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Tribuna:
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Teólogos sin teología

Oigo por ahí que se habla mucho estos años de teología, en la Prensa, en las ondas; hasta la televisión, que es el ojo de Dios ella misma, habla de teología. Me llegan títulos como Teología de la libertad, o no sé qué, y hasta, para ponerse a tono con la memez al día, Teología posmoderna. No podían menos esos ruidos de despertarme cierta curiosidad, dada mi vieja afición por la teología, y me he acercado un poco para enterarme, a ver qué teologías eran ésas.¡Ave María Purísima, lo que puede hacerse con los pobres nombres! Resulta que esos teólogos de ahora, esos libros que se intitulan teologías, no tratan de Dios, ¡qué va!, ni de Su omnisciencia ni de Su omnipotencia, ni de si el Padre es el Hijo o no es el Hijo, ni de la creación del mundo por información o por emanación, ni del misterio de la Encarnación ni del advenimiento del Paracleto, ni casi más que rozan de paso, y bien zafiamente, a cositas como la Resurrección de la Carne, la Comunión de los Santos o el Perdón de los Pecados.

Ya ven: pues yo estaba en que la teología trataba de esos asuntos precisamente. Y no hace tanto que era de ésos de los que trataba. Recuerdo honoríficamente a don Albino García, nuestro profesor de Religión en el instituto a lo largo de muchos años (aquel bachillerato, ¡alabado sea el Santísimo y qué deprisa se descarría el mundo!, tenía siete cursos de Religión, obligatoria, claro, como Dios manda, con Apologética en 4º, si bien recuerdo, con Dogmática en 5º), y en mi recuerdo es don Albino el único profesor de veras enamorado de su materia, un teólogo ferviente y estudioso incansable de Teología propiamente dicha: él suspendía a las generaciones con limpia in transigencia por cualquier inexactitud en la formulación de los dogmas o cualquier embrollo en la cadena de las demostraciones; él nos hacía llenar los márgenes de los libros de texto con escolios suplementarios, cuando estimaba que la explicación del libro no era lo bastante fina y complicada; él una vez, comentando un ejercicio escrito, me tachó a mis 15 años de hegelianismo, con lo cual, al darme a conocer el nombre de Hegel tan tentadoramente, me incitó a sacar de la biblioteca (a hurtadillas, claro) la Filosofía de la naturaleza, que allí, en excelente traducción, yacía polvorienta.Y todavía más tarde que eso, en los años que ya, con la importación de turistas y la exportación de trabajadores, la dictadura flaqueaba y asomaba, si bien con untos clericales, la tecnocracia, debía de seguir vivo en la Sevilla de mis amores un cierto interés por las cuestiones teológicas y dogmáticas: pues bien, recuerdo que allí se me sometió por entonces a lo que suelo presumir de que fue el último proceso inquisitorial en este mundo (con su juez, su secretario y sus interrogatorios secretos a los alumnos) a propósito de que si se había o no, en las sesiones de Mitología comparada que aquellos años celebraba con entrada libre y gratuita en la fábrica de tabacos, puesto en duda la virginidad de la Virgen o tergiversado la función de María estrujando con sus calcañares la cabeza de la serpiente que sedujo a la primera madre, y a quien se le había desde entonces advertido que acabaría sufriendo semejante trato bajo la mujer, amén de algunos cargos secundarios sobre, por ejemplo, la equiparación entre ciertos ángeles de la Biblia y no sé qué gigantes de los mitos nórdicos; cuestiones de Teología menor, ciertamente (y, por supuesto, elaboradas casi íntegramente en las mentes de los propios inquisidores), pero que, con todo, testimonian de que todavía las gentes de la Iglesia tenían una noción de lo que era teología y sentían la primera importancia de la formulación dogmática rigurosa.

Pero ahora estos teólogos ¿a qué se dedican bajo nombre de Teología?, ¿de qué hablan? ¡Dios los tenga en Su mano!, pues ya ven ustedes: más o menos de lo mismo que todo cristo: de sociedad, de trabajo, de integridad y dignidad de la persona humana, de libertad, de derecho a la vida, de comunismo, de compatibilidad entre Iglesia y democracia.., en fin, todos los rollos macabeos aburridos por esencia y sin gracia, con que igualmente le dan a la húmeda los políticos, los empresarios cultos y los funcionarios. ¡Ay Iglesia de Roma, qué triste sino el tuyo en los tiempos contemporáneos!

