El estado natural del hombre es la ausencia
No sé si alguien habrá sospechado ya que el recurso al paraíso o la vuelta al estado de naturaleza sólo demuestra la firme decisión del recurrente de irse a algún sitio y no necesariamente a donde imagina. No es que falten las vocaciones de paraíso, lo que sucede es que el paraíso es insoportable y el soñador lo sabe con una certeza de despertador. Hablo de los paraísos en la tierra, porque de los otros puede demostrarse que son inmortalmente aburridos. Dos distantes ejemplos: el cristiano y el Walhalla germánico.Al parecer, todo lo que nos espera en el caso de que Dios Padre nos señale con su diestra en el prado de asfodelos para el consiguiente ascenso académico a la beatitud es contemplar la magnificencia del Todopoderoso durante el período nada desdeñable de la eternidad. Ningún otro número en el programa. Sólo la pura contemplación de la que, es de suponer, se seguirán efectos terapéuticos inimaginables para un argentino, como los que se derivan de mirar la pantalla de un televisor permanentemente encendido con la imagen fija. No es de extrañar que sólo unos pocos lleguen a merecer esa dicha.
El Walhalla, por su parte, promete a los vikingos mayor movimiento, pero dentro de esta concepción universal de paraíso entendido como espectáculo de cartel unívoco. El feroz guerrero se levanta, se ducha, se peina, se pone el casco, gruñe a su mujer, se emborracha con hidromiel -único cóctel que se sirve en la eternal barra- y, ya borracho, se pelea con los contertulios en una batalla que dura hasta el alba. En ese preciso momento, el bienaventurado se marcha a dormirla, la muerte, la borrachera, ambas, para levantarse al día siguiente con la misma agenda. A estas alturas los vikingos levantan la espada bostezando y odian las resacas tanto como el bebedizo que las produce.
No concluyo que las recompensas celestes tengan por objeto animar a la conciencia por los caminos más entretenidos del mal. Me limito a indicar que desplazan el maniqueísmo moral y el libre albedrío hacia una cuestión fundamental cuando se trata de organizar un fin de semana tan largo como el de la eternidad: qué cantidad de diversión exigimos para pasar un trago de tiempo tan largo.
Pero yo quería hablar de los paraísos en la tierra, que me parece tienen algo en común con los otros, es decir, que nadie quiere ir a ellos. Estamos de acuerdo en que viviríamos divinamente en Sanghri-la o en la comuna de Valdemorillos, pero lo único que nos ha satisfecho hasta el momento es que los editores y los sindicatos pagan cada vez mejor por la fantasía (sin hablar de los que pagan por el realismo mágico, que son los que mejor pagan).
Moro, Campanella y Cía. imaginaron cárceles tan bellas que ni siquiera las instituciones penitenciarias pudieron sacar provecho de semejantes lecturas. Es de prever, sin embargo, que los autores fueran más respetados en su casa, donde se propagó el temor de una posible experimentación utópica a nivel doméstico.
Por el magín de los ilustrados ni siquiera planeó la idea de una vuelta al improbable estado de naturaleza (improbable porque cada uno sabía de dónde se lo había sacado). La emoción que dicho regreso les inspiraba se confundía generalmente con las furiosas protestas por la falta de desarrollo del marketing editorial.
Los Saint-Simon del siglo XIX eran, en realidad, líricos de una ciencia que, si en el futuro hubiera desarrollado aquella primitiva y dulce orientación, habría llegado lejos. La sociología, actualmente, es sólo una escuela de furibundos detractores del es tilo que ignoran la elegancia por amor a la verdad. Y la verdad, a su vez, ha sido confundida con las malas digestiones.
Marx, francamente, padecía una enfermedad de hígado que, según propia confesión, no quería que se entremezclara con su estilo literario. De ahí que algunos hayan confundido la revolución con la desintegración de un absceso.
Demostrado, pienso que con abundante erudición, que nadie ha querido nunca vivir en una sociedad feliz, no deduzcamos por ello que, como al pájaro de Huxley, lo único que nos importa y place es el "aquí y ahora".
