de las capas más pobres de la población, sino con el nivel de vida superior de sus equivalentes occidentales, fácil de conocer porque el antiguo telón de acero ya no existe y cinco millones de extranjeros visitan la URSS cada año. Humanamente comprensibles, estas actitudes se traducen en una avalancha de cartas críticas en la Prensa y en la práctica extinción de la literatura destinada a glorificar el socialismo real. Si aun subsisten algunos escasos creadores especializados en ese género, esto es más bien debido a sus funciones oficiales que a sus convicciones. El grueso de la producción soviética lo constituyen obras que describen sin contemplaciones la realidad cotidiana y las relaciones interpersonales de esta sociedad desencantada. Diremos, de paso, que desde hace dos años los responsables de la producción cinematográfica prefieren desertar los certámenes de Venecia y de Cannes antes de ver premiadas películas inconformistas.
Gracias a la punta del iceberg que constituyen el arte o el correo de los lectores son también más fáciles de comprender las reivindicaciones de los medios científicos con motivo del reciente debate sobre informática, o las de los ingenieros, que el propio Gorbachov acaba de evocar, prometiendo revalorizar sus salarios y sus condiciones de trabajo. Así pues, la persistencia de la penuria no ejerce un efecto calmante, como cree Castoriadis, en la mente de los soviéticos; lo que hace, únicamente, es agravar los fenómenos negativos que caracterizan a todas las sociedades industriales y que en la URSS adoptan una forma específica, especialmente peligrosa.
Los datos que suministra la Prensa oficial sobre el deterioro de todas las relaciones interpersonales o sobre el aumento espectacular de la criminalidad -sobre todo entre los jóvenes- son impresionantes. Y la insatisfacción generalizada no se traduce únicamente en recriminaciones recíprocas de ambos sexos en torno a los temas de: "Cuál es el origen de las malas esposas" y "por qué ya no hay en la URSS hombres auténticos". Acabo de leer hoy mismo en la Literaturnaia Gazeta la historia sumamente ejemplar de un estudiante modelo de 19 años, buen deportista, que hablaba perfectamente inglés, no llevaba jamás pantalones vaqueros (sic), pero, quien, para mejorar sus ingresos y hacer regalos a su novia, obligaba a las mujeres ricas -comerciantes, según su propia definición- a entregarle en un ascensor, bajo amenaza de una navaja de afeitar, sus pendientes u otras joyas de oro. Convencido de que sus víctimas ni siquiera irían a denunciarle, llevó su botín a una tienda estatal de lo más oficial que se encarga de la reventa de joyas de ocasión, donde un miliciano-vigilante le detuvo inmediatamente. La justicia soviética, siempre muy severa, le ha condenado a ocho años de cárcel, pero el estudiante modelo no ha sentido, sin embargo, el menor remordimiento. Persiste en creer que su acto no era moralmente reprensible.
PREGUNTA RETÓRICA
En este contexto de crisis resulta sumamente extraña la pregunta retórica de Castoriadis "¿quién desea que haya reformas en la URSS?". De uno u otro modo, la inmensa mayoría de los soviéticos ansían las reformas, lo cual no significa que tengan ideas claras a este respecto. Al verse impedidos de expresarse libremente y de tener un mínimo de vida asociativa, conocen mal los mecanismos de fondo de su sociedad y, por consiguiente, no pueden expresar más que verdades subjetivas y parciales.
El pensamiento social -que tampoco brilla por su impulso en Occidente- difícilmente puede florecer en el terreno soviético, más propicio, a la germinación de las nostalgias campesinas y otras ideas anacrónicas. Así pues, es inútil buscar, incluso en los escritos críticos de los soviéticos, proyectos muy elaborados de transformación de su sociedad; no cabe duda de que en este punto Castoriadis tiene razón. Pero no puede dejar de tener consecuencias el desarrollo de una conciencia crítica en amplias capas de la población en el momento en que llega al poder una nueva generación que no está marcada por los recuerdos de una represión indiscriminada. Lo más probable es que la evolución que se perfila no corresponda a los esquemas que hemos conocido en otras sociedades, pero eso no significa en absoluto que no deba interesarnos o que la observemos de lejos con, escepticismo.
"La URSS no es un planeta aparte y no puede permanecer indiferente a lo que sucede en los demás países", declaraba recientemente el académico Yerchov, a la vez que pedía la introducción de la enseñanza de la informática en las escuelas y la difusión, a la manera occidental, de los ordenadores personales. Se ha salido con la suya, porque, para Gorvachov, la necesidad de modernizar la economía está por encima de cualquier consideración sobre los riesgos políticos secundarios.
Pero el llamamiento del académico es asimismo válido para otros muchos terrenos. Hoy día las ideas circulan más fácilmente que en el pasado, y, a pesar de la censura, los soviéticos conocen, en líneas generales, nuestros debates, realizaciones y esperanzas. Incluso en la difícil fase en que se encuentra actualmente la izquierda occidental, están surgiendo en la URSS grupos eurocomunistas o eurosocialistas o pacifistas independientes. No querría sobrevalorar su importancia, pero estoy convencido de que si la izquierda lograse reafirmar una nueva hegemonía en la batalla ideológica en Occidente, sus análisis y sus valores beneficiarían en gran medida a un amplio sector de opinión soviético que está buscando a tientas una tercera vía. Además, esta especie de ósmosis ideológica se desarrollaría con mayor facilidad en una situación de distensión internacional, y los oponentes soviéticos, de todas las tendencias democráticas, son los primeros en desearla.
UNA GUERRA CARA
Por todo ello, la hipótesis de Castoriadis sobre el papel dominante de la "estratocracia" militar en la URSS me parece poco plausible y políticamente paralizante. Para demostrar que el Ejército soviético es superpotente, cita en Cinco años después sus hazañas en Afganistán, que no se prestan en absoluto a esa interpretación. Dice que al controlar las grandes ciudades y los ejes de comunicación, los soviéticos han triunfado allí donde antaño fracasaron todas las potencias imperiales. Pero olvida que Afganistán, desde hace muchos años, pertenecía a la zona soviética y que desde 1978 estaba gobernado por un régimen totalmente adicto a Moscú.
La intervención militar en apoyo de ese régimen no sólo no lo ha fortalecido, sino que además ha tenido por resultado una guerra interminable que a la URSS le cuesta muy cara y no le aporta nada. El propio Gorvachov acaba de reconocer que no puede haber una solución militar al problema afgano. No cabe, pues, transformar los fracasos soviéticos en victoria únicamente con el fin de demostrar que la URSS está condenada a una "huida hacia adelante" de sus dificultades en el expansionismo militar. La realidad de este país, sumamente compleja, se caracteriza, en efecto, por innumerables dificultades, pero de ningún modo puede reducirse a una ecuación tan unilateral, porque en última instancia eso conduciría a desear una carrera armamentista que sería fatal tanto para el Oeste como para el Este. Por mi parte, veo en ello el peor peligro para la evolución interna que lentamente se perfila en el horizonte soviético.
Véase EL PAIS de 19 de mayo de 1985.
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