Después de aquellos tus sacerdotes-obreros de los años cincuenta, después de aquellos teologuillos lo bastante pedantes ya para declarar que Dios había muerto (¡vive Dios, como si tuviera Él algo que ver con esto de la vida!), después de tu entrega a la reforma social y la puesta al día, de que en los años siguientes me llegaban ecos, ya tuve ocasión, sacra Babilonia, de comprobar cómo andaban tus asuntos, cuando algunos de aquellos veranos a unos cuantos cofrades de uno y otro lado de la frontera nos daban grato hospedaje en Saint Michel de Cuixà los benditos monjes que allí moraban (y que, siendo, por cierto, relegados del de Montserrat, se supone que eran un ala de la comunidad demasiado izquierda para subsistir sin roces bajo la dictadura), dedicados mayormente a organizar, con jóvenes católicos de las Europas, campos en que todos se santificaban con el trabajo, principalmente la cosecha del melocotón, salpimentado con algunas misas con música de guitarra roquerilla: pues sucedió, a nuestra llegada del primer verano, que al tratar de averiguarse en el refectorio a qué obra acudíamos nosotros a dedicarnos en aquel retiro, se averiguó en cambio que la teología de aquellos santos varones consistía esencialmente en el ideal de la convivencia social en el trabajo, siguiéndose una larga discusión, en que, al invocar alguno de los más vehementes, junto a lo social y laboral, el Evangelio, costaba trabajo recordar que no es ya sólo que Jesucristo y los apóstoles no la hinquen en todo el Evangelio (no en vano había venido Él, Dios y ejemplo de Hombre, a redimirnos de la condena del viejo Jehová), sino que además está allí en el centro el hermoso Sermón de la Montaña, donde explícitamente se recomienda no preguntarse con ansiedad qué comeremos o con qué nos vestiremos, y, en general, no preocuparse por el día de mañana: "Pues el día de mañana se ocupará de sí mismo, y a cada día con su mal le basta"; aunque hay que reconocer, en honor de los castos monjes de Cuixà, que a partir de entonces nos consintieron generosamente dedicarnos a nuestras discusiones (que, como ya habrán adivinado ustedes, aunque aparentemente versaran sobre el dinero o sobre el ascenso de la cópula es a predicado, eran esencialmente de teología), y hasta algunos de los más benévolos participaron en algunas con nosotros.Pero el caso es que, de entonces para acá, el progreso debe también en la Iglesia de haber seguido haciendo de las suyas. Era ya ese progreso el que a aquella robusta Iglesia de los populosos seminarios (de donde salían al atardecer en su melancólico paseo los cangrejos a medio cocer, como llamábamos a los seminaristas del ciclo de Latín, que más tarde mudarían sus colores por los de Filosofía y al fin el de Teología) le hizo primero perder su latín, desoyendo los amorosos avisos de Brassens ("No ven lo que les ocure, / bonetillos de adoquín: / sin el latín, sin el latín / la misa nos aburre"), y empezando por perder el latín, que es como suelen empezar los malos pasos, ha acabado por perder también la Teología, si he de juzgar por ese centón de sociologías de la caridad y politiquerías eclesiásticas a lo que llaman teología estos teólogos de hogaño. Y no bastó que el dedo del Señor les indicara, hasta por vía contable, en qué mal negocio se metían al poner su corazón (donde su tesoro) en las contiendas sociales y laborales y en los efímeros trámites mundanos, permitiendo Él que esa táctica le ocasionara de inmediato a la Iglesia la pérdida de masas de clientes, hasta casi vaciar de vocaciones los seminarios y los templos de devociones. No: a pesar de esas señales, poseídos los pontífices y doctores, no ciertamente por el Demonio ni por la Carne, sino por el Mundo, han venido, por ansia de actualizarse y de ganar votos, renunciando a lo que había de eternidad en el lenguaje y los ritos, los dogmas y misterios de la Iglesia, que era justamente lo que, al "buscar lo primero el reino de Dios", les habría probablemente dado de añadidura votos y clientes. Así han venido al fin a perder su teología; y lo mismo que los filósofos actuales, recluidos al último cuchitril de su miseria, al quedarse sin nada de que hablar (pues todo se lo ha quitado la sola filosofía de veras, la ciencia, que nos domina y nos fabrica la realidad), pues hablan ellos... ¿de qué?, ¡de filosofía, Belcebú se los lleve!, así también estos teólogos, olvidando de qué trataba la Teología, tratan.... ¡de su teología, la madre que los parió!, de la misión de la Iglesia, del compromiso social, del derecho (¡así se les torciera, mangantes!) a la vida, de las vacilaciones del creyente en los Nuevos Tiempos.

