Laberinto para un conde siciliano
Este conde siciliano, llamado Giovanni di Cósimo, tiene un palacio en Palermo, hoy deshabitado, aunque lleno de ratas. También posee casa solariega en el campo de Castelvetrano, al sur de la isla, donde hace 40 años, según ciertos rumores no confirmados y tampoco desmentidos, este noble cometió una frivolidad impropia de su estirpe. Era por la primavera ya granada y el noble se paseaba por su heredad aristocráticamente con una escopeta al hombro seguido de un par de galgos puntiagudos. Aquella infausta mañana, desde el fondo del trigal vio de pronto a un muchacho desconocido que merodeaba alrededor de unos cerezos de su propiedad y, sin pensarlo mucho, puesto que no había encontrado perdices, el señor dispuso la culata del arma contra la clavícula, se apalancó bien sobre los terrones, apuntó correctamente y a continuación soltó un pepinazo que abatió al joven furtivo dejándolo muerto del todo al pie del frutal. El lance no tenía ninguna importancia para un conde siciliano, ya que la justicia ordinaria estaba a su servicio, si bien en este caso se cruzaron algunas complicaciones inesperadas. El pequeño ladrón de cerezas era hijo de un campesino rebelde vinculado, a la mafia agraria de aquel tiempo y esta circunstancia cambió el destino del noble terrateniente, así como el de su capataz. Hoy, don Giovanni di Cósimo hubiera sido apuntillado esa misma tarde por los compadres del difunto, pero entonces la Mafia todavía respetaba algunas reglas.-¿Fue juzgado?
-No exactamente. Como es lógico, don Giovanni logró escurrir el bulto con suma facilidad y su hombre de confianza dio la cara por él.
-¿Se refiere usted al capataz?
-Eso es. El capataz se declaró culpable del crimen ante la Audiencia de Palermo y fue condenado por el tribunal a 10 años de prisión. Asunto terminado.
-¿Y la Mafia?
-Respetuosa con la vieja nobleza de Sicilia, la Mafia también hizo justicia por su cuenta con arreglo al código de honor, aunque de una forma barroca. Una venganza sutil que tal vez no ha cesado aún.
Después de 40 años de aquel trance, que permanece envuelto en un misterio de medias palabras, acabo de conocer en persona al conde don Giovanni di Cósimo en el Grand Hotel de Palermo, donde se halla encarcelado por voluntad propia. Es ahora un anciano enorme vestido de blanco, con un pañuelo de seda roja y flores azules anudado en la nuez con una argolla de oro. Lleva zapatos de esterilla con puntera marrón, fuma un puro desmesurado con boquilla de hueso de jabalí y está sentado en el vestíbulo del Grand Hotel con la mano rebosante de anillos coronados en el brazo de la butaca. Sólo una mancha de tomate le condecora el traje impoluto junto a las iniciales bordadas, y la atmósfera de espejos hace juego con el personaje. El Grand Hotel de Palermo es un magnífico establecimiento de principios de siglo con un gusto de escalinatas y salones, lámparas, estatuas, hornacinas, maderas, alfombras, artesonados grandilocuentes y vidrios emplomados, servido por viejos criados que arrastran los pies y algunos pajes de crema que forman una guardia de húsares a padrinos invisibles en torno a las columnas de mármol. Por allí campa la sombra de Lucky Luciano, de Vito Genovese o de Al Capone, héroes de la familia americana que se hospedaban en este recinto durante sus visitas a la patria. ¿Qué mejor lugar podría servir de sarcófago a un conde siciliano? En su momento, la Mafia local, cuyo jefe, con la gorra ladeada, residía en Agrigento, dictó sobre el conde siciliano una sentencia amable e implacable. Obligó a don Giovanni di Cósimo a internarse voluntariamente en el Grand Hotel de Palermo, advirtiéndole, bajo amenaza de muerte, que nunca saliera a la calle mientras su capataz, de hecho inocente, se hallara en prisión. El lujoso albergue fue transformado para él en una jaula dorada e impune, pero en la misma acera estaban los verdugos. Han pasado 40 años y el ilustre aristócrata no ha abandonado todavía la fastuosa madriguera, y, en el laberinto de pasillos, salones, comedores y terrazas, he tardado tres días en encontrar su fantasma blanco. Ahora está sentado en la butaca del vestíbulo. El conde no bebe. El conde siempre invita.
-¿Qué desea usted tomar? -me dice.
-Zumo de cerezas.
-¡Maldita sea! Lo siento.
-¿Sucede algo, señor conde?
-Debería pedir otra cosa. Las cerezas son demasiado impúdicas. Las odio.
-Entonces, una naranjada, si le parece bien.
-Eso está mejor. Las cerezas me traen malos recuerdos de juventud.
No he osado preguntarle el motivo, pero el camarero ha sonreído después de efectuar una reverencia y el señor conde ha comenzado a hablar de aquellos campos de Castelvetrano donde nació. La memoria se le esparce divagando los ojos por este salón de espejos que multiplican su figura nublada por el humo de un gran cigarro habano. El palacio natal de este noble anciano está en el sur de Sicilia, muy cerca de aquella vieja posada que aún guarda un perfume de Goethe.
-¿Ha leído usted el Viaje a Italia, de Goethe?
-Sí, señor conde.
-¿Recuerda aquel pasaje de Castelvetrano?
-Vagamente, señor conde.
-¡Qué belleza! Goethe paró en ese albergue destartalado y una noche, tendido en la cama, vio de pronto una potente estrella suspendida en el techo de la alcoba. Pensó que se trataba de una alucinación, pero la visión era real. Se dio cuenta a la mañana siguiente. En el techo de la alcoba había un gran agujero y por él había cruzado la noche lentamente el planeta Venus bañándolo de luz. Cerca de esa posada mi familia tenía el palacio. Creo que estará medio derruido. Hace mucho que no voy allí.
