España y el Parlamento Europeo
Dentro de poco los españoles serán diputados en el Parlamento Europeo. Y tendrán el mismo sentimiento de delicia y frustración que aquel que, tras una afortunada campaña electoral, entra en el oscuro hemiciclo de Estrasburgo. También existe lo no razonable: lo real trasciende lo racional, lo posible es más amplio que lo real. Estas frases me parecen el punto de vista inevitable para quien quiera convivir pacíficamente, o por lo menos sobrevivir, en el mundo de hoy. Pero lo son asimismo, y en particular, para quien entra en ese mundo peculiar que es el Parlamento Europeo. Allí se aprende que significar y existir son realidades diferentes, que están separadas, y que pueden convivir por separado. Quien vive lo cotidiano del Parlamento Europeo prueba hasta el exceso tanto la fuerza del significado como la irrelevancia de la existencia y la convivencia de estas dos experiencias en la misma persona y en la misma institución.Aquel que llamó "parlamentaria" a la Asamblea de Estrasburgo (y fueron los diputados mismos, antes de tener la investidura por sufragio universal, quienes asignaron esta calificación a la Asamblea y quienes quisieron luego que fuese elegida por el pueblo) creó una posibilidad que iba más allá de la realidad. Es la propia historia institucional la que describe, con precisión extrema, este drama metafísico que es un dato político. Europa nació de su padre, Jean Monnet, sobre la base de dos axiomas que ya en sí mismos exponían su magnífica contradicción. El primer axioma era el de la supranacionalidad: era necesario crear en Europa una autoridad que pudiese imponer su propia soberanía a la de los Estados. La idea, que iba contra toda la historia de las naciones europeas, historias de naciones-Estado, que poseían la praxis de la soberanía, antes incluso que Bodino, en nombre de la paz religiosa garantizada por la primacía de la política, inventase la palabra.
También habían llegado, aunque tarde, a la idea de nación los pueblos más ligados al universalismo medieval, como Italia y Alemania.
El segundo axioma de Monnet era que un objetivo tan grandioso, utópico e históricamente "imposible" podía ser alcanzado paulatinamente: es decir, en la medida en que los intereses de los Estados-nación lo consintiesen. Jean Monnet, por su parte, creía en la racionalidad de lo real. Estaba convencido de que la convergencia de los intereses materiales sería más poderosa que su divergencia y que, sobre todo, podría superar el largo extrañamiento recíproco de los pueblos europeos.
Creyendo en la razón, Monnet dio vida a un imposible. Y este "imposible" ha superado el desafío de décadas; no ha podido vencer sus propias contradicciones, pero sus contradicciones no le han quitado la fuerza para sobrevivir e incluso para crecer. El Parlamento Europeo vive al máximo esta tensión. Éste se ha formado por el empuje profundo delsentimiento de que la legitimidad del Estado nacional, la soberanía de Bodino, ya no es tal, ya no es un valor. Las naciones europeas no son más que fragmentos, que carecen de vida por sí mismos. Los hombres políticos se dirigieron a los pueblos con la esperanza de que los pueblos hiciesen el milagro de fundir esos fragmentos en un todo. Y, en parte, el milagro se ha producido. Los Estados habían fracasado en su esfuerzo para crear un organismo supranacional. Los padres de Europa -De Gasperi, Schuman, Adenauer- vieron morir a Europa cuando la Asamblea Nacional francesa, por iniciativa conjunta de los gaullistas y de los radicales de Mendés-France, votó contra el tratado que instituía la Comunidad Europea de Defensa (CED). La federación de los ejércitos habría constituido la estructura básica de la supranacionalidad. Y esto fue imposible a causa de una Francia que todavía se hallaba envuelta en la defensa de su imperio colonial. En aquel momento sólo quedaron con vida organismos en los que el principio de la supranacionalidad era únicamente un residuo. Y la praxis de las decisiones unánimes en el Consejo de Ministros, deseada por los franceses, con la práctica de la 11 silla vacía", es decir, con su no participación en las reuniones del Consejo de Ministros de la Comunidad Económica Europea, convirtió a la más importante institución nacida bajo el impulso de la necesidad, precisamente el Mercado Común, en una institución fundamentalmente intergubernativa.
El Parlamento Europeo es, en cambio, una institución unitaria, porque es elegido conjuntamente por todos los electorados europeos. Además, goza del apoyo del principio de legitimidad universalmente reconocido en Europa: el sufragio universal. Su anomalía no podría ser más evidente. El Parlamento opera en una institución, la Comunidad Económica Europea, que es fundamentalmente un organismo de colaboración intergubernativa permanente; y opera con poderes qué son consultivos, excepto por el poder, en realidad muy limitado, de aprobar o desaprobar el presupuesto: al final, el Parlamento no tiene más remedio que aceptar el presupuesto que le consienten los Gobiernos. Además, el Parlamento Europeo está dividido por los mismos intereses que dividen a los distintos fragmentos nacionales. Incluso las dimensiones puramente corporativas de tales fragmentos operan con fuerza en el interior de la Asamblea. Si ésta gozase de un mayor número de poderes, las divisiones de intereses y de política resultarían todavía más poderosas.
Con todo, y a pesar de ello, el Parlamento vive como cuerpo unitario y pide a los Gobiernos que se conviertan, realmente, en lo que su nombre expresa. Divididos por los distintos contenidos, los parlamentarios europeos están de acuerdo en reclamar mayores poderes, aunque los distintos partidos lo hagan en función de políticas distintas. Se produce así un milagro singular: también los parlamentarios de países que no favorecen la expansión de la Comunidad Económica Europea hasta convertirse en Comunidad Política Europea, exigen la expansión de los poderes del Parlamento, que es, en realidad, una institución política unitaria. El Parlamento es una realidad que vive más allá de sus propias razones de existencia. La oscura percepción de que Europa es un destino común se une aquí a una antigua instancia de las instituciones europeas: aquella por la que las asambleas elegidas exigen participar cada vez en mayor medida en el proceso de decisión política.
También para mis colegas españoles vivir el Parlamento Europeo será una obra de lucha constante contra la sensación de frustración e impotencia. Como aquel hombre justo de la Biblia, el parlamentario europeo vive de fe. Solamente esto puede vencer en él la sensación de vivir en una jaula dorada políticamente aséptica. ¿Qué mayor acto de fe que el de tener que captar siempre la potencia que el símbolo y el significado tiene respecto de la realidad y de la existencia?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.