Pero ¿dónde está el misterio de la Trinidad, aquél que a mi santo patrón lo trajo en potro de tortura y hasta le hacía discutir apasionadamente con su madre santa Mónica a la hora de la cena? ¿Dónde está el asunto de la preexistencia de las almas, dónde el del sexo de los ángeles, dónde el del estatuto ontológico del Hijo antes de la Encarnación, que sirvió de guión para guerras sangrientas en el Imperio y luego para el holocausto de una tira de herejes incontables? ¿Dónde está, ¡mecachis en diez!, aquella cuestión de cómo Cristo tiene dos entendimientos y dos voluntades, aunque una sola memoria, "porque, en cuanto Dios, no tiene memoria", como nos enseñaban, sonándonos los mocos, hasta en el catecismo del padre Astete? ¿Dónde está el maravilloso rompecabezas de la Transustanciación, donde todas las argucias de Aristóteles, con sus distingos de accidentes, cualidades y sustancias, tenían que ponerse en juego para que la fe se razonara infatigablemente? ¿Dónde está, por lo menos, ¡Madre amantísima!, el problema del conflicto entre la omnisciencia de Dios y la libertad del hombre, que partió nuestro mundo en dos y nos hizo entrever por la hendidura abismos de lógica incandescente? ¿Dónde están todas estas espinosas y gloriosas cuestiones que este año pasado mismo, al ir ordenando los restos del libro de Heráclito el Tenebroso, me han salido por enjambres, con furia de rayos y sudor de sangres, en los escritos de san Clemente o san Hipólito, cuando echaban mano de las citas del Tenebroso para confundir a los herejes que habían errado en la relación del Padre con el Hijo, en la dialéctica de oculto y aparente como atributos de Dios, en la relativa eternidad del mundo?, que si pongo delante de esos textos lo mismo al actual Sumo Pontífice que a sus teólogos desviados por la Izquierda (lo que menos se acuerdan uno ni otros es de san Hipólito ni san Clemente), seguro que no dan pie con bola en el entendimiento de los problemas. Pero ¿dónde, dónde diablos han ido a parar los lúcidos y fascinantes problemas de la Teología? "Di, Muerte, ¿dó los escondes / y traspones?".

Porque no es, a buen seguro, que estos sedicentes teólogos hayan dado esos problemas por resueltos y dilucidados; ni es tampoco, por cierto, que en un ardiente sacrificium intellectus los hayan dejado por misterios insolubles y renunciado humildemente a su entendimiento. No: debe de ser sencillamente que les importan un pepino, igual al Papa que a sus herejuelos, porque juzgan que no son de actualidad, que no están los tiempos para andar debatiendo sobre los intríngulis lógicos de la Fe, y prefieren lanzarse a cuestiones que les parecen más prácticas y del momento y, en vez de esos misterios capaces de tenerlo a cualquiera con el alma en vilo y llenarlo de espantos y delicias, aburrirse y aburrir a las poblaciones con asuntos de los actuales, sociedad, clases, misión, convivencia, integridad, compromiso, salvación, derechoalavida, libertad ed elli avea del culfatto trombetta, olvidándose de que, al contrario, lo que tenían que hacer, ¡válgame san Pedro!, era reconocer en las actualidades no otra cosa que apariciones de la eternidad.

Así anda el mundo -ya ven: en lugar de haberme hecho caso a mí, por ejemplo, que ya desde hace años venía proponiendo que, no sólo en las escuelas de la Iglesia, sino en todas las universidades, no hubiera especialidades, facultades ni enseñanzas más que una para todos: Teología. Porque en verdad sólo se habla de aquello contra lo que se habla, sólo de aquello contra lo que se habla puede con alegría hablarse y razonarse; y en ese hablar y razonar de aquello contra lo que se razona ni Dios sabe lo que hay ni lo que puede salir de ello. Pero de esa ciencia y de esa teología de la actualidad sí se sabe lo que sale: está sabido; y es muy triste.

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