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Droga e ideología

Fernando Savater

De vez en cuando vuelve uno a sentir la indignada tentación de recurrir de nuevo al sobado concepto de ideología y en su sentido más contundente además, como dicterio. Casi siempre, nótenlo ustedes, en relación con la necesidad de autocomplacencia moral de quienes, por exigencia de su cargo o por esperanza de conseguir uno en el humanismo burocrático reinante, desfilan un día sí y otro también con el uniforme de las buenas personas. El anuncio frecuentemente reiterado estos días por televisión bajo el lema Drogas, ¿para qué? Vive la vida, auspiciado por el ministerio del ramo, es ideológico en la acepción menos cautamente científica y más expresivamente denostadora del término. Es decir, miente, falsea la realidad, sustituye lo que hay por lo que convendría a la Administración que pareciera haber, glorifica una blandengue abstracción para evitar enfrentarse con un problema comprometedor, en último término colabora con la perpetuación de la miseria reinante... todo ello, desde luego, en nombre de una de las más progresistas recomendaciones gubernamentales, la alegría de vivir. En sí misma, la alegría de vivir es literalmente impensable, es decir, desaparece en el esfuerzo reflexivo que pretende considerarla. De aquí su potencial subversivo contra la racionalización productivista de la vida, cuando se exhibe como provocación y riesgo privado. Pero en cuanto se convierte en lema político, en consigna ministerial o eclesial, no es precisamente más que complicidad ideológica con lo que no deja vivir; hay pues que pedir las razones escamoteadas al anunciante para que el engaño reaccionario no se perpetúe.Unas cuantos jóvenes, en un marco discretamente idealizado de barrio a lo, Coppiola, pero sin violencia, son interrogados por una voz celestial sobre lo mucho que pueden hacer con sus manos, pies, cabezas, etcétera. Se omite mencionar sus sexos, tema que hubiera sido particularmente interesante, pero la propaganda de la vida no permite dispararse tanto. Al final todo se resume en un West side story danzarín de bailar por casa, mientras los más intelectuales juegan una partida de ajedrez (¿por qué no con una computadora?, supongo que por concesión al tono lúdicamente humanista del spot). Moraleja: los jóvenes que se drogan no saben lo que se pierden. ¿Se puede ser más interesadamente imbécil? La droga quizá sea la perdición, pero la vida ciertamente no es la fiebre hortera, del sábado por la noche. Los jóvenes tienen que emplear sus manos, pies, cabezas y todo lo demás en trabajar, y eso en el mejor de los casos; en el peor, en buscar o esperar desesperadamente trabajo. Con esas manos, pies y cabezas los jóvenes serán obligados a ir al servicio militar, donde sus oportunidades de practicar breakdance no abundarán demasiado, aunque quizá se les den otras ocasiones de romperse el cuello. La mención ausente del sexo y la no menos oculta de la familia hubiera apuntado hacia otras facetas del destino de los jóvenes llenas de coacciones ideológicas o fácticas que poco tienen que ver, desde luego, con ejercicios de claqué. En cuanto a los barrios y las ciudades en los que se ven obligados a vivir, difícilmente guardan parecido con el vespertino desahogo amistoso que refleja la propaganda filmada.

Pero incluso en este generalizado y tosco falseamiento se insinúa a contraluz algo de lo escamoteado. Las contorsiones de los animosos bailarines al final del anuncio recuerdan irresistiblemente a los zombies espásticos de Thriller, lo que como publicidad de la vida no deja de ser un tanto paradójico. Pero, en cualquier caso, uno se pregunta por qué han recurrido a esa imagen seudolúdica en lugar de mostrar una serie no menos edulcorada de estampas productivas: laboratorios, aulas, museos, deportes, foros políticos, etcétera, aun renunciando cautamente al desfile de batallones y tanques. A fin de cuentas, pocos se engañan respecto a la relación directa entre nociones como salud pública o ser útiles a la sociedad y la obligación instituida de producción y reproducción del sistema. ¿No es la verdad social de manos, pies y cabezas la de producir o ser amputadas? ¿A qué recurrir entonces a presentarlas -aun con torpeza- en uno de sus raros momentos de desperdicio? Hay en esta opción algo así como un reconocimiento de que lo que en la droga está en juego como demanda es una rebelión del cuerpo contra la necesidad de lo que entre todos y a beneficio de no se sabe quién (por eso se habla de bien común) debe ser hecho. Vivir, se admite así, tiene que ver con no producir, pues lo que se produce -y sobre todo- los modos de producirlo- cada vez tiene menos relación con lo que míticamente se llama vida verdadera. Pero como los sistemas de producción no van a cambiar, la promesa vital consistirá en ofrecer como posible, como al alcance de cualquiera con tal de que no se drogue, un limbo de improductividad placentera. En las burocracias del Este, por lo menos, se empeñan en seguir mostrando a la propia fábrica y a la propia siega como resignados paraísos de fabulosa alegría: su mentira consiste en decretar lo inevitable como dicha, mientras qué nosotros preferimos ser engañados con la oferta de la dicha como inevitable.

De lo que se puede decir en torno a la droga da buena idea que el best-seller del ramo sea una digamos novela -y con premio literario y todo- escrita por un comisario de policía. Que mañana sea sustituida por un sesudo informe médico o por un análisis sociopolítico (cuando no por una maniobra humanitario-electoral) no constituirá modificación fundamental del problema. Lo que seguirá sin decirse es que el gran negocio de la droga -y, en cuanto tal negocio, origen de adulteración y crímenes- es su prohibición. Y, desde luego, lo que seguirá sin plantearse de veras es la cuestión del placer improductivo dentro de la sociedad de la producción como placer y, en época de paro, además como privilegio. Reivindicar el placer -o, aun mejor, hacerse con él sin más y sin pedir permiso- es correr riesgo de muerte cuando los mecanismos de colectivización han decidido no consentir tal desvío: en este sentido, la sobredosis y el ametrallamiento justiciero del grupo revolucionario, así como el linchamiento del atracador de farmacias o la inmolación del farmacéutico que se resiste, todo son modelos de ejecución de la misma sentencia. Víctimas de la droga lo somos todos desde que han decidido protegernos contra ella, salvo los traficantes y los verdugos.

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El caso, empero, no es único: del sexo y sus aberraciones podrían contarse cosas no muy distintas. Los supuestamente mejor intencionados insistirán en que de lo que se trata es de prevenirnos contra el irracional escapismo. Pero fallan cuando se les solicitan seriamente razones para no escapar.

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