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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Gatos, gatos y gatos y más gatos...

Este nuevo capítulo de La arboleda perdida comienza en el momento de levantar el vuelo en viaje Madrid-Roma-Moscú. El último que hice a la Unión Soviética también partí de Madrid. Iba acompañando a Nuria Espert, en gira para representar la obra de García Lorca Doña Rosita la soltera. Creo que era en el mes de noviembre. Hacía bastante frío, pero no aquellos 30 grados bajo cero de mi primer viaje al país de los Soviets, a finales del año 1932, cuando ya a mi regreso a Alemania Hitler acababa de subir al poder, desencadenando una de las más violentas represiones de la historia.Ahora, la más preciosa de las azafatas repite sus monótonas y desganadas instrucciones para tal vez salvar la vida en caso de que el avión se incendie o caiga al mar o al fondo de algún abismo terrestre.

Reparten los periódicos. Yo escojo EL PAIS. Lo único que me atrae y maravilla en este número es el rescate del tesoro que llevaba el galeón español Nuestra Señora de Atocha, naufragado a comienzos del siglo XVII -hace hoy ya más de 300 años-, con otras nueve embarcaciones, en el estrecho de Florida, muriendo más de 550 marinos.

Cuando me duermo, entre la música sorda de los motores, oigo poblárseme el sueño de lingotes de plata, monedas de oro, bandejas, cubiertos, lujosos candelabros y otros restos del desaparecido galeón... Un botín que el gran buscador de tesoros, el norteamericano Mel Fisher, tendrá que distribuir en parte entre los asociados de la Treasure Salvors. Cuando me despierto, lo hago ya bajo la orden de abrocharse el cinturón, pues vamos a aterrizar dentro de breves minutos en el aeropuerto de Roma, en donde la temperatura veraniega es de 32 grados. En Madrid, ayer, llegamos cerca de los 45.

Entro en mi barrio. Pero mi esquina -Garibaldi y Lungara- del Trastevere sigue igual, es decir, peor que nunca. Las motos están aparcadas casi sobre las mesas del Bar Settimiano. Los autos, más numerosos y desordenados que en ninguna ciudad del mundo, parecen subir, como superpuestos, a los primeros pisos de las casas. Estoy en Roma, peligro para caminantes más que nunca. Se habla a gritos, como siempre, en mi esquina. Sobre ellos atraviesa una voz que llama largamente: "¡Marioooo!". Es un nombre repetidísimo en toda Italia.

Ahora aquí, en el Trastevere, trepan, aparecidas en estos últimos años de mi ausencia, las más verdes y tupidas enredaderas por los muros, formando variadas lagunas y ojos entre el color siena tostada romano y el de las trepadoras, creando así una movida y contrastada visión en las paredes trasteverinas, a lo largo de todo el primer tramo en pendiente de la calle Garibaldi. También han crecido árboles espontáneos, algunos ya muy altos, y por el día, al nivel de las aceras y a la puerta de algunos negocios, se ven macizos de dondiegos rojos, que han de abrirse en la noche, perfumándola suavemente. ¡Roma, Roma' Siempre me sigo preguntando, pero ahora con acento más definitivo: "Cuando me vaya de ti, / ¿quién se acordará de mí?". Pero sí, estoy seguro de que se acordarán. Yo sé bien que no soy ni Goethe ni Stendhal, pero sí un poeta andaluz que supo introducirse en la voz romanesca del gran Gioachino Belli y la prolongó por el alma de las calles, callejones y plazas del inmortal Trastevere.

