Estampas bostonianas / 2
En la universidad de Wellesley hay alumnas negras, y asiáticas, e hispanas. Wellesley intenta fomentar la presencia de minorías raciales en sus aulas. Pero, de todas formas, son pocas. No hay muchas familias en Estados Unidos que puedan costear para su hija los 12.000 dólares (algo más de dos millones de pesetas) que vale cada curso en Wellesley y, desde luego, las familias pertenecientes a minorías raciales que estén en ese nivel económico son comparativamente muchas menos.Pero, además, las estudiantes de color tienen un porcentaje de abandonos de la carrera claramente mayor que el de las blancas. Una alumna mía, negra, escribe un lúcido trabajo sobre el tema: "Es la presión psicológica", explica ella Es el estar constantemente en guardia ante las discriminaciones conscientes o inconscientes. El no sentirse integradas en el resto del colectivo estudiantil. Y, sobre todo, esa sensación de exigencia interior, de tener que dar constantemente el máximo, "como si por tu comportamiento y rendimiento se estuviera juzgando a toda la gente de color, como si no te representaras a ti misma, sino a toda tu raza; es tener la sensación de que, si fallas, si te equivocas, no considerarán que has fallado tú, sino que has fallado por ser negra".
Por cierto: con esa maravillosa vitalidad lingüística que tienen los norteamericanos para inventar nuevos conceptos, en EE UU se ha acuñado una palabra para definir a aquellos negros clasistas y elitistas que reniegan de su raza, los negros que tienen el alma blanca: se les llama oreos. Oreo es la marca de un dulce, de una galleta de chocolate rellena de deliciosa nata.
UNA ESPAÑOLA DE TÁNGER
Ángela Heptner es una española nacida en Tánger hace más de 50 años. Lleva media vida en Estados Unidos y actualmente da clases en la universidad de Wellesley. Ángela es pura actividad, no sabe estarse quieta. Quizá por eso, y a ratos libres entre sus trabajos, está llevando a cabo una especie de estudio comparado de conceptos castellanos e ingleses, algo así como una antropología de la lengua.
-Por ejemplo -explica-, los americanos utilizan la palabra retired para referirse a los jubilados. Es decir, retirado. Apartado de la actividad, del centro de las cosas. Y nosotros, en cambio, utilizamos la palabra jubilado, que viene de júbilo, de alegría. Es una concepción de la vida completamente diferente.
Debe de tener razón. En una sociedad como la norteamericana, en la que la productividad y el trabajo es el meollo de todo, el abandono de la actividad laboral es el vacío. Ha reunido Ángela así una sutil e interesante colección de conceptos enfrentados, de voces divergentes, que evocan un entramado cultural muy diferente. Eso sí, los ejemplos que ella ofrece arrojan un saldo favorable a lo español. En un intento de escapar del regodeo etnocéntrico, procuro encontrar una comparación que sea favorable a la cultura de EE UU. Y, pensando, pensando, creo haber dado al fin con una: es la diferencia existente en el modo cotidiano de referirse al orgasmo. En España se utiliza el reflexivo irse: se dice me voy. En Estados Unidos es justamente lo contrario, se emplea to come, venir: se dice I am coming, estoy viniendo. En el irse está implícita la lejanía, la separación, el aislamiento: un abismo de soledad en la culminación del sexo. En el venir hay mucha más ternura, un deseo de entrañarse con el otro, la apoteosis del reencuentro. Total, que voy y explico todo esto.
-¿Y eso cómo lo has aprendido? -dice el único varón español de la reunión, con cara de sentirse muy ingenioso.
Los otros dos hombres presentes, norteamericanos los dos, se miran, ruborosos y espantados. No sé si su quiebro en el color se debe al puritanismo formal que por aquí impera o si es un exponente de su vergüenza ajena, de un sentirse incómodos ante manifestación tan borde de un representante de su sexo. Sea como fuere, diría yo que, comparado con España, el nivel de machismo de la sociedad norteamericana es menos crispante y menos obvio. Estoy generalizando, por supuesto, como en el resto de las afirmaciones de este artículo: ahí está el tópico prototipo del tejano viril y berroqueño, ahí están los John Wayne que las enamoran a tortazos o ahí está esa engáfiosa imagen de mujer liberada que vende mayoritaria mente la revista Cosmopolitan, y que consiste en recomendar a las muchachas que trabajen de secretarias, que acudan a la oficina siempre muy arregladitas y muy monas y que hagan lo posible por casarse con su jefe, objetivo que constituye el brillante colofón de su Carrera. O sea, que machismo hay, eso no hay duda. Pero se me antoja que en EE.UU no es tan necesario estar repit iendo todo el día los hechos más evidentes, que el papel de la mujer en la colectividad es bastante menos denigrante. Quizá los norteamericanos, en su vivirse como hombres o mujeres no estén tan ancestralmente tara-, dos como nosotros, que somos, ¡ay!, varones y hembras celtibéricos, confusos, conflictivos y atrapados.
