Augusto Figueroa
Afluente del Barquillo, clavada en el corazón de un barrio de secular contumacia en el desenfreno, venéreo o libertario, pocas calles hay en Madrid que acumulen, en tan escasos metros, tantos méritos y tantos alicientes.Cuna de aguerridos chisperos y laberinto de inquietantes esquinas, en esta zona concurren, a lo suyo, camellos y gay, ácratas y flamencos, putas, macarras y modernos, que, hermanados por sus sospechosos trapicheos, deambulan como sombras expectantes, al anochecer, en busca de sus paraísos artificiales.
No hay más que mencionar las calles que confluyen en Augusto Figueroa para que el oído capte resonancias de los siete pecados capitales: Pelayo, Barbieri, Libertad, nombres famosos en la crónica urbana que une la cultura con los sucesos, el sexo con la política y la droga con las gambas a la plancha.
La mínima calle de Válgame Dios, con su recoleta bodega, parece una visión de otro tiempo, casi rural, a pocos metros de la vorágine; pero es que el barrio, en horas diurnas, recupera sus hechuras tradicionales; abre el mercado de San Antón sus acogedoras fauces y las tascas preparan sus mostradores para el tapeo.
En Augusto Figueroa destacan dos establecimientos de merecida fama: la Cervecería Santander y El Comunista, restaurante económico camuflado bajo la etiqueta de Tienda de Vinos, en otro tiempo refugio de intelectuales disidentes de barba mendicante y pantalón de pana, y artistas de las variedades. En Santander se ofrecen para llevar o consumir in situ, en pequeñas porciones, las lorenas, versión autóctona de la quiche lorraine, y junto a la cerveza de barril, escanciada según los cánones, los parroquianos se deleitan con huevos al serrin, empanada, mejillones rellenos y gran variedad de aperitivos por encima de toda sospecha.
Frente a Santander estuvo El Armadillo, uno de los pubs pioneros de la nueva hornada, música de los sesenta y bisnes clandestinos, delirios alucinógenos y muermos opiáceos. Algo más arriba, en la otra acera, donde la calle forma una L y se estrecha para desembocar en Hortaleza, en un destartalado desván, se fraguaron los cimientos de la niu uei y el punk madrileños. De aquí salieron los fanzines de Premama (prensa marginal madrileña), MMM y MMMUA; aquí creó Fernando Márquez, El Zurdo, inquieto polígrafo adolescente, su grupo Kaka de Luxe Alaska no había cumplido 15 años y aún no conocía los secretos de la peluquería y el maquillaje, pero aprendía a afilar sus uñas y su lengua en las reuniones de la cofradía.
Ya antes había sido Augusto Figueroa capital del pop, fábrica de ídolos, laboratorio de un alquimista francés de mefistofélica barba que sacó de su redoma a un grupo de fantasmas, Los Bravos, único conjunto español que obtuviera el número uno en las listas de USA y el Reino Unido, aunque fuera con cantante alemán, composición británica, músicos no menos anglosajones y producción del genial Alain Milhaud que tenía su peculiar oficina sobre los cuarteles de otra compañía discográfica de signo muy diferente, Belter, adicta a las esencias del nacionalfolclorismo.
Canarios, Bravos y Pop-Tops, todos de la cuadra de Milhaud, visitaban con Massiel y Manolo Díaz este extraño piso de la Compañía Fonográfica Española, decorado como un coqueto burdel parisiense de principios de siglo con algunas concesiones a la psicodelia.
Testigo de estas maniobras premodernas en la oscuridad, la calle de Augusto Figueroa ha presenciado también uno de los mayores crímenes urbanísticos de la historia reciente de la ciudad, la desaparición, vía serpiente inmobiliaria, del Pasaje de la Alhambra, pintoresco rincón andalusí en las entrañas del foro, destruido con premeditación y alevosía para construir sobre su tumba el único edificio que rompe la armonía de la calle con sus bastardas estructuras.
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