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Reportaje:

Fascinación y juego en el Festival de las Américas

Dos semanas dedicadas a la modernidad en Canadá

Montreal (Canadá) ha sido el escenario del Festival de las Américas, calificado por el ministro de Cultura canadiense, Clement Richard, y algunos periodistas como "el Festival de las tres Américas"; pero los directores del importante evento, Marie Heléne Falcon y Jacques Vezina, preferían una denominación más vaga. Tal vez porque, en el fondo, correspondiera más a la realidad. De hecho, más que las tres grandes partes geográficas del continente, el certamen quebequés reunió teatro de esa gran complejidad cultural: las Américas, donde se incluyen desde los amerindios a los inuit.

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Una presencia variada

Todos ellos han estado. Desde los amerindios a los inuit -los hasta ahora llamados esquimales-, a medio camino del ritual y del espectáculo, o del puro juego, hasta el teatro supersofisticado y altamente arriesgado de los USA y del Canadá inglés, con las presencias de compañías de Centro y Suramérica, en lucha por conseguir imponer su voz y hallar un camino de identidad. Culturas autóctonas, mestizas y de origen europeo coincidieron a lo largo de las dos semanas y pico del festival. De hecho, el encuentro tuvo una interesante proyección y prolongación en Toronto gracias al congreso del Instituto Internacional del Teatro (ITI).Los responsables del festival, hicieron coincidir tres acontecimientos: el Festival de las Américas, el XVI Festival del Joven Teatro de Quebec y el 21º Congreso Mundial del Instituto Internacional del Teatro.

El festival sirvió, con todas sus amplias aportaciones, como plataforma y caja de resonancia de una serie de situaciones dialécticas entre las que destacaríamos, ante todo, la presencia norteamericana de Nueva York y San Francisco. El teatro de Nueva York estuvo presente con dos espectáculos apasionantes: Dreamland Burns, creación colectiva del Squat Theatre y Through the Leanes, de Franz Xaver Kroetz, por el grupo Mabou. Mines en colaboración con el Interart Theatre.

El teatro de San Francisco tuvo un único y cualificadísimo representante: Fred Curchack, un actor superdotado que presenta un espectáculo unipersonal, Stuff as dreams are made on, adaptación de La tempestad, de Shakespeare, para un solo actor.

Los tres espectáculos citados destacaban por su radical sentido de la modernidad. Considerados desde este punto de vista, se situaban muy lejos del nivel de información medio de los otros espectáculos del festival. No hubo parangón.

La propuesta del Squat Theatre es absolutamente fascinante. Este grupo, que abandonó en su práctica totalidad Budapest el año 1976, pasó a Ainsterdam. Antes pertenecieron al teatro universitario y luego crearon el Studio Kassak. De Holanda llegaron a Nueva York, donde han producido, aparte del que nos ocupa, dos espectáculos fundamentales dentro de la más arriesgada vanguardia neoyorquina: Pig child fire! (estrenada en Arristerdam, ganó el premio Obi de 1977), Andy Warhol's last love (1978) y Mr. Dead and Mrs. Free (Premio Obi 1982). En Nueva York el grupo actúa en un espacio de una planta baja que cuenta con un amplio ventanal: ellos lo llaman teatro de vitrina. Esta pared de cristal permite integrar a los transeúntes del barrio -el apasionante Chelsea de Manhattan- en la acción. Gracias a un hábil sistema de altavoces, los comentarios de los paseantes -voyeurs involuntarios- se oyen en el interior y se engarzan en el espectáculo, y viceversa. Pero las voces o sonidos de dentro afuera no crean más que diversión, estupefacción o enfado entre los actores improvisados. La tensión entre lo preparado, lo preconcebido y lo accidental resulta altamente sugestivo. Con el espectáculo estrenado en Montreal, Dreamland Burns, el Squat abre un nuevo campo de experimentación; atrás quedan sus fuentes: el pop, el arte conceptual, el happening, la lección primera de Bob Wilson, las aportaciones de Bjaloszewsky, Grotowsky y Kantor, la música punk y rap, la moda retro-neoyorquina.

