Nuevos, pero no novatos
Los cuatro ministros que han estrenado cartera llevan varios años en la política activa
Han llegado al Gobierno un poco de puntillas, alguno casi sin creérselo del todo, conscientes de que su acceso al poder es casi una cuestión de carambola. Han deja do apresuradamente familia, amigos, ensaimadas con sobrasada o sillones más tranquilos. De los cinco nuevos, sólo uno, Abel Caballero, se define abiertamente como socialista, y no socialdemócrata. De pequeños no tenían la profesión de ministro entre sus favoritas, aunque Joan Majó confiesa que a los 20 años ya se percató de que esto podía llegar a pasarle algún día. En la tesitura, sin duda vital, de elegir entre doña Concha Piquer y el rock duro, tres -los titulares de Industria, Obras Públicas y Transportes- se decantan por éste, Félix Pons considera que es "un dilema terrorífico" y Francisco Fernández Ordóñez, preciso, responde: "Mozart".
No consta que entre las cualidades que Felipe González y Carlos Solchaga valoraron en el nuevo ministro de Industria, Joan Majó, estuviera el don de la profecía. Este catalán de Mataró, pulcro y elegante, con aire de ejecutivo y unos hermosos ojos azules, entró en la historia de España en Buitrago, donde asistía, como director general de Electrónica e Informática, a un seminario sobre nuevas tecnologías. Y fue allí donde Francesc Raventós, director general del Insalud, que estaba sentado a su lado, le preguntó cómo estaba él en la crisis. "Yo estoy absolutamente tranquilo, porque en el Ministerio de Industria no cambia absolutamente nada", respondió Majó. Dos minutos después le llamaron de la Moncloa. Joan Majó, un ingeniero industrial de 46 años, que vive legalmente con la informática y las tecnologías punta, pero sueña por las noches con salir en secreto algún sábado con las multinacionales, está casado con María Teresa Crespo, directora de una escuela universitaria que fundó ella misma, por lo que la familia no se ha planteado abandonar Cataluña. Tiene seis hijos, de edades comprendidas entre los 20 y los cinco años, y dos ordenadores, por lo que no se sabe muy bien, si tiene ocho hijos o seis hijos y dos novias.
Majó participa de la desenfrenada pasión azulgrana que tienen sus compañeros de Gabinete Ernest Lluch y Narcís Serra, si bien en él el desenfreno debe entender se como moderada actitud partidaria, dado que aparenta no permitirse más abandono de la estética que gritar en su casa de vez en cuando, "porque en casa hay que poner orden". En cualquier caso, no cree que el que haya tres ministros del Barça pueda llegar a ser desestabilizador para el Estado. "Espero que no. Lo que puede es permitimos ganar alguna otra liga", afirma.
El mandato de la moda
De los cinco nuevos miembros del Gobierno, Félix Pons, titular de Administración Territorial parece ser el que menos importancia da a su atuendo. Se compra los trajes hechos y espera no tener que vestirse de ministro "Esa despersonalización por la liturgia gubernamental no me va", comenta. Majó y Fernández Ordóñez van hechos unos auténticos brazos de mar dentro de la línea clásica e impoluta, y Cosculluela y Caballero se permiten incluso, de vez en cuando, hacer incursiones en la modernidad. El ministro de Industria no se considera preocupado por su forma de vestir: "Me gusta el orden y, como consecuencia, las cosas estéticamente bien puestas. Una cierta presencia es importante, y no es tanto la elegancia como la ausencia de elementos disonantes".Abel Caballero, ministro de Transportes, dice que "no soy un moderno, sino una persona normal", y que lo que tiene es alguna chaqueta muy bonita, como una italiana que le gusta mucho. Él trata "de vestir con una cierta elegancia, pero no estoy en la onda posmoderna". Y debe de ser verdad lo que dice, porque le delata una barba fuera de toda la onda de cara lampiña y afeitada que suele regir la posmodernidad.
