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Tribuna:MEMORIAS DE UN HIJO DEL SIGLO
Tribuna
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10 / Los ateneístas

En el Ateneo se votaba la existencia de Dios y el sistema de regadío / Agustín de Foxá, condesito gordo, va al Ateneo a ver a Valle-Inclán / Madrid de Corte a cheka, un Ruedo Ibérico frustrado y de derechas / Don Manuel Azaña, el "monstruo frío" / Menéndez Pelayo en la biblioteca y los heterodoxos en la Cacharrería / Del Ateneo al Congreso un paseíllo triunfal que casi nadie daba / Los falangistas, Pérez Embid y la señorita Ranero / Real academia de quienes nunca serían académicos / Cossío, bizco como Sartre y ambiguo como Gide / El Barcelona de Samitier / De la biblioteca falta la página de La casada infiel /

Los ateneístas fueron toda una familia ideológica o desideológica en "la España que no pudo ser". Todo Ateneo tiene, inevitablemente, algo de Ateneo libertario, y el de Madrid también, natural. Al Ateneo de Madrid, por los años veinte, iban los parlamentarios del harapo, los diputados de la calle, los procuradores de la miseria. El Ateneo era como una respuesta ácrata a las Cortes, a las que da la espalda, pero muy de cerca, y la prueba es que tuvo, de secretarios, ácratas políticos, como el Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, ácratas literarios como Gómez de la Serna. El Ateneo era el sitio donde se ponía a votación la existencia de Dios (1), quizá porque los ateneístas no tenían cosa más inmediata ni urgente (ni siquiera una ley de regadío) que someter a votación. Por el Ateneo (y nos atenemos ahora al último y vigente, el de la calle del Prado, aunque el espíritu haya sido siempre el mismo) pasan las figuras históricas que todos sabemos, y de las que luego hablaremos un poco, pero pasa mayormente una turba literaria, fourierista, anarcoide, hambrienta, entre Víctor Hugo y Dostoievski. Éstos son los ateneístas que dan espesor al Ateneo. Don Miguel de Unamuno, más que a Madrid venía al Ateneo (le iba más el Ateneo que los cafés), para hacer su perorata siempre lúcida y seguir complicando su jaleo religioso de provinciano que ha triunfado en provincias y que no está en Madrid porque no quiere, porque se prefiere virrey cultural del plateresco. Los cafés, por otra parte, no eran sino sucursales o prolongaciones del Ateneo, donde se discutían las mismas cosas por los mismos señores, que, dado el aldeanismo de aquel Madrid, estaban al mismo tiempo en todas partes, sin mayores ubicuidades. El otro monstruo del ateneísmo es don Ramón María del Valle-Inclán, parlamentario máximo de estas Cortes bohemias y libérrimas del Ateneo. Don Ramón no ceceaba, contra lo que diga el tópico, y fumaba kedives, unos cigarrillos de puta francesa que quedaban muy dandies en él, pero un poco amujerados para su virilidad manca. Agustín de Foxá, condesito gordo que había tenido en casa cucharilla de plata, va al Ateneo para ver a don Ramón.El niño le mira / mira, el niño le está mirando. Y andando el tiempo, con los años, Agustín de Foxá, conde de Foxá, después de la guerra civil o cosa del 36, decide hacer un Ruedo Ibérico de derechas, pero le sobraba un brazo, para ser Valle, más que faltarle nada, y la trilogía se quedó en el primer tomo, Madrid de Corte a cheka (2), libro que se va embarullando tanto, tras el brioso arranque, que no se le ve continuación posible. Y no la tuvo, aunque tuvo Foxá todas las facilidades para terminarlo. La trinidad de los grandes ateneístas se completa con don Manuel Azaña, a quien las derechas elocuentes llamaban "monstruo frío". Pero a Azaña o al azañismo ya le dedicaremos falletón aparte. Azaña va al Ateneo, como todos, para hacer gimnasia política, ya que no disponen de más solventes gimnasios. En la biblioteca, piso de arriba, estaba don Marcelino Menéndez y Pelayo, leyendo y escribiendo. A los heterodoxos los tenía abajo, en la Cacharrería, haciendo ateísmo, diciendo blasfemias y escupiendo fuera de las escupideras. Don Ramón llegó a tener casa en el Ateneo, como secretario. Gómez de la Serna duró poco tiempo en el cargo, ya que, por entonces, él era la subversión literaria, la vanguardia, lo nuevo, y nadie le entendía. El Ateneo era el vivero de los políticos e intelectuales que luego, haciendo un corto trayecto a pie, triunfaban en el Congreso. Pero había quien no daba nunca aquel paso -aquellos 20 pasos- del Ateneo al Congreso. La mayoría, naturalmente. El Ateneo tenía de café lo que los cafés tenían de Ateneo. El Ateneo era asilo de golfos, escuela de bohemios, forja de conferenciantes y galera de opositores. Yo he conocido ya el Ateneo de los 50 / 60, bajo el manto de afabilidad de Florentino Pérez Embid, Floro, y la égida -se decía- del Opus, que había decidido el asalto a la Cultura, a más del asalto a la Economía. Había una caricatura de Valle-Inclán que era un viejo barbado con boina roja, que siempre estaba discutiendo con un vendedor de libros con cara de ratón chato, como si fuera su Don Latino. Había una señorita soltera y coja, la señorita Ranero, que era como la patrona del Ateneo (el Ateneo ha tenido siempre mucho de casa de huéspedes donde se dan conferencias), y que nos reñía por todo, como las patronas: por tirar las colillas en las alfombras, por no usar las escupideras, por entrar o salir en las conferencias antes o después de tiempo.

