Vivir en la era atómica
ÉSTE ES un aniversario activo. Lo que sucedió hace 40 años en Hiroshima es algo que no cesa desde entonces: el miedo absoluto; la alteración de supuestos ideológicos y religiosos; la idea no supersticiosa" sino materialista, de la finitud de la Tierra; la intuición de que el arma vive aparte de la antigua lógica y depende de locuras, accidentes, errores. Incluso que se desarrolla a la manera de un cáncer: nacida en un punto del planeta, hoy se extiende fuera de él, en el espacio exterior, y la idea mis ma de guerra de las galaxias, con su exageración literal, es una frase que indica ya que el terror imaginativo -y no desdeñable- va más allá de la realidad estricta.El suceso en sí, el de la explosión del 6 de agosto de 1945, reaparece ahora juzgado por sus implicaciones morales o éticas, los cálculos ucrónicos acerca de, si era evitable o, por el contrario, imprescindible. En el contexto en que se desarrolló, en una guerra de campos de exterminio o de bombardeos considerados hoy como convencionales como los que se hicieron sobre Dresde o Hamburgo, el empleo de la bomba sobre Hiroshima y Nagasaki forma parte de un todo brutal y del concepto de una guerra implacable que no cesa de obsesionar hoy mismo; no se pudo nunca mitigar esa idea con las palabras de la Carta de San Francisco o con las de los documentos de Nuremberg. Lo creíble es la guerra, lo increíble es la ideación del mundo mejor. El momento histórico del 6 de agosto de 1945 caía ya sobre una guerra terminada prácticamente, y cuya última ferocidad se estaba descubriendo con nuevos detalles cada día. Lo que se percibió más directamente desde el mundo aliado fue una especie de Némesis y un punto final; pero inmediatamente se advirtió que lo que había sucedido era algo más que la destrucción de dos ciudades y sus habitantes: era el principio de una era.
No había error. Vivimos desde entonces en la era atómica, confirmada sobre todo desde el primer ensayo soviético. La lucidez de entonces pudo ver que la bomba atómica no era el final de una guerra, ni mucho menos el final de todas las guerras, sino el principio de algo todavía impredecible. Lo que se puede atribuir hoy, al hacer un somero balance del suceso, a la era nuclear es la congelación política (estratégica, militar, económica) del mundo tal como quedó configurado en la posguerra, con todas sus privaciones colectivas; la elevación hacia el infinito de los presupuestos militares, de forma que hoy se puede decir que todas las situaciones mundiales están, en función de ello -sujeción y perpetuación del Tercer Mundo, sentido de la tecnología y de la ciencia, orden económico; los beneficios son residuales-, y el final del orden moral antiguo.
Siempre es difícil atribuir a un acontecimiento lo que la historia considera como cambio de eras, porque hay más bien un fluir continuo y un arrastre de situaciones a través de los siglos. Sin embargo, en este caso contemporáneo parece algo bastante más concreto, porque la aceleración histórica ha hecho todos los movimientos humanos más significativos, más apretados y más interrelacionados. Uno de los efectos más desconcertantes es el de que las esperanzas y las ideologías religiosas y políticas han ido a anidar a los países menos desarrollados, para los cuales el arma nuclear aparece todavía como el tigre de papel del que habló Mao -con un cierto error de paralaje: no sirvió para su propio país, que es el que ha experimentado una de las transiciones más espectaculares de la era atómica, y como consecuencia de ella, pero aparece como válida en otros, sobre todo a partir de Vietnam-, pero ha modificado todas las relaciones en los mundos más desarrollados. Esa civilización del desapego en que vivimos, esta especie de desesperanza medida, sobre todo, por lo inoperante de algunos movimientos -Woodstock, mayo de 1968, Praga, Polonia: se podía hacer una lista trágicamente larga- está todavía iluminada por el gran resplandor de 1945, que ha ido tomando una especie de lugar del destino. Este pánico ha aparecido otras veces en la historia, pero la gran angustia del milenarismo era supersticiosa, una forma de malestar cósmico mal definido y la obra de algunos predicadores en algunas ciudades; la de este segundo milenarismo tiene bases concretas. Es decir, hoy se sabe en todos los niveles de cultura, desde el más popular hasta el del científico más abstracto, que la destrucción total es posible, y es inevitable que todas las grandes actuaciones públicas y sus repercusiones estén influidas por ello.
La nueva noción de destino tiene de común con la anterior su carácter de inevitable. El juego de aciago demiurgo consiste en que las dosificaciones de poder y miedo estén combinadas de tal forma que nadie puede renunciar ni detenerse. El peligro de una guerra atómica mundial es hoy, lógicamente, remoto, pero como una de las destrucciones que se produjeron en Hiroshima fue la de la lógica, esa sensación de seguridad que se podría tener es titubeante. Por otra parte, aunque se considere como remoto el riesgo de guerra nuclear, el destrozo se está haciendo ya y cada día; la tregua atómica en que vivimos es, como queda dicho, aniquiladora del conjunto de esperanzas acuñadas en la guerra mundial anterior, está barajando a su manera las finanzas, las materias primas, las riquezas y las pobrezas. Está pesando gravemente sobre cada uno de nosotros, aun cuando no seamos enteramente conscientes de los orígenes del malestar.
Por eso este aniversario no se puede ver, como otros, en forma de nostalgia, de anécdota o de pasado, sino como algo creciente y determinante, como una actividad que no cesa.
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