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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Doctor 'honoris causa'

No sé si el faro incendia aún las horas / del triste odiar la Trigonometría, si en tus zapatos duerme todavía la arena de las playas salvadoras. / Si en las algas y espumas rodadoras trina el Latín con la Fisiología, si el alto lavadero en que te urgía el placer solitario, rememoras. No sé si vas despierto o vas dormido, en pecado mortal sobrecogido, a comulgar sin fe cada mañana. / No sé, no sé... Mas sé que tu locura / fue hacer del mar tu sola asignatura, / alumno al sol que de la mar se ufana.Quién me iba a decir a mí, pintorcillo por las playas y castillos ruinosos de El Puerto de Santa María, practicante de excesivas rabonas -alumno al sol que de la mar se ufana-, suspendido en Preceptiva Literaria, abandonando al fin el bachillerato por trasladarse con toda mi familia a Madrid para continuar dibujando y pintando en el Casón y el Museo del Prado; quién me iba a decir a mí que hoy, esta mañana, aquí, en Cádiz, sería nombrado doctor honoris causa de su universidad, ahora, a los 67 años de salido de El Puerto, de esta fabulosa, mitológica bahía, de la que me llevé la luz, su gracia y su sal imperecederas. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué alegre día para mí este de hoy, así vestido, mi nuevo y lujoso traje de marinero en tierra, después de haber rodado -y no por culpa mía- durante tanto tiempo por el mundo! Yo no sé hacer discursos. Perdonad. Yo nunca supe examinarme de nada y, menos, examinar a nadie. Yo sólo sé que es mi fidelidad al mar de Cádiz, a sus barcos, a sus trabajadores, a su cielo, a la cal rutilante de sus puertos, la que me ha traído, la que me ha honorado con esta toga y este birrete, haciéndome estar aquí entre vosotros, como un viejo y nuevo alumno de esta gloriosa universidad, condecorándome, no con la insignia marinera, sino con este ornamento, que desde ahora me hará navegar en tierra más segura, lejos de todo posible naufragio. No ignoro que es José Luis Tejada, poeta también de la sal y las espumas de El Puerto, el aire cuyo soplo más ha impulsado a traerme aquí, con su conocimiento y estudio apasionado de mi obra juvenil, de mi exaltación rítmica, los hálitos musicales de mis canciones. Siempre llevaré, en los 20 o 30 años que me quedan de vida, el nombre de este mar, de todos los puertos transparentes que lo circundan, no sólo por la tierra, sino por lo ancho del cielo, pues ahora, desde hace algunos años, soy más un marinero en tierra por el aire, un poeta coquinero enganchado en la órbita de los cometas.

'Podría aún oírse entre la sangre el inmenso mugido de los toros andaluces... '

Algunas palabras son éstas de las que pronuncié en mi brevísimo discurso de investidura. Terminada la sobria ceremonia, con procesión de los rectores invitados de otras universidades y de los nuevos doctores honoris causa por el claustro de la facultad de Medicina, algo alarmado, pregunté a un grupo de bellas muchachas asistentes al acto, que cómo me encontraban con mi nuevo indumento, bajo el birrete, sobre todo -que, a decir verdad, parece la pantalla para una luz- y dentro de mi negra toga con esclavina celeste. Algo tranquilo y un tanto envanecido quedé al decirme que las dos prendas me favorecían mucho, suplicándome, bulliciosas, me retratase en medio de todas ellas. Ahora ya, pienso yo, no podré rehuir, por ejemplo en la entrega de algún próximo Premio Cervantes, el sentarme entre tantos togados o negros y uniformados académicos, sin mi pantalón blanco y mi chaqueta azul, alta traición que no me satisface y llena de remordimiento.

... Pero pronto va a remontar la tarde y yo me encuentro sentado en un ancho balcón sobre la mar todavía celeste y soleada de luz primaveral, abierta contra ella una rítmica y oscura araucaria, vigía, aunque algo distante, de aquel faro de San Sebastián, que me mandaba sus relampagueos a través de la ventana del estudio de nuestro colegio de San Luis Gonzaga, donde aprendíamos la lección de cada día. Tal vez así, en una tarde ya descendiendo como ésta, se presentarían tendidas sobre el mar las grandes barcas portadoras de Heracles, el dios fuerte, el héroe fundador, el pescador de atunes, el venerado, que subiría a instalarse en el escudo de la ciudad, para contemplar muchos siglos después, cómo un mezquino ambicioso reyezuelo moro sumergiría su templo en las bocas del océano. Podría aún oírse entre la sangre el inmenso mugido de los toros andaluces que robó el héroe caballero del mar, patrón de la marina, al gigante Geryón, pastor y rey de tres cabezas, después de darle muerte. Un gran navío de guerra norteamericano corta las enrojecidas espumas hacia la base militar de Rota. Una media luna mordida, como esas medias tajadas de melón que alzan hasta su boca los niños pordioseros de Murillo, cuelga aparentemente inmóvil sobre las estáticas palmeras y la araucaria rígida, vigía siempre del faro, negra ya a contraluz del atardecer.

¡Oh Gádir, Gades, Cádiz, bahía trimilenaria de los mitos, bahía del ritmo y de la gracia!