Ahora pasa una carrozella, con su cabeceante y lujoso caballito, camino seguramente de su cuadra en el Vicolo del Mattonato. Me levanto. Quiero andar, en medio de este sofocante fuego que sube del asfalto y aprieta la respiración, hacer un recorrido entre los estallantes oleandros -adelfas-, las densas sombras de los árboles del lungotevere y el negro concentrado de los pinos. ¡Roma, Roma! De pronto, muda y fascinante como un cuerpo que, aunque provocativamente tangible, se posee al mismo tiempo que casi se rechaza, porque hay algo también muerto, como drogado, en esta maravillosa ciudad, de luces nocturnas casi agonizantes como velones, farolas de diluidos verdosos mortecinos.. Muchos bares populares del Trastevere los cierran a las doce y media, o antes, y la vieja alegría bullanguera y casi napolitana de sus calles, con la gente sentada tomando el fresco en los portales, se hunde en una semioscuridad, evocadora de otra época en que la falta de alumbrado era propicia para toda clase de robos y de crímenes. Se nota, se comprueba, con tristeza, que hay muchos menos gatos que antes. A esos extraños y misteriosos dioses de Roma los están exterminando, y las ratas tienen más libertad para salir a prender su cena en las inmemoriales montañas de basuras de todos los rincones. ¡Roma, Roma! Hay que ir a consolarse a las barandas de los puentes del Tevere, para mirar el río de reflejos inmóviles, a esa misma hora en que las barcas y las peniches del Sena resbalan llenas de vida fluvial por los canales de toda Francia.

Mi edad de oro del Trastevere fue cuando con Vittorio Bodini, gran poeta, hispanista y mi extraordinario traductor, me hacía entrar en las viejas tabernas de la noche para que le explicase la clave real de cada poema de mi libro Sobre los ángeles, desentrañándole el sentido oculto, directo, de las neblinas que los hermetizaban. Siempre le contestaba con evasivas o prometiéndole vagamente explicarle alguna vez la realidad que latía por debajo de cada poema. Pero nunca lo hice. Sólo hubo una noche en que le expliqué la trágica historia que había encerrada en el poema titulado Los ángeles crueles. Se quedó pensativo y desconcertado cuando le conté que yo iba a cazar con mi hermano, a la madrugada, en El Puerto de Santa María, pájaros con red, cosa que está rigurosamente prohibida, y que como era imposible entrar en El Puerto con tanto pájaro vivo, yo era el encargado de matarlos uno a uno estrujándoles los sesos con los dedos, llevándolos, luego, escondidos dentro de mi amplia blusa marinera. En ese poema se expresan los tremendos remordimientos que aquella acción criminal me dejaron para toda la vida. Vittorio Bodini murió en Roma, con poco más de 50 años, lejos, muy lejos de su "tierra amarga del Sur", aquel lejano Sur que centraba su bella y rara poesía.

Pero, de pronto, veo venir a Carlo Quattrucci, es decir, se me aparece, pues dejó de existir hace ya varios años. Hay en el Travestere una calle, larga y estrecha, que se llama Vía de¡ Riari, en la que el fondo, sobre un garaje con unas grandes terrazas que se, asoman a los árboles del Jardín Botánico, hay varios estudios para pintores. Allí tenía yo uno, pequeño, pared por medio del de Carlo Quattrucci. Carlo era un buen pintor, con el que publiqué varios poemas míos contra el franquismo, ilustrando grabados suyos. Carlo tenía éxito. Hacía grandes exposiciones con un galerista que le compraba su obra en marcha. Pero Carlo se fue deprimiendo, más que nada por cuestiones familiares. Bebía mucho, muchísimo. Siempre me lo encontraba en el bar Settimiano ante un vaso de whisky. Lo veía cada vez más abatido y desmejorado. Un día se cortó la barba. Otro día perdí aquella visión que tenía de él bajando del fondo de la Via del Riari, con su chaleco rojo, camino del bar. Otro día supe, así, de pronto, que había telefoneado a su hermana diciéndole que se iba a suicidar y que podía escuchar los disparos. Ese mismo día llamó a varios periodistas para que se presentasen en su. estudio, a las tres de la tarde, pues les quería mostrar los cuadros de su próxima exposición. Cuando los periodistas acudieron a la hora señalada por Quattrucci, Carlo Quattrucci yacía sobre un sofá de su estudio con varios disparos en la frente y la pistola aún en la mano. Los que nos enteramos de la inesperada noticia acudimos allí inmediatamente. Yo no quise subir a verlo. Como tampoco tuve el valor de dedicarle unas palabras en el cementerio, a donde me resistí a ir. Carlo Quattrucci había dejado un cuadro que representaba su suicidio. Se ve que vivía obsesionado por él. Era un buen amigo extraño. Y al lado de una temática casi siempre trágica pintaba de cuando en cuando flores y raros paisajes.

