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Reportaje:

El día en que llovió pan sobre Etiopía

Un puente aéreo anglo-polaco 'bombardea' el hambre con cereal norteamericano

Cada cinco o 10 años, el ritmo implacable de la climatología fuerza un nuevo ciclo de hambre, sequía y éxodo en la tierra de Etiopía. La estricta plaga, desencadenada desde principios de 1984, ha puesto a estas fechas a unos siete millones de habitantes, de los 44 que tiene el país, en situación de emergencia, extendida a siete de las 15 provincias nacionales. Emergencia es una palabra cómoda, puesto que en ella se cobijan tanto los que reciben una ayuda de supervivencia como los que quedan al borde atroz de la estadística: los que no tienen cabida en los centros de socorro, bien sea por la lejanía -que sus fuerzas no les consienten recorrer-, por la guerra -que refuerza el cerco del hambreo porque la muerte llegó sin preaviso.

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En las tierras resecas de la provincia etíope de Wollo, a 200 kilómetros al norte de Addis Abeba, la capital donde el clima se perfuma de altura, una ceremonia mensual e itinerante se oficia entre las nubes. Los desheredados de los desheredados, los que carecen de todo en un país que no tiene de nada, ven caer del cielo los sacos de cereal de la ayuda norteamericana. Es como un Bienvenido, Mr. Marshall sin sueños ni charangas, pancartas, pasacalles.Wollo. Un cuadrilátero de más de 20 kilómetros de lado, donde no crece ni un helecho; apenas unas chozas afirman por Oriente la capacidad del ser humano de aferrarse a lo inverosímil. Como en un juego de manos geográfico, nada por detrás, nada por delante; al extremo sur del arenal, una sucesión de puntos se prende en la última raya del horizonte. La observación atenta de ese sarpullido de la naturaleza permite apreciar que la granulación avanza y se adensa ante la vista. La masa de puntos se transforma lentamente en una cansada procesión de seres humanos. En la perdición de líneas que es el cuadrilátero pelado, una comunicación artesanal e inalámbrica ha hecho que varios millares de etíopes voten contra el hambre dándole a los pies.

La masa silenciosa ha llegado al centro del rectángulo, y allí permanece desde una hora intuida, avisada, comprendida por todos sin mediar palabra. Minutos más tarde, un helicóptero fabricado en la Unión Soviética, tripulado por soldados polacos y escoltado por un equipo de la RAF británica, se posa a tiro de piedra de la orilla ondulante del gentío. Unas docenas de hombres ataviados con los restos de serie de un presunto almacén de la U. S. Army General Stores, por un decir armados de mosquetones, escopetas de caza y quizá algún rifle de aire comprimido, hacen de centrocampistas entre el helicóptero y el gran ciempiés de la paciente espera. Es el grupito de los responsables.

El teniente británico Alistair Grier y el soldado Brady han abandonado el helicóptero armados de estacas y plásticos mojones color de firmamento. Durante unos minutos le hacen aderezo a la meseta marcando un pasillo de unos cientos de metros a una prudente distancia de donde los sans culottes aguardan en su lugar de descanso. Concluida la delimitación de un campo imaginario en otro inacabable, levantan un nuevo tenderete de metales e hilos. La capilla de la comunicación por el éter ya puede ser santificada. El teniente Grier advierte al monstruo volante que está puesta la mesa. El camarero puede llegar con las viandas.

Primero, un abejorro zumbante en la distancia; más tarde, un ánade torpón que sobrevuela la llanura amojonada; por fin, un Hércules panzudo que casi roza la pista imaginaria. A 54 pies, menos de 17 metros sobre el suelo, la tripulación le practica en el vientre al aparato una urgente cesárea, de la que nacen cuatro toneladas de sacos blanquecinos. La dura estameña que envuelve el trigo norteamericano resiste bien el golpe mientras rueda por tierra. Menos de un 5% del rubio cargamento estalla en la caída. Ni un músculo se mueve. Esperan una orden 3.997 paisanos censados y encuadrados. La burocracia etíope, sin mesas ni despachos, bajo un sol vertical, no precisa recado de escribir. ¡Pónganse en cola, señores, que comienza el filtrado! Esto será un festín.

Los responsables ordenan a la masa. Uno a uno, los cabezas de familia estampan una seña con el dedo pulgar en un papel pasablemente limpio. A los menores de seis años les corresponden 3,5 kilos de masa para el pan; de seis a 15 tendrán derecho al doble, y para los mayores serán ya 15 kilos. De aquella larga fila, tan sólo un cabeza de familia firmará con su nombre. Un cabeza de familia de 10 años. Los planes de escolarización han tenido al menos un aplicado cliente en la llanura desértica de Wollo.

El reparto

Una vez comprobado que los comensales son todos los que están, aunque no estén todos los que son, se forman grupos de familias cuya suma de miembros dé derecho a un mismo volumen de material panificable. Se entregan los sacos de 50 kilos y comienza el reparto. Una medida común, con capacidad para siete litros, sirve para hacer el trasiego. Como en una eucaristía, se deshacen los hilos del saco de cuatro telas y se derrama el cargamento sobre un extenso lienzo en la pradera. La medida bombea el trigo amontonado hasta los odres y pellejos, entre otros recipientes de fortuna que lleva el futuro comensal. Concluido el reparto, de las vueltas del saco todo se aprovecha; con las telas interiores, finas para la moda de la zona, hasta se pueden hacer sólidos refajos contra el frío de la noche mesetaria.

Los polacos dan cuenta de sus raciones en torno al helicóptero; los británicos y un periodista belga comparten bocadillos y latas de refrescos con un grupito desgajado que no espera a que de las espigas brote el pan del cielo. Niños y alguna embarazada aceptan frutas y geométricos triángulos de carne con lechuga con una fe de siglos. El ruido de un silbato sobreavisa de algo. De los 4.000 socorridos parten a paso ligero los más aptos. Se dirigen así, apenas unos cientos, hasta el resto de sacos que el avión ha despanzurrado en su carrera. Han sido 16 las pasadas del Hércules, una siembra de 64 toneladas, de las que una pequeña porción se ha convertido en espigueo de granos derramados. Uno a uno, los depredadores hacen atadijos con lienzos y papeles para salvar hasta el último granúnculo confundido en la tierra. Cuando lleguen los pájaros, no hallarán su parte de festín.

La operación ha durado desde poco más del alba hasta que empieza a perder su fuerza el sol. Cada día, en un lugar distinto de la vasta llanura, los helicópteros establecerán su puente aéreo de vituallas, y así se prolongarán los ciclos mensuales hasta que a los 4.000 allí reunidos les vuelva a tocar la suerte del reparto. El helicóptero regresa y los viajeros han podido ver, más que la desesperación del hambre asoladora, la resignación de una cierta subsistencia asegurada.

Hay una antropología etíope y antigua de la sequía y el hambre, una cultura que no ignora que, cuando revienta el ciclo por mal año, la desnutrición impone un inescapable control de la natalidad. El mundo occidental mira la hambruna etíope con mucho más horror de lo que el pueblo mesetarío ha aprendido a sentir. Por eso, cuando mana el cereal, hay aceptación y silencio, y hasta la carrera para picotear el grano se hace en un orden resignado. Una vez más, la transustanciación del cielo ha estado de visita.

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