Heidelberg, la del corazón perdido
Parece que todos los pueblos tienen una ciudad preferida, una ciudad mascota a la que todos están de acuerdo para presumir de ella, aunque quizá no irían a vivir dentro de sus muros. Podría ser San Francisco, en Estados Unidos; Río, en Brasil; Salzburgo, en Austria, y Sevilla, en España.En Alemania, esa ciudad es Heidelberg. Cuando pronuncio su nombre ante un tudesco -y lo hago a menudo al recordar mi estancia allí- se le ilumina el semblante e invariablemente surge en sus labios la canción romántica: Ich habe mein Herz in He¡delberg verloren. Yo he perdido mi corazón en Heidelberg, reza la letra, que explica en la forma resumida de las canciones una triste historia de amor. Cómo fue el encuentro junto al Néckar, cómo quedó el protagonista metido en amor hasta sus dos orejas (Beiden meine Ohren, porque el alemán no deja de precisar ni siquiera cuando se pone romántico) y cómo, al terminar el romance de ayer o ligue de hoy, ya sabía que para siempre había dejado su corazón extraviado en la hermosa ciudad.
... Que si efectivamente lo es hoy, resultaba todavía más atractiva cuando yo la conocí en 1954, porque a su belleza normal se unía el contraste con otras villas alemanas afeadas y mutiladas por los bombardeos recientes. Así, Francfurt, Nuremburg, Múnich mostraban desgarradoramente sus muñones al aire mientras He¡delberg, aparte de algunos golpes mínimos en la zona ferroviaria, ofrecía su noble perfil totalmente intocado.
¿Cuál era la causa del respeto tenido por los bombarderos aliados por esa ciudad? No se sabía entonces ni se supo nunca. Es cierto que Heildelberg no tenía industria bélica, pero eso ocurrió en otras ciudades igualmente atacadas porque eran símbolo espiritual de una Alemania que se quería castigar de una vez por todas. Una de las razones más creíbles es que fuera respetado para situar allí el cuartel general de las tropas norteamericanas en Alemania Occidental, como ocurrió efectivamente en 1945.
En el año en que yo llegé como lector de español de la universidad circulaban los yanquies por sus estrechas calles, pero no de forma masiva, porque tenían todavía severas restricciones para mezclarse con la población civil. Acudían al centro, se bebían unas cervezas en el Buey Rojo, el bar tradicional decorado en madera noble con fotografías en las paredes de los estudiantes esgrimistas con sus cicatrices en la cara, y se volvían al acuartelamiento, situado en las afueras de la ciudad.
Así la joven América y la vieja Europa alternaban en la ciudad. Desde el camino de los filósofos del otro lado del río se podía ver, paseando lentamente como hacían los que le dieron nombre, la silueta de la ciudad antigua coronada por un castillo testigo de mil batallas contra las agresivas fuerzas francesas. Porque resulta que, contra lo que se cree por el ejemplo del último siglo, han sido muchas veces los galos -Luis XIV, Napoleón- los que atacaban porfiadamente a los pobres alemanes. Viendo la ciudad hermosa siempre a lo largo de los meses, con la nieve, con la niebla, con las hojas frescas de la primavera o las doradas del otoño, parecía que la historia se había detenido. Y, sin embargo, bastaba cruzar el río para encontrarse con el pasado reciente en el interior de esas casas que se habían quedado de pronto pequeñas, tanto por la destrucción de los edificios como por la llegada de numerosos fugitivos de aquella Alemania que de pronto se había despertado comunista. El problema era tan grave que el Gobierno recién inaugurado de Bonn se veía obligado a tomar medidas drásticas. Por ejemplo, nadie, individuo o pareja, podía ocupar más de un dormitorio en su hogar. En caso de tener dos tenía que alquilar uno obligatoriamente al alemán o extranjero que lo necesitara. Pero las dificultades bélicas habían enseñado incluso a los disciplinados alemanes a burlar la ley cuando ésta incidía excesivamente en su comodidad. El sistema empleado era el siguiente. Cuando se perfilaba la amenaza de un intruso, el matrimonio mejor avenido se presentaba al juez y pedía el divorcio alegando las causas que fueran; una vez concedido éste, cada uno de los componentes de la pareja dividida tenía forzosamente derecho a una habitación independiente. "Será muy embarazoso y desagradable, señor juez, pero ¿cómo vamos a encontrar otro lugar para vivir yo o ella?" Y como la policía no iba a entrar todas las noches para averiguar qué cama se quedaba sin hacer...
Esas difíciles circunstancias obligaban también a otro truco hogareño. Muchas viudas de guerra que querían casarse y no perder una pensión importantísima en el marco de la penuria alemana hacían entrar a un caballero en la casa con el nombre de tío recién llegado de zona ocupada... El humor alemán del tiempo designaba a ese personaje intercalado en la familia con el ambivalente título de Ehre-Onkel o tío-cónyuge.
Fueron años interesantes para el joven curioso que yo era. Mi lectorado dependía de Filosofia y Letras, pero la mayoría de mis estudiantes pertenecían al Instituto de Intérpretes dependiente de la misma facultad. Conocí entonces a través de mis clases, micrófono en mano, la dificultad de la traducción simultánea al castellano de un idioma como el alemán, que, como es sabido, coloca el verbo al final de la frase, con lo que el intérprete tiene que esperar al término para saber a qué se refiere el orador y expresarlo rápidamente en español antes de que se inicie la cláusula siguiente. Así, traduciendo literalmente una frase podría resultar: "Yo he, con una bella señorita, sobre el verde césped y a la luz de la luna... comido". Si hay algún momento en que la palabra suspense tiene un significado, es probablemente éste.
Años de ver renacer una Alemania que se resistía a morir desde un observatorio encantador. No perdí mi corazón en He¡delberg, pero comprendo que le pasara a mucha gente, y su nombre es el primero que se asoma a mi mente cuando alguien me pregunta qué es lo que merece verse en un viaje al país germano. Ante todo, contesto, Heidelberg, y desde allí al Sur y Sureste, con lugares como Rottemburg, Aschaffenburg y, naturalmente, la Selva Negra, cayendo por Baviera hasta Múnich; ello constituye para mí la parte más bellamente humana de toda Alemania.
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