Teatro de vitrina

Atrás, o ladeado, queda el teatro de vitrina. Por primera vez trabajan en un escenario a la italiana. Todas las vanguardias se han integrado y se ha establecido un sutilísimo juego dialéctico de lenguajes artísticos, y especialiriente entre el cine y el teatro. El espectáculo debuta con un bellísimo filme, en la línea del primer Fassbinder, en el que se nos cuenta un día trivial de una muchacha. Pero no tan trivial, quizá. Es el día en que ha dejado, amistosamente, la casa de los padres para instalarse, con un amigo de color, en otro piso. La película acaba cuando ella se acuesta. Luego la representación comienza y el espacio escénico recupera el sueño de la muchacha. Los actores están citados a través de estatuas hiperrealistas, en cuyas caras se proyecta la cara móvil, actuando, de los artistas, unas apasionantes filmaciones; un efecto increíble. Pero, de repente, aparecen los actores reales, que cada vez se nos vuelven más hieráticos, y, por el contrario, las estatuas se convierten en más móviles. De los telares caen objetos que vimos en el filme: un colchón, cubiertos, libros, papeles. El escenario se convierte en un lugar casi sagrado de lo onírico y de la confusión, en una experiencia fascinante e inquietante, con una actriz que posee una presencia inolvidable, Esther Balint, nombre que hay que retener absolutamente.Si el Squat, convierte el espacio en la caja de los sueños, Joanne Akalatis, del grupo Mabou Mines, lo convierte en la caja del hiperrealismo. Ya es de todos conocido que Franz Xaver Kroetz intenta llevar a cabo, corporizar, el sueño de Emile Zola y André Antoine. En el escenario se repite la vida, se recupera el gesto total del hombre. El espectáculo, que plantea una lucha de sexos entre un hombre y una mujer ya muy alejados de la juventud, resulta, de entrada, de una brutalidad y dureza inhabitual en su diálogo y en su puesta. En un escenario angosto en cuya mitad izquierda hay una carnicería (y en la derecha una repetida y aburrida sala de estar), con toda la teoría sanguinolenta en la tienda de trozos de carne colgantes y cabezas de buey descuartizadas. Así se materializa aquella utopía que Antoine parece que sólo pudo realizar -en parteuna noche; luego el mal olor no le permitió continuar. Aquí todo está previsto, medido, la realidad se puede aprehender; Joanne Akalatis juega fuerte, muy fuerte. De entrada obliga a desnudarse totalmente a la gran actriz Ruth Maleczech y de mitad inferior al excelente actor Frederick Neumen. El gesto sexual del hombre es recuperado ante los atónitos ojos de más de un espectador. Pero la guerra de sexos, en el sentido más strindbergiano de la palabra, continúa. El personaje masculino obliga a su compañera a otros gestos sexuales, a otras actitudes. Pero aquí el juego se rompe, la directora de escena recurre a algunas elipsis y a alguna ruptura seudopoetiz ante.

Problema del naturalismo

De nuevo nos planteamos el grave problema del naturalismo: ¿es posible recuperar el gesto del hombre en su totalidad? La frontera expresiva ha llegado muy lejos, pero ¿acaso es suficientemente capaz de expresarlo todo? ¿Poseemos la madurez adecuada? Convención es convención y la gran directora queda apresada en la trampa de su admirable y apasionante juego. Ruth Maleczech es una comedianta fuera de serie que continúa el magisterio de Thelma Ritter. Su gesto tembloroso, su ilusión tardía de mujer enamorada nos quedarán grabados como uno de los momentos más luminosos e inolvidables del festival de Quebec. Ruth Maleczech dio una lección de amor al teatro admirable. Frente a ella sólo se podía sentir respeto.Fred Curchack es un actor total que posee unas escuelas múltiples: el nó, el katakali, el topeng berlinés, pero también sigue las lecciones de Grotowsky y Richard Cieslak, las de Zbigniew Cyrikutis o las de Alwyn Nicolais y Joseph Chaikin. Ha hecho suyos, ha acrisolado, todos esos caminos enriquecedores y los ha llevado, desde una sensibilidad personal, a sus últimas consecuencias. Su Tempestad es un prodigio expresivo; con muy pocos medios, con mecheros, linternas, sombras chinescas, la recuperación de la magia es total. Un verdadero prodigio. Además, la lectura dramatúrgica nos resultó de primerísimo nivel. Sorprendió en todo momento el tono profesional, el acabado perfecto de las propuestas norteamericanas que sólo encontramos en dos de los espectáculos del Canadá inglés.

Ricard Salvat es director del Festival Internacional de Teatro de Sitges (Barcelona).

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