El conde Giovanni di Cósimo tuvo una infancia campestre con aroma de trigales, jauría de galgos y sonido de cigarras, al amparo de un abuelo que fue bello hasta la muerte. Era otra Sicilia aquella anterior a la primera gran guerra. Ellos iban en carroza con capota de hule y pescante de terciopelo bajo el sol tórrido por caminos polvorientos en dirección a distintas posesiones en tierras de Caltanissetta, y los campesinos, a su paso, se quitaban la gorra negra con mucho respeto. Nada más lejos de la frivolidad. En aquel tiempo las cosas estaban en su sitio. El conde creció robusto, se hizo buen cazador, ejerció el derecho de pernada en varios kilómetros a la redonda, su elegancia fue temida y a la vez adorada por las hijas de la nobleza, entre las que también realizó algunos estragos galantes, pero Giovanni llevaba siempre botas de montar y era ya un joven paternal, alegre y caritativo con la servidumbre. Oh, qué feliz y luminosa aquella época de su juventud y primera madurez, cuando el aire interior de la isla olía a espliego y las colinas se llenaban de flores de jara. Inviernos en el palacio de Palermo. Bailes de sociedad provinciana. Monterías de primavera. Estíos de sandía abierta en el sur mientras los cargueros del puerto hervían de emigrantes de luto hacia Nueva York.
-Odio profundamente a la masa, ¿sabe usted?
-Lo comprendo. Claro que sí.
-Por eso nunca he amado el fascismo Los gritos de Mussolini me perturbaban. Los rugidos de la multitud me parecían algo muy obsceno.
-Demasiado ruido, señor conde.
-Nunca quise colaborar con aquella gentuza. Tampoco disparé en la guerra Yo soy un individualista. No hace falta que se lo explique.
-No hace falta, señor conde.
Los tiempos eran dichosos para don Giovanni di Cósimo, llenos de carnalidad y flores sicilianas hasta que tal vez sucedió aquel infortunio envuelto en el misterio. Por supuesto, el señor conde elude hablar de ese asunto tan enojoso, aunque un punto de tristeza, como un peso de sombra, vela su mirada cuando la memoria le planea sobre cierto día de mayo de 1946. Probablemente aquel pequeño ladrón de cerezas nunca existió o en realidad fue el capataz quien había disparado y sólo son rumores de medias palabras que alumbran la leyenda de este personaje. El hecho verdadero es que don Giovanni di Cósimo, desde el año 1946, vive encarcelado en el Grand Hotel de Palermo, del que jamás ha salido. Vagando por el laberinto de estos salones ha asumido una extraña culpa, se ha condenado a sí mismo y ha envejecido en el interior del hotel hasta convertirse en uno de sus muebles o en el cliente más antiguo. ¿Es cierto que existe todavía aquella mafia? ¿Será verdad que ellos dictaron una sentencia contra este noble anciano obligándolo a vivir emparedado con cadena perpetua en esta suntuosa prisión? En la calima de su memoria se yergue la figura de un joven que robaba cerezas, el sonido de un escopetazo en medio de un perfume de romero y de pólvora, la visión del rastro de sangre en las retamas. Tal vez todo es humo. Tal vez un sentimiento de expiación le ha atenazado para siempre. Ahora, el camarero se acerca de nuevo a don Giovanni di Cósimo y le dice con la bisagra doblada:
-Señor conde, el almuerzo está preparado.
-Gracias.
-Los invitados esperan.
-Dígales que ya voy.
Según el veredicto que firmó la Mafia, don Giovanni di Cósimo quedó libre cuando el capataz también abandonó la cárcel. De eso hace 30 años. Pero el señor conde ingresó obligatoriamente en el hotel en 1946 y desde entonces aún no se ha asomado a la calle. Hoy es para él otro día cualquiera perdido ya en el tiempo. Como siempre, los criados de la finca le han traído frutas, aceite, hortalizas, carne y embutidos de la heredad y con ello los cocineros han preparado el diario banquete con el que don Giovanni suele honrar a los amigos que le visitan.
-Al parecer, la vida ha cambiado mucho -me dice.
-Sí, señor conde.
-Este vestíbulo ya no es lo que era.
-No, señor conde.
En alguna ocasión he visto mujeres con pantalones aquí dentro. Y gente bebiendo un líquido, extraño que se llama cocacola. También oigo un ruido infernal por la ventana. Son coches, según cuentan.
-Es otro mundo, señor conde. Son coches.
-Antes, a Sicilia sólo llegó Goethe. Ahora vienen turistas de todas partes. Por lo visto, la isla está echada a perder. En esa butaca de enfrente se sentaba Lucky Luciano.
Fuera de este hotel de Palermo, medio siglo de historia ha seguido su curso, pero en su interior ha cristalizado un viejo aristócrata que ha pasado la vida regando las macetas de la terraza de la suite, dando vueltas por los salones, reflejándose en los espejos del vestíbulo hasta envejecer. Alrededor de las columnas de mármol ha grabado el círculo de su existencia y por los pasillos se ha cruzado sin levantar la mirada con los grandes padrinos de la Mafia americana cuando regresaban a la patria.
-Lo siento. Tendrá que perdonarme.
-No faltaba más, señor conde.
-Mis amigos esperan.
-Los amigos siempre son un regalo.
-Gracias.
El señor conde Giovanni di Cósimo eleva su enorme figura blanca, que parece no terminar nunca, desde el fondo de la butaca y, perseguido por su puro habano y varios reflejos de anillo, sube la escalinata y desaparece. En su salón privado se va a celebrar un festín. El laberinto está completamente cerrado.
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