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Los Pedroches

Ahora mismo no estoy seguro de haber visitado la comarca de Los Pedroches. El doctor Castilla del Pino había tratado de convencerme de que una llamada Región no estaba situada donde yo había insinuado, en el noroeste asturleonés, sino al norte de Córdoba, entre las localidades de Obejo y Villanueva, comunicadas por una carretera de reciente construcción. Así que en la primera ocasión, aprovechando una vuelta de Sevilla a Madrid, decidí recorrer tal carretera, picado por la curiosidad y el afán de replicar al doctor Castilla del Pino y necesitado de apartarme de la N-IV y del tráfico de cerdos. No comprendo muy bien ese tráfico: en el viaje de ida, vía Mérida, adelanté, fui adelantado o me crucé, sin exageración, con más de 20 camiones y remolques cargados de cerdos; estimando que cada camión debe cargar entre 200 y 300 cerdos en las cinco horas de trayecto entre Mérida y Madrid se produjo un tráfico en ambos sentidos de unos 5.000 cerdos; o sea, que 1.000 cerdos a la hora viajan por la carretera de Extremadura a gran velocidad y dejan tras sí una aromática estela que desafía a toda descripción. En un semáforo de Talavera, a eso de las seis de la tarde, quedé encerrado entre dos camiones de cerdos y creí que, alcanzado el límite de mi resistencia, mis sentidos me abandonaban. Lo incomprensible es que viajen en los dos sentidos a partes iguales; parece que los cerdos criados en la zona de Madrid han de ser degollados en Mérida, y viceversa; se puede suponer que al cerdo, antes de degollarlo, hay que darle un paseo para animar sus últimas horas con una excursión por el país a cuya bonanza tanto contribuye con su muerte; o bien que la tierra que los cría se niega a ser el dolorido escenario de su sacrificio; o bien, como algún teórico ha tenido a bien demostrarlo, que todo holocausto -incluso el porcino- ha de venir acompañado de la deportación, a fin de dar satisfacción al esquema bíblico.Al poco de abandonar la carretera de Córdoba a Badajoz para seguir la local de Obejo, tras un par de inesperadas revueltas se ofrece la impresionante vista, con un desnivel de unos 400 metros, del valle del Guadalbarbo, un riachuelo que en esta época del año ni siquiera corre, estancado en una serie de charcas de agua verde y densa que apenas asoma entre macizos de adelfas y juncias; se trata de un inmenso escudo cámbrico -áspero, quebrado y laberíntico-, tapizado por un olivar que se adapta a todos los suelos y pendientes, que -se diría- para dar su fruto no precisa otra cosa que soledad y parece exigir del hombre que asome lo menos posible, que esconda sus raras y enjalbegadas fábricas, a fin de respetar una monotonía que ningún siglo podrá romper. Tras cruzar Obejo -una torre que podría cobijar un pasado califal, sobre uncerro dominante- se salta al siguiente valle del Cuzna, más moro que Muza y en todo análogo al anterior, que constituye el tronco de esa extensa y paupérrima red hidrográfica que se reúne en el Guadalmellato: las mismas aguas verdes, infestadas de mosquitos y telarañas, a lo largo de un recorrido tan extenso como el del Narcea. Curiosa inversión la de esas tierras respecto a otras de la meseta donde los cultivos se inician en las riberas para trepar por las cuestas hasta unos riscos donde sólo florecen y silban las jaras, los tomillos y las carquesas; por el contrario, allí el olivar desciende de las lomas hacia los cauces, para detenerse ante una línea de vegetación inútil, malsana, hostil e inexhaustible.Antes de cruzar el Cuzna me encontré con la encrucijada, una Y simétrica y sin la menor indicación; no había nadie y Obejo, el último punto donde vi un paisano, quedaba 10 kilómetros atrás. Como mi destino era Villanueva, del otro lado de la sierra, y la carretera de la derecha parecía seguir el cauce, opté por la de la izquierda, convencido por algunos signos -una gravilla recién extendida, unos taludes jóvenes y todavía exentos de vegetación, unas bandas elásticas recientes- de que se trataba de la nueva carretera mencionada por el doctor Castilla del Pino; tardé casi una hora -más de 30 kilómetros sin ver un alma- en caer en la cuenta de mi error. A la salida de una diabólica curva, sobre un cerrillo surgió un minúsculo caserío; era la sobretarde y el patriarca, en compañía de dos mujeres y ante media docena de guarros negros que hozaban unas inmundicias, tomaba la fresca; con un acento remetido hacia dentro y una lengua serrana de muy pocas palabras, fuertemente adobadas (seguramente como su comida), me explicóque lo mejor era seguir a Pozoblanco, a unos 20 kilómetros; en ningún caso rehacer el camino que con tan mala fortuna había elegido en la encrucijada. En el trayecto hasta Pozoblanco dos cosas me llamaron la atención: un extraño cartel que decía algo así como "Los Pedroches, comarca deprimida", suscrito por unas siglas que fui incapaz de descifrar, y la mirada enloquecida y deshauciada de un solitario perro de majada que con el pelo hirsuto recibía el último sol del día -quizá el último de su vida- tumbado en un casi seco lavajo formado por la tormenta de tres días atrás.