Aquí, no muy lejos del hotel Atlántico, se yergue, inclinado gigante indiferente, el drago, un fiero hijo de aquel nervudo asombro de las islas Canarias, con su enorme cabeza hincada de cuchillas de bronce entre oscuras corolas anaranjadas. Tras de él se empieza a dominar el arco abierto de la bahía. Cielo y mar se han ensangrentado ahora con violencia, como si la terrible cabeza de la Medusa, arrancada de cuajo por Perseo, en este golfo gaditano, junto a las fuentes inmensas del Tartesos, de raíces de plata, estuviese lloviendo sobre la corriente oceánica, agitada por el bracear del recién nacido caballo Pegaso. ¡Oh Gádir, Gades, Cádiz, bahía trimilenaria de los mitos, bahía del ritmo y de la gracia! Ven, Telethusa, romana de Cádiz, / ven a bailar bajo el sol marinero, / ven por la sal y las dunas calientes, / por las bodegas y verdes lagares. / Ven, que te sueñan las gracias remotas. / Las gaditanas sonrisas no han muerto. / Del barandal de los finos balcones, / cantan abiertas sus sales floridas. De los patios profundos y los tablados gaditanos salen aún, para engarzar a Telethusa, las Alegrías, el Polo, la Caña, el Olé, la Soledad... Hace años, en el Museo de Nápoles, yo vi alzarse ante mí una mañana a Telethusa, la de las hermosas nalgas, la de las posturas lascivas, al sultán de las castañuelas andaluzas, capaz de restituir el vigor a los miembros temblorosos de sus antiguos amantes, según cantó Marcial, nuestro alegre y mordiente poeta bilbilitano.

Yo, como Juan Ramón Jiménez, Fernando Villalón y Pedro Muñoz Seca, viví cegado, desde El Puerto, por el destello rutilante de las doradas cúpulas de la catedral gaditana. Juan Ramón lo registró, más tarde, en sus Marinas de ensueño: Cúpulas amarillas encienden a lo lejos de la ciudad atlántica veladas fantasías. / Saltan, ríen, titilan, momentáneos reflejos / de azulejos, de bronces y de cristalerías.

'Entro, por vez primera, en la catedral, que me recuerda mucho la iglesia de La Salute'

Ahora yo voy a visitar la catedral, cerrada por restauración durante más de 15 años. Es la parte de Cádiz frente al mar más mordida y rota en las fachadas de las casas populares que lo contemplan. Entro, por vez primera, en la catedral, que me recuerda mucho la iglesia de La Salute en una punta del gran canal de Venecia. Un intenso y chorreante olor a humedades marinas me recibe. Sorpresa. El que despacha las entradas es un viejo, buen pianista, que reconozco de tocar por las noches en el hotel donde resido. Paso, primero, al museo, en el que miro grandes cuadros que no logro valorizar por la mala iluminación. Desciendo, luego, a la cripta, que se halla bajo el nivel del mar, donde se encuentra el mausoleo de don Manuel de Falla, otro gran andaluz universal, que había muerto en Alta Gracia, un pueblo cordobés de la República Argentina, no lejos de El Totoral, en donde yo viví dos años antes de bajar a Buenos Aires. Él hubiera querido quedarse allí, en aquel lugar de tan bello nombre. Pero entre el cónsul franquista y la muy beata hermana del compositor, decidieron traerlo a España. Y ahora se halla aquí, en esta profundidad de Cádiz, rodeado de peces agitados que le inquietarán el sueño. Cuando estaba más abstraído contemplando la tumba de don Manuel, tras unas rejas de hierro que la sepa ran del visitante, un viejo cicerone que acompañaba a unos turistas, se me quedó mirando largamente, y alzando, luego, un asombrado brazo, me dice: ¡Pero si es usted Albéniz! Maravillado me quedé, y más, comprendiendo en seguida que nada había más natural y justo que el gran compositor catalán, Isaac Albéniz, visitase aquella tarde la tumba del gran compositor andaluz Manuel de Falla.

Cuando salí de allí, quise volver a pie, dando un paseo frente al mar. Aunque llevaba mucha prisa, pues a las doce tenía un acto final en la Diputación, entré en un modesto bar atabernado para tomar rápidamente un fino.

-¿Con qué lo quiere usted, don Rafael?

-Con nada, pues ando muy apresurado.

-Tómese usted siquiera esta gambita. Y la próxima se la serviré con cremallera y todo para que no se moleste en pelarla, ya que va usted tan a espetaperros.

'Desde mi balcón, vi la araucaria que seguía inmóvil, como dibujada...'

Amaneció, también sin viento, el día siguiente, como todos los días que, esta vez, estuve en Cádiz. Desde mi balcón, vi la araucaria que seguía inmóvil, como dibujada, un extraño esqueleto de animal prehistórico contra el azul tirante.

Terminó mi breve discurso de investidura con estas palabras:

-Gracias al excelentísimo señor rector magnífico don Mariano Peñalver y Simó y a todo el claustro de la universidad de Cádiz, a todas las autoridades aquí presentes, a mi hermano de investidura, el historiador don Antonio Domínguez Ortiz, a todos los que me acompañáis dentro de este recinto como a todo lo que reluce y canta afuera: el mar, los barcos, los pescadores, los aires y poetas gaditanos, las gaviotas, las palmeras... Gracias a todo lo que existe por la sal y la gracia de esta bahía, ojalá siempre en paz y maravillosa.

... Pero cuando escribí el año pasado los 6 Sonetos de la Diputación, por encargo de ésta, los cerraba con una especie de interrogante estrambote: Dijo el poeta. Pero no sabía / si con sus seis sonetos viviría / en su inmortal bahía gaditana. / Nadie lo sabe. Todos preguntamos. / ¿Volaremos del mar fiel que cantamos? / Responde tú: la Base Americana.

Copyright Rafael Alberti

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