Con la coquetería más confesada, Javier Sáenz de Cosculluela, bajo la mirada de reojo que le echa don José Canalejas desde la pared de su nuevo despacho de ministro de Obras Públicas y Urbanismo, se reitera poseedor de un traje de Adolfo Domínguez, y sentencia que "hay dos clases de hombres: los que se compran la ropa y los que prefieren que se la elija su mujer. Los elegantes son los primeros, y yo pertenezco a los segundos. En Logroño iba a un sastre, porque era un gran pintor. Aquí en Madrid me compro los trajes, tres o cuatro al año, en grandes almacenes. Funciono con un tope de presupuesto, más que con un número de trajes". A Cosculluela le encantan los sombreros, y asegura que le sientan bien y que está deseando que se pongan de moda para usarlos. Le ayudarían, además, a disimular una calva que dice llevar "con dignidad". Eso sí, "me peino para atrás, y no con esa bufanda que se ponen algunos, incluido algún notorio parlamentario. Lo malo es que cojo insolaciones cuando voy a la playa".
No se sabe si fue antes el huevo o la gallina, la calva o el amor al sombrero ocultador. Pero si el ministro de Obras Públicas se empeña, pasado mañana será obligatorio ir tocado. Parece que, hasta el momento, ha conseguido todo lo que se ha propuesto: "De pequeño quise ser abogado, porque mi padre lo era, y campeón de natación. Ambas cosas llegué a serlas". Aprendió a adaptar la realidad a sus deseos con un viejo reloj de péndulo que había en casa de sus padres, en Logroño. Tenía entonces 13 o 14 años, empezaba a ir con los amigos y con chavalas a bailar en verano -se confiesa .aficionado a los deportes y a las chicas y bastante lector" desde pequeño- y, pese a que la amistad con su padre es uno de los hechos "fantásticos" que recuerda, y que gusta de rescatar del pasado, no era excesivamente partidario de cumplir la orden de aquél de recogerse a las dos de la mañana. Javier llegaba a las cinco y media o las seis, paraba el reloj, lo ponía a las dos, sonaban dos campanadas y se acostaba con la sensación de que su padre se había quedado tranquilo y de que el mundo se había parado para él.
El placer de ser ministro
Ahora, a sus 40 años, reconoce sin ambages que le gusta ser ministro, pero afirma que no hubiera hecho una carrera política a costa de la amistad, porque "me gusta más el camino que el fin". Se considera pragmático y con capacidad de adaptación, "inuy exigente en el campo de los comportamientos políticos, pero extraordinariamente sensible ante las situaciones hunianas", y considera que, entre socialista y socialdemócrata, "tengo cosas de los dos clichés y no me importa reconocer que en mi comportamiento político estoy más próximo a lo que sería un socialdemócrata". Cree el ministro de Obras Públicas que tendrá tiempo para seguir enamorado de la estética, 'de cualquier elemento que se, pueda calificar como bello", para jugar con sus hijos de siete y tres, años y medio y para recuperar, unas partidas de mus en las que, a veces va de farol. Se pregunta, por qué no va a poder remar en el Retiro con sus críos dentro de dos domingos, como lo hacía. hace tres, y asegura que no dejará su casa en el barrio de la Estrella, donde vive "en una auténtica vecindad de barrio". Cree que seguirá haciéndo todo esto, aunque sus niños vuelvan a preguntarle: "Papá, ¿quiénes son eslos señores que te siguen?"Félix Pons, que en septiembre cumplirá 43 años, lleva sobre sus hombros la inmensa responsabilidad de ser el primer ministro mallorquín desde don Antonio Maura, lo cual quizá no tuviera en sí mismo mayor trascendencia, si no fuera porque sus paisanos se lo están recordando casi desde el 3 de julio. Ese día se levantó, como siempre, a las seis de la mañana, :lue a su despacho de abogado pai3adas las siete y allí se encontró una nota donde un compañero le decía que había llamado Ana Navarro, la secretaria del presidente del Gobierno. Y Pons, un hombre tremendamente mesurado en su verbo, ordenado en sus gustos, poco aficionado a salir de noche y al que sus paisanos consideran serio -"sería una fatuidad decir que no sonrío cuando corresponde, pero no soy unas castañuelas", reconoce-, dejó en Palma la familia, el bufete, la tabla de windsurf y el amor por las ensaimadas -"porque me gustan las pequeñas, de bollería, sin relleno, aunque ahora las como menos, porque me levanto muy temprano ,y todavía no las hay en casa, y las que se comen fuera de Mallorca no valen la pena"- y se vino a Madrid a ser ministro de Administración Territorial.
