Una larga historia
Hace exactamente un año y dos meses Miguel Boyer, ministro de Economía y Hacienda, presionaba para que su amigo y antiguo patrón en el Instituto Nacional de Industria, Francisco Fernández Ordóñez, relevase a Fernando Morán al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. La existencia de la crisis que entonces pretendía forzar Boyer, al parecer abortada por una indiscreción del propio superministro de Economía, que alertó al otro ala del equipo ministerial, fue desmentida por el portavoz del Gobierno, Eduardo Sotillos, el día 4 de julio de 1984. La crisis quedó en estado latente, pero todos sabían que existía y que acabaría por estallar.Y ha estallado cuando era evidente para todos que Felipe González no podía hacer durar por más tiempo el récord del Gobierno más duradero de Europa: al día siguiente de la solemne firma de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea el presidente abría el capítulo de rumores y especulaciones. Era el jueves 13 de junio, y el marco una de las escasas conferencias de prensa formales que el presidente ha ofrecido en la Moncloa durante su mandato. Ninguno de los colaboradores que habían ayudado al presidente a preparar esta conferencia de prensa, teóricamente dedicada al tema comunitario, supuso que una de las preguntas -precisamente la última- que iban a hacer los periodistas iba a tratar de los rumores acerca de la falta de cohesión en el equipo económico del Gobierno. Probablemente el presidente tampoco lo esperaba, pero decidió en aquel momento acelerar los planes, desencadenando el desenlace de la crisis más larga -un año- de la historia posfranquista: "Sé que a partir de lo que digo surgirán las especulaciones, pero es posible que haya una remodelación del Gobierno, aunque no esté abierta una crisis".
Desde entonces, y por espacio de 20 días, Felipe González mantuvo abiertas las expectativas, alentando especulaciones y comprobando reacciones, mientras la maquinaria de no pocos ministerios se paraba lentamente, preocupados los titulares de las correspondientes carteras, lo mismo que los segundos escalones, por un solo tema: quién seguiría y quién cesaría. El presidente mantenía un hermético silencio. Tan hermético que Morán, a su lado constantemente durante las dos jornadas de la cumbre europea de Milán, el pasado fin de semana, no logró sacar ni una sola palabra a González acerca de su futuro.
Nadie sabía cuál era la técnica González para los ceses, aunque el propio presidente había dicho que no emplearía el motorista, como se hacía en los viejos tiempos. Las horas pasaban, se acercaba el momento del último Consejo de Ministros y nadie sabía nada, comenzando por los propios presuntos afectados. La cena de gala ofrecida por el presidente argelino Chadli Benyedid en el Salón de Columnas del palacio de El Pardo, en la noche del martes, era todo un síntoma: los ministros vagaban, apenas atreviéndose a demandar noticias sobre lo suyo, mientras el vicepresidente Guerra, recién regresado de unas cortas vacaciones en el Sur, parecía interesado en hablar exclusivamente de Argel y de la filosofía norteafricana. El presidente, que algo apartado cenaba en una mesa con los Reyes y el presidente argelino, se limitó a asegurar que aún había "algunos temas abiertos"; faltaban menos de 24 horas para que comenzase el último Consejo de Ministros. Entonces, al contemplar la desolación en la que parecían vivir algunos ministros, alguien dijo que la técnica González tenía precedentes.
El domingo 16 de diciembre de 1984, poco después de las diez de la mañana, Jose María Benegas se sorprendió cuando al llegar al Palacio de Exposiciones y Congresos, donde aquella misma mañana se clausuraba el 302 Congreso Federal del PSOE, el vigilante de la entrada le dio la enhorabuena, Benegas no entendió por qué le felicitaban; aquella misma madrugada, cuando éste ya se había retirado a descansar, tras largas deliberaciones para confeccionar la lista de la nueva ejecutiva socialista, el secretario general Felipe González decidió, unilateralmente, que Benegas debía ser el nuevo secretario de Organización del partido, algo equivalente a convertirse en el número tres del PSOE.
Era algo que hasta entonces no se había discutido, dado que se consideraba que Benegas debía ser coordinador general, una espe cie de ministro sin cartera, cargo más bien honorífico en la ejecutiva; todos consideraban el papel de Txiki esencial en el País Vasco, y así se lo hicieron ver a González. Pero el presidente-secretario general fue inflexible: había adoptado una decisión y nadie iba a apartarlo de ella. Además, comentó, sin recordar que Benegas ya no era diputado en las Cortes Generales, "Benegas tiene que venir al Congreso todas las semanas". Aquella madrugada de caras largas y tensas esperas, cuando muchos otros ignoraban si iban a seguir o no siendo miembros de la ejecutiva, Benegas, sin saberlo, se convertía en secretario de Organización del PSOE. De golpe y por sorpresa, pese a las muchas especulaciones previas. Exactamente como puede ocurrir ahora.
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