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LA FERIA DEL TORO DE PAMPLONA

El 'miurazo'

Para fin de fiesta, la comisión taurina de la Casa de Misericordia, organizadora de los sanfermines, había preparado el miurazo. Eduardo Miura también había preparado el miurazo, una corrida de toros tremenda de trapío. Cuando aparecían aquellos ejemplares enormes, musculosos, engaitados y ensombrerados con pamela, la plaza estallaba en ovaciones. Pero el entusiasmo de toda la tarde por la presentación del ganado fue pálido para la que se armó cuando apareció el quinto, miurazo de miurazos, colorao, un pedazo pecho como la proa de un barco, papada inmensa que le bamboleaba entre los brazuelos, cornamentas disparatadas, anchas, vueltas y astifinas.El angelito pesaba la friolera de 659 kilos, y cuando Ruiz Miguel, que lo saludó, muy valiente y sereno, las buenas tardes le dio y todo, puso a aquel miurazo desmedido frente al picador, hasta en la peñas se hizo el silencio, los bocados de ajoarriero quedaron en suspenso por donde anduvieran en los conductos digestivos. Se temía que, del arreón, el caballo saldría catapultado a la andanada. ¿Y qué ocurrió?. Pues lo contrario: el que se cayó fue el toro.

Plaza de Pamplona

14 de julio. última corrida de feriaToros de Miura, de impresionante trapío, mansos; el quinto, premiado con vuelta al ruedo Manolo Cortés: silencio; aviso antes de entrar a matar y división. Ruíz Miguel: ovación y saludos; vuelta al ruedo. José Antonio Campuzano: ovación y saludos; ovación.

Raros aconteceres se producen en la fiesta brava. Un miurazo venido de los infiernos choca con un pacífico jamelgo y el pacífico jamelgo sale del encontronazo fumándose un puro, mientras la fiera muerde el polvo. En banderillas, los peones se mostraron aterrorizados y tiraban los palos. En la muleta, Ruiz Miguel sacó casta y aplicó un trasteo a la antigua. El apabullante colorao le embestía violentito por el derecho y noble por el izquierdo, siempre con la cara alta, lo que aprovechó el diestro para ceñirse acompañando el viaje, templar naturales, girar molinetes entre las astas, descararse para tocar con la mano una de ellas, que le sobrepasaba la cabeza. La faena tuvo gran emoción, por la envergadura del miurazo y la valentía del diestro, y arrebató al público, que lamentó, tanto como el torero, el poco acierto que éste tuvo con la espada. Y ya encendido el entusiasmo, pidió la vuelta al ruedo para el toro, que la descontrolada presidenta, atacada también de triunfalismo, otorgó, sin que se sepa muy bien por qué razones concretas.

Apareció el sexto y no impresionó demasiado después del tamaño del que le había antecedido, pero era otro miurazo imponente, cárdeno, astas gigantescas, que manseó desde que plantó la pezuña en el ruedo. En realidad, con tan descortés comportamiento no hacía otra cosa que repetir, quizá con mayor desvergüenza, lo que había sido la miurada: mansa y mala. El miurazo cárdeno huía despavorido de los caballos y acabó violento. José Antonio Campuzano se enfrentó a este regalo con verdadera vergüenza torera, aguantó los brincos y tarascadas que pegaba en el remate de cada pase, y lo mató con brevedad.

Su anterior toro, tercero de la tarde, otro cornalón mayúsculo ovacionado de salida, era probón y se quedaba en el centro de la suerte, así le porfiara Campuzano pisándole el terreno. De la misma catadura había sido el anterior, que en cada muletazo enfilaba a por la faja de Ruiz Miguel, como si tuviera antojo, y Ruiz Miguel había de proteger su integridad mediante hábiles regates.

Entre tanta bronquedad y tanto miurazo hubo dos miuritas canela en rama, que le correspondieron a Manolo Cortés. El primero de llos, inválido además; el cuarto, otro cárdeno de bella estampa, tan manso que intentó cuatro veces saltar al callejón, y no lo consiguió porque le faltaban fuerzas para remontar la barrera. Ambos miuritas tomaban el engaño con la suavidad de la seda, iban por un carril, allá donde les mandara el torero. Ahora bien, el torero no les mandaba a parte alguna, tenía perdido el sentido de la orientación, y su único empeño era dar derechazos y naturales, así se avecinara el fin del mundo. Debió de dar mil; y entre los mil, ni uno bueno. En su segunda faena la presidencia tuvo que mandarle un aviso, y el toro otro, en forma de achuchón, para que se decidiera a entrar a matar. Parecía que le habían dado cuerda.

Con un frenético lanzamiento de cubos, lo de dentro de los cubos, mendrugos, hielo, trapos, lo que hubiera, entre las peñas que estaban a ambos lados de la puerta, y tamborrada a tono con los miurazos, acababa la corrida y empezaba el "pobre de mí". Los sanfermines del 85 son ya historia.

El jurado de la Feria del Toro concedió el premio Carriquiri al toro del marqués de Domecq lidiado por Ortega Cano; y el premio a la mejor corrida, a José Luis Osborne. Pero cuando los miembros del jurado emitíamos el fallo, aún no se nos había pasado la impresión de la miurada y sus miurazos. Sudábamos y sudábamos.

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