En absoluto (y esto no precisa de erudición alguna). La naturaleza humana lo único que busca con obcecación es la ausencia en toda la diversidad de fugas y estados concebibles. Lo que quiere nuestra naturaleza es irse a cualquier lugar que en la generalidad de los casos o no existe o no conoce o no es como se imagina, lo cual resulta ser un estímulo más que un obstáculo. Lo que quiere es ausencia, pensar en sí misma como ausencia y escapar a toda condición. Los metafísicos dirán que lo que quiere es no ser y Sartre ya tenía dicho que la naturaleza del hombre es ser Dios. Pero ambas presunciones nos destinan un ideal tan absoluto como insoportable: el oficio de Dios es de tratante de hombres, y eso no es ausencia, sino infierno; y el no ser no es empresa que se acepte fácilmente. Por el contrario, hay una resistencia casi administrativa a semejante estado.
¿Cuál es, pues, el destino de esa deseable ausencia? Con toda seguridad no hay más destino que el de, al fin, encontrarse solo y agradable y definitivamente incomunicado.
La respuesta se opone (con furor) a la propuesta clásica de que el hombre es un animal político y que necesita de los demás hombres. Que se sepa, esto no ha sido demostrado más que por la evidencia, y a falta de mayor averiguación nos permitimos expresar tranquilamente nuestras reservas. Además, la evidencia necesita de la interpretación como cualquier cosa de este inundó; en otro caso, bastaría con tener a los propios ojos por evidentes y a la correspondiente profilaxis por método de conocimiento.
Los lingüistas han avanzado mucho en esta intuición. Alguno ha asegurado ya que el lenguaje tiende más al idiolecto que a la transparencia comunicativa (profusión de lenguas, segregación maniática de ámbitos privados, resistencia inútil, sobre todo inútil, a la invasión, etcétera). Muchos habíamos llegado, por la vía más familiar de hacernos entender a diario, a esta conclusión.
La literatura se nutre a menudo del viaje como metáfora de la vida humana, como trayecto y como pérdida: todo lo que va quedando detrás a medida que el horizonte descubre una nueva parada. Viaje en el espacio y en el tiempo. Los grandes sistemas se construyeron sobre la base de estos dos conceptos, a la vez abstractos y sentimentales. La filosofía ha sido siempre la filosofía melancólica de un organismo que ha dudado de la permanencia del mundo y de la de su propio pensamiento. El lenguaje depende en la misma medida que el pensamiento de ambas nociones; la gramática y la lógica son también órdenes temporales. El pensamiento, el lenguaje, es, por tanto, un viaje y nace del viaje y de la inagotada pretensión de ausentarse y escapar. Las estaciones son como el avituallamiento de los ciclistas o el aljibe para la locomotora de vapor, formas de asegurar la continuidad y el movimiento y también de mantener la velocidad.
Y como todo el mundo sabe, los buenos viajeros viajan solos. El viaje es asunto tan personal como la muerte. La necesidad de no compartir el acontecimiento y la aventura está en estrecha relación con la voluntad de desaparecer, cosa imposible si se va acompañado, ya que el otro es la memoria que se encarga siempre de los billetes de vuelta. Nos mira, nos enseña lugares que no queríamos mirar, nos lleva a hoteles con telégrafo incorporado y hasta nos ama con un amor que, como todos los amores, es pura repatriación.
Los paraísos -la mayoría de los cuales tienen en común que se parecen demasiado a este en el que vivimos- son fantasías sólo en sentido estilístico. El resto es un deseo sumergido que lo mismo que en las buenas novelas se advierte en el revés de la escritura, en el espacio que media entre la lectura y el reposo de lo leído, y en la misma postura que la mujer recostada de Manet cuando deja caer el libro: la naturaleza del hombre es la ausencia y en ese viaje va hablando solo.
Por cierto, en una lengua que ni él mismo entiende.
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