EL DINERO DIOS
El dinero. El dinero es el verdadero, dios de esta cultura; de eso no hay duda. Oh, sí, es una divinidad común en el mundo occidental, todos los países industriales vivimos instalados en esa absurda esquizofrenia entre la avaricia y los derroches, entre la avidez y el desperdicio. Pero en Estados Unidos eso se nota más. Claro que, tal como se lo han montado, necesitan dinero para todo. Dinero para pagar los astronómicos seguros médicos, es decir, para comprar salud. Dinero para costearse una pensión individual de vejez: para comprar futuro. Dinero para ppder ofrecer a los hijos esa costosísima educación privada, esa escuela y universidad de elíte que es la puerta para el ascenso en la, escala social: para comprar el éxito. Dinero para poder adquirir una casa propia, y un Coche adecuado, y todos los archiperres necesarios de una opulenta sociedad de consumo, todos los signos exteriores de la normalidad y la decencia: para comprar respeto. Todo se compra y todo se vende, todo tiene un precio dentro de esta obsesión por el dinero del universo americano: debe de ser lo que se entiende por una sociedad de libre mercado.
La ciudad de Boston cuenta con varios túneles en el trazado de sus calles, algunos de ellos de considerable longitud. Son pasos subterráneos que están enclavados en puntos céntricos y que absorben mucho tráfico. De hecho, la mayorí a de las veces están atascados; en su interior se organizan unos tapones colosales, y en ocasiones tardas más de media hora en atravesar, centímetro a centímetro, un sólo túnel. Hasta aquí, nada extraordinario. La originalidad consiste en que todos estos pasos subterráneos tienen radio. Es decir que hay una emisora bajo tierra cuya señal puede ser captada por el estancado mar de coches. Al entrar en el túnel, claro está, pierdes contacto con las emisorás normales. Entonces se cuela en tu aparato la radio túnel, que consiste en una música de fondo y una incesante catarata de anuncios comerciales. Es la culminación de la sociedad de consumo, la apoteosis de un vivir disparatado. Es necesario que los crispantes atascos formen parte de la realidad de cada día, que estén asumidos e integrados, para que la creación de una radio semejante sea rentable. Los automovilistas saben que enterrarán una hora diaria de su vida bajo el túnel, y allí, inermes y atrapados, escucharán la radio: no hay nada mejor que hacer, al fin y al cabo. Una radio que es sólo publicidad y que incita a sus prisioneros momentáneos a gastar más, a salir más, a comprar más coches, por ejemplo, cerrando el círculo del absurdo, agrandando el atasco social al infinito, alimentando al monstruo. Ahora cada túnel de
Estampas bostonianas / 2
Boston tiene su propia emisora, hay competencia. Pero a mí me gustaría saber quién fue el primero que concibió la idea, quién fue ese avispado hijo de un mundo enfermo, ese loco maquiavélico, ese genio.EXÁMENES Y HONOR
Los exámenes finales de la universidad de Wellesley se rigen bajo un código de honor. Los profesores preparan los cuestionarios para cada curso con antelación, y las alumnas cuentan con una semana, en el transcurso de la cual pueden hacer el examen cuando gusten. Tan sólo tienen que ir a la oficina de registro, decir el día y la hora de esa semana en que quieren hacer la prueba, acudir a un aula especial, recoger el sobre con las preguntas y contestar el examen. Un empleado vigila para que no copien y no se excedan de las dos horas de tiempo que se les permite. Lo del código de honor se refiere a un pacto de silencio: los exámenes de cada curso son iguales, e hipotéticamente nada impide que una alumna que se presente a Ética, por ejemplo, tal que un lunes, diga las, preguntas al resto de sus compañeras de la clase, que tienen hasta el viernes para hacer la prueba. Nada lo impide, ya digo, sólo el pacto de honor.
-¡Qué honor ni qué gaitas! -explica una de mis alumnas, que son de una lucidez pasmosa-. Lo que hace que este sistema funcione es la competitividad. Nadie dice las preguntas así la maten, porque todas quieren obtener la mejor nota.