La señorita Ranero era coja con un bastón que tenía contera de goma. Yo di mi primera lectura en el Aula Pequeña, piso segundo, que entonces regentaba -año cincuenta y nueve- el poeta José Hierro, sin apenas público, leyendo unos cuentos (se alternaba el relato breve con la poesía: Hierro había comprendido finamente la cercanía de ambos géneros) que estaban entre la influencia de Saroyan y la de Cela, porque uno siempre ha sido un admirador convencido del mejor escritor de los cuarenta / cuarenta. El gran poeta Manuel Álvarez Ortega, traductor de todo el surrealismo francés, y que hablaba ese idioma con acento de Córdoba, su tierra, me dijo que aquellos cuentos eran muy buenos, así como José Gerardo Manrique de Lara, otro asiduo de aquellas reuniones, que calificó lo mío de "contrapuntístico", con una dulce pedantería que, más que de él, salía sin duda de su pípa. Por la lectura me pagaron quinientas .pesetas con descuentos. La lectura la hice bien, pero también con descuentos: el ruido de los camiones ,que pasaban por la calle, derribando en estruendo el viejo edificio. Yo había venido de provincias y tenía que pagar un hotel en las Cuatro Calles, de modo que la ganancia me salió carísima. Pero "había leído en Madrid". En seguida me vinje para quedarme. El Ateneo tenía y tiene una entrada de casino de cabeza de partido judicial, una escalera de tarima noble y alfombra de peluche, una primera planta con salón de actos, la famosa Cacharrería y retratos de ateneístas célebres. En el sótano estaba el bar y en la segunda y última planta la gran biblioteca y el Aula Pequeña de mi debut madrileño.

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Tanto como de Cortes sin cortesía, el Ateneo tenía, ya digo, de café de barrio o de Real Academia Española de la Lengua (todo está en la misma zona, si no en el mismo barrio), y allí soltaban la suya quienes nunca la iban a soltar en la Academia, porque no querían -Valle, Ramón- o, los más, porque no podían. Allí cualquiera era académico de la calle, erudito de la vida, inmortal de todas las muertes de la noche anterior, dormidas en los albergues de miserables con plato numerado y cuchara sujeta con una cadena. Yo conocí, ya digo, el Ateneo de los cincuenta / sesenta con bellas muchachas que estudiaban el solfeo literario y a quienes veíamos las piernas cuando subían la alta escalera bamboleante, entre lápidas y retratos de ateneístas muertos. El presidente de aquel Ateneo era don José María de Cossío, con quien yo había cenado alguna vez en su tertulia gastronómica de "Valentín" (3), hombre que había reunido en sí la bizquera de Sartre y la ambigüedad de Gide, aunque en la mesa se limitaba a hablarnos del Barcelona de Samitier. Presidente que le hicieron del Ateneo, me metió una tarde en la Cacharrería, que había convertido en su despacho, me mostró su monstruosa colección de originales literarios manuscritos, que venía del 98 a Cela, pasando por Alberti, y me dejó allí encerrado copiando la primera página de un libro mío, entonces famoso, en flagrante delito de falsedad, ya que yo nunca he escrito a mano. Él me había dado papel de barba y pluma de ave, un café y una ensaimada, y allí estuve haciendo mis deberes literarios hasta que se acordó de llamarme.

Don José María de Cossío era sabio en toros, fútbol, gastronomía y poetas del 27. Uno de esos sabios que se consagran a las sabidurías periféricas, desdeñando sabiamente la sabiduría central, teológica o filosófica, que no existe. Una vez me contó lo que pasaba con la gran biblioteca del Ateneo:

-Pues nada, Umbral, que de todos los ejemplares del Romancero gitano han arrancado "La casada infiel", por censura o por lascivía, que no sé qué es peor. Un pueblo que saquea así su cultura pública no se merece nada.

Tenía en la sonrisa podrida y sincera una nota verde de ranita de cuento. Había llevado en el Lyon de posguerra una tertulia con Eugenio d'Ors y Domingo Ortega, entre otros. Le encargó a Antonio Díaz-Cañabate de hacer la crónica de aquella tertulia y Cañabate la hizo magistralmente. Yo le puse un prólogo a la última edición del libro, en Espasa / Calpe, y el viejo me dijo que le había gustado, mientras paseábamos por el palacio de la Zarzuela, cerca / lejos del Rey, chancleteante Cañabate, que se ponía ya los zapatos pisándose los contrafuertes, como unas zapatillas, para mejor comodidad. Cossío almorzaba todos los miércoles en casa de Marañón y brilló en Madrid, y quedará por su enciclopedia Los Toros (la posteridad pide siempre un Ebro gordo, y de esto se ha resentido hasta Quevedo).

Notas:

1 Don Manuel Azaña se había burlado mucho de aquella votación teológica.

2 última reedición en Prensa Española.

3 Personajes de esta tertulia gastronómica de mediodía o noche: Cañabate, Zúmel, algunos toreros, algún futbolista, el cronniqueur Alfonso Sánchez, Sebastíán Miranda, el propio Félix, dueño del restaurante, etcétera.

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