Cuando llegó este año de vacaciones a Mallorca Bruno Kreisky se dirigió a Félix Pons con un '¡Por fin le han hecho a usted ministro!". El ex canciller austriaco tendría sus motivos para hacer tal exclamación, pero el actual responsable de las autonomías asegura que sólo cuando Felipe González le dijo que quería hablar con él pensó que, "dado el momento de la situación política, podría ser para eso".
Pons es un hombre "no beato ni que practique mucho", pero sí que entiende la religión "como una vivencia profunda". No llega al grado de práctica de su colega de Industria, Joan Majó, que afirma que va asiduamente a misa, pero reivindica lo que califica de "opción personal".
De la Piquer al 'heavy'
Hasta hace unos años jugaba de extremo, indistintamente derecho o izquierdo, en el equipo de Fútbol del Colegio de Abogados de Palma y, cuando en 1977 abandonó esa actividad, al venir a Madrid como diputado, se entregó fervorosamente al windsurf, "que es una auténtica obsesión. Hice un curso, tengo un carné y ya no me caigo de la tabla, porque eso pasa sólo si intentas aprender por tu cuenta o cuando empiezas".El ministro de Administración Territorial tiene unos conceptos relativamente peculiares sobre la música moderna, que le llevan a dudar "si Stevie Wonder es rock duro o no, aunque a mí me gusta". Y es, de los cinco nuevos miembros del Gobierno, el que lleva más lejos el dilema que se le plantea para que elija entre Concha Piquer y el rock duro. "No son dos cosas distintas", dice, "porque no puede plantearse el dilema entre el gregoriano y Albanberg. Doña Concha Piquer, en cuyo tiempo no existía el rock duro, tuvo en su momento su calidad y su sentido, aunque hoy es museo. El rock duro, según para quién, también es ya museo. La Piquer, en folclórica, lo hacía muy bien. Y en rock, a mí me gustan los grupos que innovan y llegan a la gente".
Félix Pons no sabe aún qué comunidad autónoma le dará más quebraderos de cabeza, "aunque está un poco en la mente de todos dónde están los problemas". Opina que "quizá soy muy joven para ser ministro, porque me hubiera gustado llegar a esto tras una vida profesional más dilatada, con un cúmulo de vivencias más completo. Pero a lo hecho, pecho". Cuando le dicen que ha entrado en la historia responde que espera "que eso no signifique salir de la vida". Y vuelve a hablar de Mallorca y de lo que le gusta la sopa de coles y toda la gastronomía mallorquina. "Tengo fama infundada de tener un buen saque. Lo que sucede es que como despacio, y parece que como mucho más".
Parece que para descolocar a Abel Caballero, un gallego de 38 años, hijo de militar, casado y sin hijos, piloto de la marina mercante y catedrático de Economía formado en Cambridge y Essex, que ocupa desde hace unos días la cartera de Transportes y Comunicaciones y que tiene fama de metódico, conciso y poco amante de perder el tiempo, no hay nada como ponerle a Beethoven. "Su música no me sirve para trabajar, porque me concentro en ella. Quizá sea la fuerza, el poder de esa música".
Abel Caballero se propuso ser un buen economista a los 20 años, cuando empezó la carrera. Trabajó duro, afirma, y dedicó gran parte de sus ratos de ocio, en los que le gusta pasear, jugar al fútbol sala e intentar acertar alguna bola con la raqueta de tenis, a leer ensayos económicos, más que literatura. Dice que es optimista, que tiene "un cierto genio" y que se lleva bien con casi todo el mundo.
Hace poco más de un mes, antes de ser nombrado ministro, Caballero recuperó su infancia. Y lo hizo de una forma "deliciosa, soberbía, absolutamente encantadora". Recibió en Galicia una carta de una chica que le decía que para recordarla tendría que volver 30 años atrás, cuando ambos jugaban en el colegio de las monjas de la Milagrosa, en Tuy, que ella se sentía muy ligada a él y que la llamara. Marcó un teléfono de Madrid y se encontró a su amiga casada y con dos hijos. Cuando se vieron, el día en que ella le presentó a su familia, Abel Caballero oyó que sus gestos eran los mismos de cuando tenía siete años, que la niña y él se quedaron una vez castigados haciendo una cuenta, hablaron de la bomba atómica y el hoy ministro le dijo que quizá la culpa de la bomba atómica la había tenido madame Curie; que una vez, capitaneando a un grupo de chicos, la encerró, y las monjas le castigaron... "Mientras cenaba con ella y su marido", dice, "estaba maravillado escuchándola".
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