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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La justicia, la policía y el terrorismo

LA AUDIENCIA de Guipúzcoa ha condenado a Manuel Ballesteros, antiguo responsable del Mando Único para la Lucha Contraterrorista, a tres años de inhabilitación profesional por un delito de denegación de auxilio a la justicia. El motivo es la negativa del procesado a revelar al juez los nombres de las tres personas que cruzaron el 23 de noviembre de 1980 la frontera de Irún, saltándose los controles de la gendarmería francesa, minutos después de haberse perpetrado un atentado criminal en el bar Hendayais. Aunque la policía francesa reclamó a esos tres fugitivos, acusados de haber cruzado ilegalmente la frontera, viajar en un coche robado y estar presumiblemente relacionados con el ametrallamiento del citado local (que arrojó el sangriento saldo de dos muertos y 10 heridos), Ballesteros ordenó que fueran puestos a su disposición, sin ningún tipo de identificación previa, y dejados en libertad.La condena ha cerrado un proceso en el que la independencia del poder judicial y el principio de legalidad, base sobre la que descansa nuestro Estado democrático, se vieron desafiados por la extraña teoría de que los servicios secretos policiales deberían disponer también de independencia y disfrutar del privilegio de no quedar vinculados por las disposiciones normativas aplicables al resto de los ciudadanos. Más allá de cualquier otra consideración, la sentencia ha desbaratado la insensata doctrina de la inmunidad o impunidad policial, ha rechazado la pretensión de que los servicios de seguridad puedan entorpecer la acción del poder judicial o negarle su colaboración y ha establecido que la igualdad ante la ley no admite excepciones en nombre del secreto y la eficacia policiales.

Era ésta una cuestión de dignidad y de principios para la propia justicia y para la convivencia democrática. Se trataba de probar que también en el País Vasco funciona el Estado de derecho. La presión a que fueron sometidos los magistrados de la Audiencia de Guipúzcoa, hostigados por campañas de prensa y acosados por las declaraciones de los responsables del Ministerio del Interior, es un excelente ejemplo de que las amenazas a la independencia del poder judicial no acechan en los ámbitos administrativos -el acceso a la magistratura o la edad de jubilación de sus miembros-, sino en el terreno decisivo del acto de dictar sentencia. La Audiencia de Guipúzcoa ha soportado las coacciones psicológicas, políticas y morales de una campaña iniciada el mismo día del juicio con la movilización de un centenar de policías que abarrotaron la sala. Después, las declaraciones del ex ministro Juan José Rosón (cuestionando la independencia y objetividad de los jueces que ejercen en el País Vasco "sometidos a las presiones de ETA"), las manifestaciones de Rafael Vera (calificando el juicio de cobarde) y la intervención del propio ministro en la televisión habrán hecho removerse en su tumba al mismísimo Montesquieu. Pero el tribunal que ha condenado a Ballesteros ha sabido defender la independencia judicial a la hora de hacer efectivo ese principio clave de nuestra norma fundamental según el cual "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico".

El proceso de San Sebastián ha puesto de relieve la preocupante tendencia de los aparatos de seguridad a imponer a sus responsables políticos su propia escala de valores, incompatible con los fundamentos del ordenamiento constitucional y de una sociedad democrática. Que Rosón y Barrionuevo no entiendan que un tribunal de justicia español siente en el banquillo a un funcionario del Estado, acusado de dar protección a tres personas que huían de las autoridades francesas, que se habían saltado con violencia los controles de fronteras y que eran sospechosas de estar implicadas en un atentado criminal causante de dos muertes, es una muestra de cómo se ha entendido y entiende desde el ministerio de la policía el funcionamiento de la democracia.

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La condena del comisario Ballesteros prueba que, pese a todo, las instituciones de nuestro Estado constitucional funcionan y se hallan en condiciones de rechazar las presiones orientadas a trabar o dificultar su normal desenvolvimiento. Los apologistas de la violencia terrorista tendrían oportunidad de reconocer ahora, si lograsen descartar la mala fe o desembarazarse del fanatismo, que el sistema judicial español ofrece amparo a quien lo solícita en debida forma, y que el ensanchamiento pacífico de los cauces institucionales para la defensa de las libertades y la participación democrática es un objetivo realizable dentro de nuestro ordenamiento constitucional. Resulta improbable, sin embargo, que los terroristas hayan sentido la más mínima satisfacción al conocer una sentencia que, paradójicamente, priva de validez a su descalificación global de la democracia española.

Frente a quienes sostienen que la defensa de los principios constitucionales y del Estado de derecho -implícita en la condena de Manuel Ballesteros- hace el juego a los terroristas, es preciso insistir en que sólo desde la defensa de la legalidad pueden ser destruidos los apoyos sociales y electorales, sin los que el bandidaje criminal de ETA sería imposible. Y es preciso decir esto precisamente en unos días en los que la ofensiva terrorista contra los representantes del orden se recrudece. La solidaridad necesaria de los ciudadanos con los agentes de seguridad y la victoria misma sobre el bandidaje político no pasan por ningún desarme moral de la democracia; antes bien, es precisa la reafirmación en la creencia de que sólo desde el Estado de derecho es posible una victoria real sobre ETA. Y que esa victoria es la única manera de rendir homenaje al sacrificio de tanta sangre vertida y tanta vida segada por la negra mano de la violencia y el terror.

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