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La privatización del intelectual

Para cualquier observador atento no puede sino resultar chocante el silencio de los intelectuales sobre la falta de cumplimiento o desviación del proyecto político con el que el PSOE ganó las elecciones. Podría argumentarse, en principio, que el incremento del paro o la política de ajuste económico duro y de reconversión no les afectan de un modo directo. Pero, aparte del grado de cinismo que ello entrañaría, aún quedaría por explicar la insensibilidad ante la evidente autonomía o descontrol de diversos aparatos del Estado, los giros bruscos en política exterior y, en último término, la creciente interiorización de valores políticos francamente conservadores o reaccionarios por parte del Gobierno. Es preciso señalar, además, que la responsabilidad por ese silencio es incluso mayor si tenemos en cuenta la importancia de la adhesión de los intelectuales para el acceso del PSOE al Gobierno.Tampoco se trataría de echar en falta un hipotético y global "no es esto, no es esto" de alguna figura intelectual destacada. Lo que causa asombro es la diversidad de ocasiones en que una protesta ética e intelectual ante la acción de gobierno resultaba no sólo plenamente indicada, sino casi imprescindible, y sin que tal paso se diera, al menos con la rotundidad necesaria. Y todo ello teniendo en cuenta la promesa socialista de situar la ética en el centro de su acción de gobierno.

¿Cómo explicar este estado de cosas? Lo primero que viene a la mente es la distancia entre ética y política que caracteriza estructuralmente el mundo moderno. En sus conocidas conferencias de 1919 sobre el político y el intelectual, ya Max Weber contraponía la "ética de la responsabilidad" de los políticos a la "ética de la convicción", características de los intelectuales, estableciendo así la hipótesis de dos universos morales no intercomunicables. Las grandes opciones ideológicas o religiosas, los principios o convicciones, se situarían -en la hipótesis de Weber- al margen del realismo cotidiano de la acción de gobierno. Aunque, eso sí: los intelectuales quedarían, al menos, como depositarios de tales principios o grandes convicciones.

En la misma ocasión señalaba Weber el carácter forzosamente "demagógico" del gobernante moderno, forzado a buscar su legitimación política ante todo a través de la palabra y de su reproducción en los medios de masas. Y, naturalmente, de 1919 a hoy este planteamiento de Weber se ha visto no sólo verificado, sino incrementado al máximo. Ese papel central de la demagogia en la política moderna estaría, además, en la raíz de un trasvase entre los dos universos morales contrapuestos antes señalados. El político se apropiaría del lenguaje de la "ética de la convicción" para ampliar e intensificar el consenso social ante su acción de gobierno. Se explicaría así, por ejemplo, la asombrosa rapidez de la transformación (en el último tercio del siglo XIX) del sistema británico de partidos políticos, con el ascenso de los liberales de Galdstone al poder. El motivo, siempre según Max Weber, "fue la fascinación de la gran demagogia gladstoniana, la ciega fe de las masas en el contenido ético de su política y, sobre todo, en el carácter ético de su personalidad". Cada lector puede jugar aquí, según le dicte su libre arbitrio, el divertido juego de las "vidas paralelas".

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Si los análisis de Weber arrojan bastante luz sobre la demagogia de los gobernantes, su fe (e incluso idealización) del intelectual no nos prevee, en cambio, de los instrumentos conceptuales para resolver el problema del silencio del intelectual ante situaciones éticamente controvertidas. Y es que probablemente la escisión weberiana de lo dos universos morales, el del político y el del intelectual, es lúcida por lo que supone de explicación de un estado de cosas. Pero lo hace aceptando con una formulación "naturalista" dicha escisión como algo inevitable. Pienso, por el contrario, que esa escisión de ética y política es una situación dinámica, resultado histórico del proceso de independencia creciente de las instituciones políticas en el mundo moderno, que son las directamente interesadas en mantenerse a cubierto de toda interpelación ética. Sólo el restablecimiento de los lazos entre política y ética, entendidas como las esferas de los proyectos públicos y los universos de valor sobre los que tales proyectos se diseñan, permite una vía de control social de los gobernantes, y que el político moderno no pueda degradar la dimensión ética a mera demagogia propagandística.