Un gato, salido de no se sabe dónde, rayo con pelos, atraviesa entre los automóviles la Vía Garibaldi, perdiéndose por la de La Scala. Es el primer gato que veo en el barrio, pues aun en la noche casi ninguno hace ahora su aparición entre los restos de comidas arrojados por las trattorias y restaurantes. Repito y compruebo la desaparición alarmante de los gatos en Roma. Antes, bajo la ventana de mi cocina, desde la que se ve una oleada rítmica, y en diferentes planos, de pálidos tejados maravillosos, dábamos de comer todos los días a más de 20 gatos de todas las edades y tamaños. Las tiernas, y a la vez feroces palomas, descendían de los tejados altos y chimeneas a mezclarse entre el agitado gaterío para aprovecharse de la comida. Siempre observé a los gatos deseosos de merendarse una paloma. Pero éstas los amedrentaban a sacudidas de aletazos, que los gatos recibían sorprendidos. A Baudelaire le hubiera entusiasmado aquella escena. Aunque más le hubiera divertido, quizá, ver una jauría de perros sacados los ojos por los gatos. Pero en mis tejados no queda ni uno. Ya no escucho desde mi cuarto su desgarrado y doloroso amor, lleno de maullidos y silencios impresionantes. Eran batallas nocturnas, crispadas de celos y ensañadas persecuciones, a veces todo presidido por una pálida luna asombrada, mientras los millones de ratas romanas apretaban su terror en las cañerías rotas o en las bocas calladas de las alcantarillas. Ahora he visto, alguna vez, salir ratas de ellas y atravesar, tranquilas aunque sigilosas, la calle, en la pausa impuesta por algún semáforo a los automóviles, yendo a buscar algo que les interesaba en el cordón de la acera de enfrente, volviendo, veloces, a la boca de donde habían salido. ¿Qué será de Roma sin sus gatos? Creo que a cada habitante de la Santa Urbe le corresponden no sé cuántas docenas de ratas. Desde hace tiempo, durante mis últimas y breves permanencias en Roma, me he soñado comido por las ratas, anidadas las cuencas de los ojos por los ratones. Yo miro y miro ahora desde la ventana de mi cocina y sólo veo siempre esa alta oleada de tejados inmóviles, sin aquella atropellada gracia de los gatos que corrían saltando, audaces, sin peligro, de las cornisas a los balcones, de los balcones al filo de las terrazas, para tomar su puesto a la hora de la comida. ¿En dónde se hallan hoy? ¿A dónde se llevaron a todos aquellos decorativos y maravillosos que poblaban el Foro Republicano, en el centro de Roma, coronando columnas y capiteles, sentados sobre los pórticos caídos, entre la maleza de todo aquel embarandado recinto, desde donde la gente de la calle y los asombrados turistas contemplaban cómo, sobre todo las caritativas ancianas, los alimentaban, llenas de ternura y devoción, tirándoles atinadamente la comida? Me dijeron que a muchos los habían llevado al Teatro Marcello, pero allí no pude notar que hubiesen aumentado, sino que estaban los de siempre, algunos enfermos de los ojos, y recibiendo el alimento diario de mano de sus protectoras ancianas.

En el mes de mayo de 1943, el ministro dé Agricultura, fascista, decretó que los gatos vagabundos no se alejasen más de 500 metros del lugar en donde habitaban. Pero en 1959 el ministro de Agricultura, ya del Gobierno democristiano, redujo la distancia a 200 metros, es decir, que los pobres gatos romanos perdieron con el advenimiento de la democracia 200 metros de expansión. Me marcho..., aunque preguntando antes con profunda melancolía y tristeza: ¿dónde están los gatos de los tejados y calles de mi barrio, dónde aquellos que siempre contemplé entre las ruinas ilustres de Roma?

Por razones que me obligaron. a quedarme en Italia, regreso a Madrid sin haber asistido al Encuentro Internacional de Poetas en la Unión Soviética. Como siempre, la más preciosa de las azafatas está explicando ahora las posibilidades de salvarse de la muerte si el avión se precipitara desde los cielos...

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