Y sí, el sistema funciona aterradoramente bien. No hay una sola filtración, ninguna alumna habla, todas recelan. No se puede caer en la debilidad de soplar el examen ni a la mejor amiga: esto es la guerra. Es invierno y estoy invitada a cenar en casa de una norteamericana, la señora R. Es una mujer aún joven, una brillante profesional simpatiquísima. Cuando llego todo está preparado hasta el mínimo -detalle, con esa generosa hospitalidad estadounidense. R. me presenta a su marido y a una de sus hijas, una muchacha de 16 años muy crecidos. Luego, llevando los platos de la cocina al comedor, me cruzo con un adolescente en chándal, aparentemente otro hijo, que se está preparando un bocadillo y que murmura un tímido saludo de pasada. Nos sentamos a la mesa y advierto que sólo somos tres: R., su marido y yo. La hija grita un adiós, abre la puerta de la calle y se lanza al hielo y la ventisca: son las siete de la noche, aquí muy tarde, y afuera, en esta barriada de extrarradio, sólo hay medio metro de nieve, oscuridad y mucho frío.
La cena transcurre gratamente y al final aparece el benjamín de la casa, un niño de seis o siete años.
-¿Quieres un poco de postre? -le preguntan.
-¡Pero si todavía no he cenado! -dice el niño.
-Vaya, creí que te había preparado algo tu hermano...
Yo estoy maravillada: qué diferencia con la asfixiante y dictatorial familia española, reflexiono. Aquí cada uno va a su aire, no hay problemas; son capaces de mantener a un mismo tiempo el nudo de la relación afectiva y la necesaria independencia. Tan excitada estoy que le comento todo esto a R. mientras me lleva a casa. Y entonces ella me sorprende: "Oh, no, no, tenemos muchos problemas. Aquí las relaciones familiares son muy difíciles. Mi hija, por ejemplo. Hace medio año nos dijo que se había vuelto vegetariana y que ya no podía seguir comiendo con nosotros. Y desde entonces se marcha todas las noches a eso de las siete".
-¿Que se marcha? ¿A dónde?
-Ay, no sé, no sabemos. Estoy muy preocupada.
Yo me imagino la situación en una familia latina. Una chica de apenas 16 años que se empeña en irse cada noche a un desierto de carámbanos. Una madre que pregunta, que insiste en saber a dónde va, que forcejea, que grita, que le prohibe salir; una bronca feroz, el aderezo pintoresco de unas lágrimas y quizá el restallar de un bofetón sonoro sobre una mejilla adolescente. En fin, una escena a todas luces deleznable. Pero, por otra parte, tampoco R. sabe solucionar el problema, está angustiada. Esa independencia que yo admiraba, ¿será en realidad un extrañamiento mutuo, un producto de las corazas afectivas?
Poco a poco voy recolectando más datos sobre la incomunicación, sobre la ausencia. Las relaciones que algunas de mis alumnas inantienen con sus padres, por ejemplo. O la no relación, el gran vacío.
-Yo a mis padres no es que no les quiera, es que no les conozco son unos extraños para mí -dice una-. Mi horario de la escuela era distinto al de mis padres, así es que siempre, desde los 10 años, he comido y cenado sola, porque llegaba tarde. No les veía.
Ya sé, ya sé que es una general¡zación y que como tal tiene muchas excepciones y quizá también muchos errores. Pero, ¿qué les sucede a los estadounidenses con sus sentimientos, con sus emocio nes? ¿Bajo qué blindaje están ocultos? Es quizá el resultado de una vida centrada en el trabajo, tan competitiva y trepidante que queda poco tiempo para hablarse. Es quizá el poso de una sociedad tan individualista y rápida, la angustia por no encontrar la vía, el modo de tratarse. Y, en algunos casos, quizá sea incluso una pura y devastadora indiferencia.
El tópico de la soledad de la sociedad moderna ha sido creado en Estados Unidos, y es ahora, aquí, cuando empiezo verdaderamente a comprenderlo. Tocarse no se tocan: el contacto fisico no existe. Los amigos, a la hora de despedirse, se quedan en el quicio de la puerta, basculando su peso sobre unos pies inquietos, sin saber cómo decirse adiós diciéndose al mismo tiempo que se quieren, sin saber palmearse la espalda o darse un beso.
-Si besas en la mejilla a los hombres, o si les coges del brazo, muchos se van a creer que es que te estás insinuando -me advirtieron al verme sobona en demasía.