En España, el desplazamiento del intelectual de la política ha terminado por producir una especie de absorción global de la ética por parte del poder político. El silencio de los intelectuales tendría así bastante que ver con su instrumentalización por los gobernantes, desplegada sobre un doble canal de integración o eliminación de toda instancia crítica. El resultado es la tendencia a eliminar todo espacio de intervención del intelectual en la política, convertida en coto privado de los gobernantes. Tendencia a la que propongo describir con el rótulo de "privatización del intelectual". Creo que dicha fórmula expresa bastante bien la exigencia que los gobernantes imponen a los intelectuales: la renuncia a la palabra crítica, a la expresión social de la disidencia. El desacuerdo del intelectual queda entonces reducido a mera instancia privada, a la conversación malevolente y con mala conciencia que tan de moda está en estos momentos, y en la que se intenta mostrar la distancia ante el poder. Eso sí, en voz baja y sin riesgos. Con ello se produce, finalmente, una extensión de la demagogia desde la esfera de lo político a la intelectual que reviste gran importancia.

En efecto, el llamado "mundo de la cultura" se convierte en un

espectáculo, en una especie de moderno circo, que, sin duda, hubiera hecho las delicias de Ramón Gómez de la Serna. Perdido el uso crítico de la palabra, el intelectual ve reducida su función a la aparición redundante y vacía en los medios de masas. En lugar de silencio reflexivo y densidad conceptual, palabrería trivial: no importa lo que se dice o sobre qué se dice, sino estar en los medios. El intelectual mismo se ve convertido en producto mercantil: aparece el intelectual "biodegradable", que se vende como un detergente y se autodegrada después sin dejar posos de disidencia o inquietud crítica, disolviéndose como una burbuja de jabón. Es un intelectual ornamental: se le puede llevar a cualquier sitio sin que moleste, es fino, adorna y no crea problemas. Pues, en último término, la mera repetición de su presencia, su redundancia en los medios de masas desgastarían todo brote crítico en su discurso, convertido ya en la consciencia pública en vacío, en imagen superficial.

En cualquier caso, aunque escéptico en el fondo, aunque la palabra se nos ha degradado tanto al usarla de forma tan promiscua y a la ligera, no dejo de albergar la esperanza de que, desde un plano u otro: político o intelectual, pudiera reabrirse un debate mínimamente serio y civil sobre las cuestiones que vengo planteando (y aún debo confesar que quizá la motivación primaria de este artículo fuera precisamente la de servir como provocación para un debate de ese tipo).

Evitar la degradación de la función intelectual, su privatización, supondría, pues, reclamar el ejercicio de un uso crítico y público de la palabra. Y ello supone no aceptar la escisión entre ética y política, dado que si ese ejercicio se hace posible se reabriría de nuevo un espacio político para la intervención intelectual que en estos momentos está casi cegado. Desde luego, como idea subyacente está la premisa de poder servir de "voz de los que no tienen voz", según la vieja fórmula. Aunque perdiendo toda pretensión de instaurar "nuevos sacerdocios", abriendo simplemente un espacio de reconocimiento de la capacidad intelectual (y, por tanto, de discernimiento ético y político) que todo ser humano posee como potencialidad, aunque ésta se bloquee continuamente desde las diversas formas de ejercicio de un poder político escindido. Se trataría, en definitiva, de recuperar ese discurso crítico al menos en una triple dirección: exigir coherencia a los políticos y gobernantes, desvelar las motivaciones y consecuencias de las acciones de gobierno y generar propuestas alternativas de valores. Frente a ello queda tan sólo la alternativa del silencio ante los problemas públicos y la presencia vacía, la privatización del intelectual.

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