De Pozoblanco seguí a Pedroche en busca de la imposible capital de tan misteriosa comarca; un terreno en todo distinto del que había atravesado y constituido por un mesetón granítico, de escasos accidentes y sólo unido y emparentado al anterior por el tapiz del olivar.

Un poco antes de las nueve -"a la sagrada hora del regreso"- me detuve no lejos de Dos Torres, en un bar situado en un cruce.

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Si los tractores se hubieran trocado en mulas, los remolques en carretas, el bar en una venta y las camisas y pantalones en sayas y jubones habría disfrutado de una no adulterada escena cervantina. Sin duda medio centenar de kilómetros a través de un campo intemporal forzaron una impresión tan retrógrada, pero lo cierto es que quitando cuatro cosas -las más mudables y quizá intrascendentes- podía suponer que había saltado a un momento del siglo XVII. Había salido de Sevilla con el decidido propósito de detenerme a las nueve donde fuera y a fin de recibir por la televisión las noticias sobre el cambio de Gobierno, y sólo opté por aquel bar cuando desde el coche comprobé por los destellos que el aparato estaba encendido.

El ruido en el interior era infernal; cinco simultáneas y violentas partidas de dominó y una docena de mozos alardeando a voces de nimiedades y corriendo apuestas impedían entender una palabra de lo que decía el locutor, casi pegado al techo.

Así que, para no molestar a la concurrencia con un mayor volumen de sonido, pedí permiso al dueño para encaramarme a una silla y atender a la rueda de prensa con el oído pegado a la pantalla y el vaso de vino en la mano. Me parece difícil imaginar una posición más ridícula, a la que me atreví gracias a la total indiferencia de la parroquia -tanto los mozos de la barra cuanto los maduros de las mesas- hacia la pantalla y hacia aquella persona subida a una silla y con un vaso de vino en la mano. Así me enteré de las destituciones de Morán y Boyer, y acaso por eso -porque la postura contagiaba de su carácter a la noticia- me parecieron un tanto ridículas. Nadie de la parroquia se enteró de la solución de la crisis ni hizo el menor gesto de curiosidad hacia la pantalla, que lo mismo podría haber anunciado el comienzo de la guerra de las galaxias, la resurrección del general Franco o la expulsión de los moriscos, sin alterar para nada el clima de ruido, grosería y solaz de aquel bar de Los Pedroches a la espalda de la historia. Aquella doble posición -por un lado ridícula, por otro ahistórica, viéndome a mí mismo como un intruso de los impertinentes tiempos presentes en el desvergonzado y solemne ámbito de la ucronía- sin duda influyó en el ánimo con que había de recibir la noticia de esa solución; nunca hasta entonces me había parecido Felipe González -fianqueado por Solana y Sotillos, como si oficiaran una misa mayor laica-, al afirmar que su política seguía siendo la misma, que seguía siendo el mismo partido sin fisuras, que todos habían trabajado con honradez y eficacia, que todo se había desarrollado en orden y armonía y, sobre todo, que él seguía siendo el buen chico de siempre -capaz de sacar a la familia adelante gracias a su probo trabajo-, nunca -repito- hasta entonces me había parecido tan poco convincente.

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