Y, sin embargo, en lo exterior es una sociedad muy amable. Existe esa cortesía en el trato, ese respeto callejero, esa admirable costumbre de lo cívico. En España nos pisoteamos en las colas, nos insultamos en los coches, nos gritamos en las ventanillas burocráticas, nos pegamos por coger la última mesa en un café; nos maltratamos, en fin, con toda saña, y en conjunto nos comportamos como cafres. Nada de esto se advierte en Norteamérica. Pero por debajo de este suave convivir hay un vacío, una rígida ritualización de las relaciones amistosas, una pérdida de intimidad y de presencia. ¿Qué les sucede a los norte americanos, en qué grado de soledad y de ensimismamiento viven? Esa falta de contacto con los otros, esa carencia de espejos afectivos, ¿no está en la base de la sinrazón, de la locura? Extremando esta reflexión y llevando el argumento al paroxismo, todos esos psicópatas, esos tiradores que se apostan en las terrazas estadounidenses para abatir peatones, esos desesperados que ametrallan sin un porqué a los clientes de una hamburguesería, ¿no serán un producto último de la disociación más absoluta, del abismo entre ellos y los otros, de la total ausencia?
Yo, por si acaso, y entre ambos extremos, empiezo a pensar por vez primera que prefiero la odiada familia patriarcal, la madre clueca. Esa familia contra la que hay que pelear, que te ofrece símbolos concretos, personas tangibles a las que oponerte, creando así, en el fragor de la batalla, tu propia entidad, la conciencia de ti mismo, lo que eres. Esa familia omnipresente y arbitraria que a veces te pega un bofetón. Porque dar un bofetón, pese a todo, es también una manera de tocarse.
FE Y REALIDAD
Hay muchas cosas que me gustan de la cultura norteamericana. El mismo hecho de ser una sociedad a medio hacer impone una determinada vitalidad, muchos puntos de fuga en el sistema. Por ejemplo, su asombrosa movilidad, o su capacidad para asumir los riesgos cotidianos. Luego está su fe en los grandes conceptos: la Justicia, la Libertad, la Democracia, palabras todas muy mayusculadas y estrepitosas. Es esa fe sin poros y sin sombra de dudas que los europeos solemos calificar como inocencia.
Cuando se tacha a los estadounidenses de inocentes, se está empleando el término en un sentido peyorativo. Pero yo no encuentro nada negativo en mantener las utopías, en creer en un proyecto de felicidad común y colectiva. Que los norteamericanos asuman la libertad como un principio inalienable me parece estupendo. Lo malo empieza en el entorno de engaños, en ese maquiavélico sistema que vacía de contenido la palabra y la limita. En Estados Unidos hay tanto entusiasmo traicionado, tanta buena voluntad desperdiciada. Por ejemplo: en la universidad de Wellesley proyectan Missing, la espléndida película de Costa Gavras sobre la intervención de EE UU en el golpe de Estado contra Allende. Al término del filme, cuando se encienden las luces, veo que varias de mis alumnas han asistido, y que algunas de ellas están llorando.
-Oh, hay que hacer algo para cambiar todo esto; cuando yo sea abogada voy a intentar luchar contra esta mierda -dice una entre sollozos.
-Es espantoso, me avergüenzo de ser norteamericana -hipa otra, patéticamente estremecida.
Duele verlas. Duele ver su sufrimiento, su pelea. Su conflicto entre la cultura oficial y la información alternativa que les llega. Yo las observo y me pregunto qué será de ellas en el futuro, cómo resolverán sus dudas, qué generación saldrá de todo esto. Son mujeres inteligentes, sensibles, preparadas, forman parte,de la elite de este país gigante. Algunas de ellas se integrarán, sin duda, en la lúcida minoría intelectual y crítica que posee Estados Unidos. Pero muchas otras, me digo, olvidarán que vieron Missing y lloraron.
Es tan fácil olvidar en esta sociedad americana. Tengo la sensación de que Estados Unidos es una máquina de alta precisión orientada hacia el desentendimiento, hacia la amnesía. De que es un colosal ingenio de compartimentos estancos, en donde se educa a la gente a ignorar todo aquello que se sale del estrecho círculo de lo que ven y lo que tocan. El mundo se reduce a Estados Unidos, y Estados Unidos se reduce a tu barriada, tu casa, tu trabajo. ¿La política? Bueno, es un ejercicio que unos pocos hacen y que consiste en meter una papeleta en una urna de cuando en cuando. Nada parece tener relación don nada: la realidad se fragmenta en una miriada de ingredientes aparentemente autónomos y sin causalidad reconocida. Y ese sentido antropomórfico de la Historia, como si los grandes acontecimientos de la Humanidad fuesen obra exclusiva de un solo sujeto, de supermanes buenísimos o de perversos criminales. Es pensar que la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, es el resultado de que naciera un loco malvado, ese tal Hitler. El endeudamiento de Alemania, lo inhumano del tratado de Versalles, el miedo al comunismo, todos esos factores no son más que sandeces frente a un buen malo al que agarrarse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.